FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN 2011 (3)

FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN 2011 (3)

por - Críticas, Festivales
26 Sep, 2011 02:51 | comentarios

LOS CONDENADOS

Canijo y sus actrices

Por Roger Koza

Sangue do meu sangue se llevó el premio de Fipresci, un destino que también podría haber tenido Los pasos dobles, incluso el film griego, Adikos kosmos podría haber sido elegida por los críticos de cine de esta institución internacional, sobre todo si se compara con otros films de la competencia. No es difícil entender porqué.

El plano inicial presenta un mundo: son los suburbios de Lisboa. Un joven con rastas, Joca, se desplaza como si canalizara en su movimiento el ritmo del Hip hop. En algún momento llegará a la casa de un dealer. Su objetivo: informarle que ha tenido un accidente, más bien le robaron y ha “perdido” entonces unos 10.000 euros en materia prima, cocaína. El matón lo interroga y cree en su historia. Lo perdona, pero deberá pagar. Toda la conversación y negociación transcurre en un plano fijo medio muy trabajado en el que Joao Canijo aprovecha el lugar desde donde concibe el encuadre para trabajar al unísono sobre la profundidad de campo y el perímetro del plano. A la extrema izquierda discuten los mayores; a la extrema derecha dos niñas, las hijas del dealer, escuchan la conversación mientras toman sopa. La escena dura varios minutos y es indiscutiblemente extraordinaria.

Esta expansión del encuadre, esta decisión de favorecer la periferia del cuadro y no establecer un centro preciso es una estrategia que se repite en varias ocasiones. El universo familiar de Joca se introduce bajo el mismo procedimiento. Su madre, su tía y su hermana (y su novio) discuten en la cocina de la casa. La conversación fluye, los movimientos precisos de los personajes alrededor de los distintos ambientes de la casa se distinguen prácticamente sin mover la cámara. Una vez más, a la izquierda discute la hija y su madre, a la derecha la sobremesa impone sus tópicos, sus costumbres. En varias ocasiones, habrá varios diálogos entre los personajes, a veces centrales, en el que Canijo elige esta operación para sus encuadres. Si bien así descripto puede parecer artificial y forzado, la soberbia puesta en escena justifica este procedimiento. Nada resulta manierista; todo parece orgánico, como si eso habilitara una experiencia vouyerista, una posición de fantasma que espía una institución específica, la familia.

Esencialmente un melodrama y un retrato sociológico preciso, Sangue do meu sangue trabaja sobre esquemas conocidos de representación en sus propios términos: un impredecible amor edípico, cruces y distinción de clases, economías precarias e ilegales, son los materiales simbólicos que constituyen su relato. Tanto las decisiones formales como las interpretaciones sólidas de todo su elenco desnaturalizan el melodrama y lo transfigura en una tragedia contemporánea, no exenta de una lectura política, en la que se intuye violencia social y una precariedad pocas veces vista en el cine de la Europa central.

Sangue do meu sangue

Excepto por el inicio y el desenlace, los planos cerrados en interiores predominan e la película y es allí, precisamente, en donde Canijo demuestra su maestría, su condición de cineasta: ¿cómo filmar interiores y mantener un registro cinematográfico ostensible, uno que conjure tanto la estética televisivo como el realismo primitivo del teatro?

Este reto no siempre es resuelto en Las razones del corazón, un melodrama casi psicótico, inspirado libremente de Madame Bouvary (lo que resulta difícil de adivinar viendo la película, excepto que un suicidio justifique la filiación), en el que Arturo Ripstein, según dicen, vuelve en forma. La película precedente del maestro mexicano, El carnaval de Sodoma, una película prácticamente ignorada y ninguneada por la crítica, programadores y público, dejaba en claro que Ripstein siempre estuvo en forma.

