FICIC (04): CAPTURAR LA OTREDAD

FICIC (04): CAPTURAR LA OTREDAD

por - Críticas, Festivales
04 Jun, 2013 10:10 | Sin comentarios
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Los salvajes

Por Fernando Pujato

La relación del cine con la otredad continua siendo un tanto problemática, no tanto porque los paradigmas de aquello que significa un otro cultural hayan cambiado drásticamente (la cultura esperanto siempre fue un sueño y aún no entendemos del todo el carácter japonés) sino más bien porque el mundo que habitamos se ha vuelto mucho más interconectado que, digamos, 50 años atrás. Todo estaba más o menos en su lugar hasta que los movimientos de liberación coloniales, el turismo de masas, la televisión, y en alguna medida el cine, contribuyeron a conmover el estatuto de la diferentia. Así, aquella división del mundo que parecía poco menos que inconmovible entre “ellos y nosotros” pasó a ser tan sólo un recuerdo nostálgico explotado por aquellos que aún siguen mirando el mundo desde un solo lugar. Pero, un tanto paradojalmente en este sistema globalizado, las diferencias culturales no sólo no han desaparecido sino que se han acentuado, aunque a costa de perder un tanto su espectacularidad y, exceptuando las agencias de viaje que sólo desean ganar dinero y la televisión que todo lo allana, los directores de cine tienen que habérselas hoy con un panorama mucho más complicado que otrora al momento de registrar, intentar registrar, ese otro siempre evasivo y difícilmente capturable; y con su condición de clase a cuestas, por supuesto.

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Nosilatiaj, La Belleza

Esto es más o menos lo que se desprende de Nosilatiaj, la belleza, la ópera prima de Daniela Seggiaro: una tensión permanente entre un puntilloso registro formal y el discurso que lo acompaña. Entre los planos medios de una comunidad aborigen a la que nunca vemos en su totalidad, la recreación de parte de la historia familiar de uno de sus miembros cambiando la tonalidad del color del film e insertando su  voz en off sobre las difusas aguas de un río, se instala el universo cultural de los Wichi, contraponiéndolo con el de una familia de clase media baja salteña en donde el registro es un tanto más cerrado y convencional en el sentido de que no hay aquí un juego entre el pasado y el presente aunque sí la intención de mostrar por donde pasa su ideología, su estar en el mundo. Y por donde pasa es, por supuesto, horrible, un compendio de la estupidez de una clase social con pretensiones de no parecer lo que realmente es, sobre todo si se tiene una doméstica Wichi a sus órdenes, sobre todo si no se tiene algo que ella posee que es, ni más ni menos, una cabellera hermosa que será cortada (con engaños, claro está) para que la insoportable quinceañera de la familia pueda exhibirla en su fiesta bailando un flamenco, para que la pobre de Yolanda se resuelva a abandonar definitivamente su trabajo y vuelva con los suyos.

El problema del film no pasa por su apuesta formal, que no es ni intrusiva con el otro aborigen ni manipuladora con el otro criollo, y tampoco porque no se decida a elaborar un informe etnográfico detallado acerca del sufrimiento de la comunidad Wichi, y sí apueste a mostrar la desigualdad social a través del poder que puede ejercer una familia de blancos para con una subjetividad social que no pertenece, claramente, a su mundo cultural (ese poder que es, casi siempre -en último término y simplificando un análisis que podría resultar bastante aburrido-  una cuestión de capital, aunque el marxismo esté, algunos dicen, un tanto pasado de moda). El problema de Nosilatiaj, la belleza pasa por su discurso, no tanto porque es bastante fácil contraponer un mundo poco menos que idílico a un mundo poco menos que despiadado sino, sobre todo, porque pareciera que el otro siempre debe quedarse en su lugar (sea cual fuera éste) o, en última instancia, lo único que se puede hacer es retornar a ese mundo casi incontaminado, a la protección de un pasado que, como todo pasado, ya nunca volverá, a la resignación de un presente sin horizonte alguno; anclarse en la nostalgia. Podría ser el caso, pero la sospecha que la decisión de Yolanda es, en realidad, la decisión de Daniela Seggiaro sugiere que no alcanza con tomar una distancia respetuosa con respecto a una cultura ajena a la del realizador; falta la voz propia, no derivada, de esa cultura, aquello que Jean Rouch logró tras años y años de convivencia fílmica con sus compañeros de ruta. Quizá los tiempos y las condiciones de producción del cine, hoy, han cambiado tan drásticamente que resulta difícil para aquellos que filman no proyectar su condición de clase sobre los propios sujetos filmados, pero la preocupación por mostrar a los otros tal como ellos se ven, con todas las dificultades que supone esto, aún sigue vigente. No es un imperativo, es un desafío y un riesgo que se deben tomar.

