ESTRENOS EN DVD (10)

ESTRENOS EN DVD (10)

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15 Sep, 2010 07:19 | comentarios

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Alan Koza

Greenberg, de Noah Baumbach, EE.UU., 2009 (**)

Roger Greenberg, el personaje principal interpretado por Ben Stiller, bien podría ser cualquier personaje de su ópera prima, Generación X, unos 20 años después. Narcisista, derrotado, aislado, Greenberg, que ha estado en una institución psiquiátrica aunque su identidad no se define por esa visita forzosa, experimenta una típica crisis de los 40 en un contexto en donde My Space y otras comunidades virtuales sintetizan un tiempo histórico y la fluidez vincular de una generación.

Alguna vez músico, hoy carpintero, Greenberg apela a una estrategia: no hacer nada, excepto escribir cartas de protesta dirigidas a varias instituciones y compañías. No se trata del “preferiría no hacerlo” de Bartebly, el genial personaje de Melville; nada de política, menos de poesía, aunque bastante de un existencialismo primitivo. Así, Greenberg elige como escenario de su nirvana secular la casa de su hermano en Los Angeles, mientras éste pasea con su familia por Vietnam. Es un mundo desprovisto de grandes metas; ni siquiera la promesa amorosa conjura ese nihilismo ordinario.

La sexta película de Noah Baumbach transcurre en un universo simbólico reconocible: los dramas privados de la clase media norteamericana, un tema que se repite en el núcleo narrativo de muchos filmes del género llamado mumblecore, si es que se trata de jóvenes, aunque aquí se cruzan dos generaciones. El pasaje en el que Greenberg vuelve a tomar drogas duras es un punto de intersección.

La discreta esperanza amorosa que habrá de crecer, en esta película más trágica que cómica, entre una mujer mucho más joven, Florence (Greta Gerwig), y Greenberg jamás neutralizará la desolación de sus personajes. Un plano general de Stiller subiendo por una calle, o un plano en picado sobre él en medio de una fiesta, sintetizan un estado de ánimo y una modalidad vincular, aunque el cine de Baumbach se caracteriza más por su oído musical para los diálogos. La puesta en escena es elemental y elegante, pero no por esto Baumbach se convierte en un estratega del espacio capaz de investir un paisaje, una arquitectura, un territorio con signos que expresen la vida de los personajes.

Sociológicamente imprecisa y dramáticamente efectiva, el poder de Greenberg es descriptivo y su debilidad se evidencia en su renuncia analítica. La desconexión, el aislamiento, incluso la bronca enmudecida del personaje se circunscriben a su vida privada. La sociedad y sus conflictos permanecen en un radical fuera de campo. Y siempre es bueno recordarlo: la psicología es siempre insuficiente para develar el malestar de una cultura y las patologías de la vida cotidiana.

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Un profeta / Un prophète, Jacques Audiard, Francia, 2009. (**)

Después de su exitoso paso por el festival de Cannes en el 2009 (gran premio del jurado) y la nominación a mejor película extranjera en la última edición de los Oscars, Un profeta, un drama carcelario y un retrato multicultural de la Francia contemporánea que transcurre en una prisión como si se tratara de un vecindario, ha recibido excesivos elogios y un consenso crítico que, como todos los consensos, resulta sospechoso.

Para los francófobos, esos que piensan que el cine galo es pesado e intelectual, Un profeta les resultará liviana y accesible. Jacques Audiard habla en francés, pero filma en inglés (algo similar a lo que ocurre con Campanella). Su película refleja sus predilecciones e influencias. Si en Un profeta no se hablara en francés (y en árabe), bien podría ser un filme de Michael Mann o Martin Scorsese.

Su historia es lineal: un joven de 19 años llega a una cárcel. No es todavía un criminal profesional, pero su primera misión en prisión, impuesta por presión de la mafia dirigida por un corso, es asesinar a un árabe cuyo fantasma aparecerá cada tanto. Si bien Malik aprenderá a leer y a escribir, como suele suceder en ese invento perverso llamado penitenciaría, su aprendizaje pasa por perfeccionarse en el delito y comprender el funcionamiento y las mallas del poder que conectan la vida en la celda con el mundo libre.