La claustrofobia se transmite plano tras plano. Casi todo sucede en un departamento roñoso, aunque algunos pasajes importantes tienen como escenario la azotea y las escaleras del edificio. Cuando en el inicio la protagonista parece salir a la calle, se detendrá y regresará a su encierro. De ese modo, siguiendo el solipsismo del personaje, los únicos planos del exterior corresponderán a un par de subjetivas en el que la heroína mira a la calle en espera de su joven amante, quien vive en la terraza y toca el saxo como hobbie. En efecto, la situación de Emilia no es sencilla: su marido es un pusilánime, su hija cuestiona razonablemente su maternidad, su departamento pronto será embargado y quizás ya no le interese ni siquiera su amante .

Rodada en un impecable blanco y negro, trabajando con elegancia sobre los constrastes de luz y sombras, Ripstein vuelve sobre un tema que conoce a la perfección: la decadencia. No se trata de un accidente sino de una naturaleza, una estructura; de allí que el exterior, es decir la historia, la comunidad, el presente y la política permanezcan en un gran fuera de campo. Es que quizás tendríamos que pensar más bien en un teatro de la decadencia psíquica sin circunstancias, sin fuerzas externas que atraviesen a los personajes. Sus desgracias son interiores, pus subjetivo.

Las razones del corazón

En este sentido, es necesario pensar el espacio, aquí reducido, el que compromete y constriñe a la puesta en escena en escenario inmóvil o decorado de compañía. Algunas transiciones entre las escenas son magistrales, y van en detrimento de esta inmovilidad, pero aún así no siempre Ripstein consigue desmarcarse de un registro que parece reproducir la experiencia teatral.

Lo que nadie puede poner en duda es la coherencia estética de Ripstein; prosigue su camino, insiste, se desentiende de la moda y los códigos de representación dominante; algo que también sucede con Davies, cuyo film, The Deep Blue Sea no pude ver, pues ya había sido exhibida cuando arribé en San Sebastián. Esta claro que Ripstein, al igual que Davies, son fieles a sus trayectorias y persiguen un ideal de cine. Creen en lo que hacen, filma como quieren e ignoran los dictámenes de la industria como también la ideología estética predominante en los festivales.

Quien debe entender muy bien sobre el discurso estético institucional de los festivales de cine y sus agencias de producción, instituciones que velan no sólo por el dinero, pues hay que decirlo, modelan y moldean casi la totalidad del cine que se hace fuera de Europa, es Oscar Godoy, el director de la película chilena Ulises. Godoy es muy astuto y sabe muy bien qué decir y qué es lo que propone con su película.

Más allá de ser un film paradigmático del cine latinoamericano para festivales, Ulises funciona porque la película se impone a su genética. Su registro fluido y virtuoso, su materialidad palpable, superior al platonismo de un guión cuidado y estudiado en todos sus resortes narrativos, y un actor magnífico como Jorge Román, sostienen la película de punta a punta.

Ulises

La apertura es magnífica: el sonido acompaña el estado perceptivo del protagonista. El plano se va abriendo y se entiende que Jorge, profesor de historia en su país de origen, Perú, inmigrante aún ilegal en Chile, lo han golpeado y sangra. No sabremos la razón y habrá que completar por nuestra parte el sentido de la golpiza. Así, en pleno centro de Santiago de Chile, la gente observa a un hombre sangrando como si se tratara de una curiosidad del decorado callejero.

A partir de allí, Godoy seguirá minuto a minuto a su personaje. En un inicio, Julio vivirá en el departamento de unos familiares, después buscará empleo y un lugar para dormir. Para sus parientes, Julio es una molestia. En algún momento conseguirá trabajo en un frigorífico, incluso hasta obtendrá los permisos de trabajo y la residencia.

El acierto de Godoy es deconstruir la utopía legalista del inmigrante; a lo largo de su película se podrá experimentar una heterodoxa desaceleración sentimental y un punto cero de intensidad dramática. El yo de Julio es pura subsistencia, continuidad instintiva, resignación subjetiva. Por eso, la máxima expresión de subjetividad se condensa en un pasaje veloz en el que Julio reacciona, después de detectar el latido post-mortem de un pedazo de carne que cuelga en un gancho.