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Los salvajes

Algunas de éstas cuestiones se ven mucho más claramente en Los salvajes, la ópera prima de Alejandro Fadel, que ya desde su título anuncia una posición inequívoca: esto es un film acerca del supuesto estado de naturaleza del hombre antes de convertirse plenamente en un sapiens-sapiens o, en todo caso, la deriva que podemos tomar, como especie, si las reglas culturales -y por lo tanto la reglamentación de los vínculos sociales- se encuentran poco menos que ausentes, si no existe la Ley, ni nadie, por supuesto, que la instaure. Y no hay nadie que pueda lograrlo, verdaderamente, dentro de un grupo de jóvenes que se fugan de una institución carcelaria, o algo por el estilo, que parten hacia un destino más o menos incierto, la casa de un tal “padrino” como excusa para un horizonte posible, aunque para ello tengan que atravesar un territorio que no conocen: la hostilidad de una naturaleza no domesticada, o domesticada sólo a medias, punteada por alguna que otra vivienda habitada, por esqueletos y ruinas deshabitadas, por la presencia intimidante de los chanchos de monte que son también el único alimento, la única posibilidad de sobrevivir en el medio de ese paisaje que no puede resguardar nada, al menos nada que se asemeje a la habitualidad de unas vidas que provienen de un estado de violencia no asimilable a ninguna naturaleza o condición natural; el escenario puede ser distinto pero esto no significa que las conductas también lo sean.

En esta deriva está, precisamente, el gran problema del film, no tanto porque se lo pueda leer en clave del Señor de las moscas cambiando la clase social de la novela de William Golding cuando aquí no hay ningún enfrentamiento del tipo civilización/barbarie ni mucho menos la pérdida de una supuesta inocencia, juvenil o no, sino más bien en la manera en que sus personajes mutan hasta llegar a ese final casi metafísico, seguramente religioso. Una vez más, el problema no pasa por el registro formal que se balancea entre ajustadísimos primeros planos de los personajes y panorámicas serranas, entre la asfixia de una situación colectiva casi inmanejable y la salvación a cualquier precio de una situación individual casi irresoluble, que juega con las sombras nocturnas y la cegadora claridad, con los miedos y con los juegos, que pone en escena la muerte siempre fuera de campo; impecable. El problema es lo que se le hace decir al otro, la toma de conciencia, la culpabilidad, la inmolación, no son, ciertamente, cuestiones a las que sólo pueden acceder una clase privilegiada pero un cierto tufillo -por no decir un fuerte aroma-  de omnipresencia directorial se desprende en cada plano de Los salvajes, como si sus personajes estuvieran maniatados por los caprichos de un estar en el mundo que, seguramente, no les pertenece. Tal vez lo inverso de Joshua Oppenheimer en The Act of Killing, que tampoco pertenece al mundo de los asesinos indonesios pero que conjura magistralmente su regodeo criminal surrealista al no entregarles completamente el film; en este sentido, Alejandro Fadel no deja siquiera un resquicio para que su film respire por fuera de su ideología, estemos o no de acuerdo con ella. El reto de no mirar por encima del hombro a los sujetos filmados seguramente es difícil de asumir pero vale la pena intentarlo.

Son primeros films, es verdad, y hay aciertos en ambos, más allá de sus problemas y algunos problemas van más allá de su prolijidad; tal vez por esto hay que dar toda su dimensión a las palabras del gran Serge Daney de que “el cine no es una cuestión de técnica, sino de ética, de moral”, porque si bien es cierto de que estaba atravesado por el accionar del cine con respecto a la puesta en escena de la guerra que marcó a toda una generación de críticos y cineastas, de que su lucha contra la abyección no puede trasladarse sin más hasta nuestros días, y de que las cosas han cambiado no poco en cuanto a las posibilidades de filmar, de conocer la técnica, de aprender el oficio, esto no alcanza -nunca alcanzó- para que un film se convierta automáticamente en un buen film. No es suficiente montar bien un plano, hay que saber qué cosas se dicen con él.

Fernando Pujato / Coypleft 2013