La intolerancia chilena es muda, una xenofobia inexpresiva pero efectiva. La mejor escena del film es implosiva. Julio encuentra un cama en donde dormir y la alquila por 2000 pesos chilenos. De 12 a 8 le toca a él, y luego vendrá su reemplazante en una residencia espantosa regenteada por una mujer mayor cuyo comportamiento y discurso constituye una ideología economicista ubicua en casi toda la sociedad transandina: en Chile todo se paga, desde  la educación hasta el gas para calentar la ducha de un sucucho.

Producida por Pablo Larraín, entre otros, el director de Tony Manero, Godoy toma de su productor tanto sus méritos como sus debilidades. El registro general y la concepción general de la puesta en escena es sólida: nada de música extradiegética, elipsis pertinentes, pocos subrayados y un actor capaz de sostener una trama, un punto de vista y un estado de ánimo que le excede. Este Ulises del Sur, este antihéroe desclasado y desterritorializado, es más que nada el representante masculino del desamparo masculino, lo que va más allá del fenómeno migratorio. Lamentablemente, el sexo, como sucede en las películas de Larraín, jamás está asociado a placer. Aquí y allá, el sexo se padece y entorpece, aunque se trata de una pulsión imposible de sortear y una reconducción de la violencia dispersa en el cuerpo. El máximo placer que conocerá su personaje será una partida de ping-pong, enigmático plano final, tal vez el anuncio irónico acerca de una discreta utopía para inmigrantes. Julio, ahora, parece haberlo conseguido: se ha integrado, finalmente, a un sistema de explotación más ordenado, legal y sistemático.

Anónimo

Anónimo también podría ser el título de Ulises, una película con la que comparten prácticamente todo, excepto el dilema inicial. Ulises pretende ser micropolítica; el drama de Anónimo es moral, aunque en las dos películas la intolerancia resulta crucial.

Como sucede en el film de Godoy, Anónimo también tiene un protagonista excluyente: un hombre, más parecido a un alemán (en algún momento un familiar dirá que estuvo un tiempo en Alemania) que a un peruano es resistido por sus conocidos. Su llegada a Santiago no es feliz. Vivir con algunos familiares no es sinónimo de afecto y calidez. “No te acerques a mi hija”, le dirá en algún momento la dueña de casa. La evidente serenidad del protagonista no coincide con su pasado, y para que no existan dudas, cuando Javier logre rentar un lugar propio, una subjetiva dejará en claro que su secreto pasa por la atracción sexual con menores. No quedará en claro con quién ejercitó su pedofilia; tal vez su hija, ahora ya adolescente, a la que no puede ver y ama, quizás alguna otra criatura.

Anónimo es un título impreciso e inadecuado. Justamente Javier jamás pasa desapercibido. La hija de su locataria, incluso la madre, hasta sentirán una atracción afectiva indefinida por este arquitecto de gestos refinados, tímido y prudente, pero sin dudas existencialmente malogrado. Así, tarde o temprano, la seducción adolescente tendrá consecuencias (menores), y una visita a Facebook revelará la historia.

La virtud de Pérez Arancibia reside en su punto de vista. Su seguimiento al personaje, el que amerita un primer plano constante, más a menudo de su cuello y espalda, jamás propone una instancia moral. No se lo juzga, tampoco se lo justifica. Además, Pérez Arancibia apuesta a una aproximación no psicologista de su criatura. Se trata de observar la conducta, la que no se articula en una dialéctica entre la compulsión y la represión, y menos aún se postula a Javier como un enfermo. Su perversión, mal que nos pese, es humana, demasiado humana, de lo que se predica un humanismo a secas. Los hombres a veces se comportan como monstruos, pero también pueden ser nobles.

(Serie concluida)

Roger Alan Koza / Copyleft 2011