Quienes lleguen por el título podrán creer que se trata de un filme sobre misticismo o religión. Si bien entre muros existen varias tribus, y los musulmanes, una entre éstas, rezan y cantan, una misteriosa premonición de Malik explica el título, una secuencia en la que se puede constatar el límite cinematográfico de Audiard, capaz de combinar un sonido seco y un ralentí para ilustrar una profecía intrascendente. Ver un cuadrúpedo volando por el aire es visualmente atractivo, aunque la puesta en escena de Audiard es siempre esquemática y enfática. Que nuestro héroe en su día “libre” pueda tomarse un avión a Marsella es similar a imaginar a un canario escapando de su jaula como símbolo de libertad.

Un profeta se sostiene en su intérprete, Tahar Rahim, pues, como sucede en muchas películas más o menos intranscendentes, constatar la transformación en pantalla de la vida de un personaje no es un logro menor, algo que Audiard y su actor principal alcanzan a plasmar a lo largo de toda la película.

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Los senderos de la vida / Treeless Mountain, So Yong Kim, EE.UU.-Corea del sur, 2008 (**)

Excepto que uno sea un platónico y crea que conocer es recordar, las películas en las que los protagonistas excluyentes son niños permiten volver a mirar, ya no como actores sino como observadores curtidos, una experiencia crucial y constitutiva de la vida de cualquiera: un período, la infancia, en el que el lenguaje y las acciones de los otros resultan el texto de estudio vital con el que se aprende a actuar. Los niños en el cine, literalmente, actúan; la interpretación es siempre una cuestión de adultos.

Los senderos de la vida es minimalista y lineal en su narrativa, y maximalista y sofisticada en la profusión de detalles. El destino incierto de dos hermanas, una de 6 años y la otra de 3, una vez que su madre les informa que quedarán a cargo de su tía mientras ella resuelve algunas cosas (entre ellas, la relación con su padre), excede el orden de un guión. Los gestos y el comportamiento de Jin y Bin no se escriben, se descubren. En ese sentido, la constancia del primer plano de las niñas y algunos planos detalle son elecciones perfectas de puesta en escena.

Naturalmente, el guión prescribe un contexto: Seúl, luego una zona rural, una clase social (trabajadora), una economía inestable (un indicio sugerido por el paisaje urbano y algunos diálogos), una tía alcohólica incapaz de cuidar de sí misma, el regreso indefinido de la madre, el encuentro con la abuela paterna y una introducción a la vida campesina, que resultará una esperanza. Pero esos mojones narrativos son un mero estímulo, pues por cada reflejo, reacción y asimilación de los niños el filme crece en volumen y convierte cada pormenor en un microcosmos.

En la segunda película de So Yong Kim, indirectamente autobiográfica, como en otros filmes como Ponette, El viajero, La pivellina y tantas otras películas con niños, hay un aprendizaje. Aquí, lógicamente, se trata de cómo asumir la decepción y el abandono. Las niñas venderán langostas como golosinas y juntarán monedas en una alcancía, un regalo de la madre investido con una promesa de regreso. Mensurar el afecto con dinero sugiere un modo de estar en el mundo. La mala lectura de Jin y Bin sobre la función del dinero destituye, al menos por un momento, su valor absoluto, del que los adultos ni siquiera dudan.

En la infancia se aprehende un mundo, valores, concepciones de belleza, de trabajo, justicia y amor. Los senderos de la vida constituyen una prueba irrefutable de que la infancia no es otra cosa que una hiperbólica y visceral experiencia de un estado existencial (y no de crecimiento) que secretamente jamás termina. La infancia subsiste porque siempre habrá algo que no sabremos cómo vivirlo. La inexperiencia es la regla.

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Regreso a Brideshead / Brideshead Revisited, Reino Unido-EE.UU., 2008 (*)

Regreso a Brideshead es una de las tantas películas inglesas sobre su aristocracia decimonónica (y crepuscular), todavía presente en la primera mitad del siglo XX. Orgullo y prejuicio, Expiación, Buenas costumbres son títulos recientes de este género impreciso aunque reconocible, casi siempre adaptaciones literarias. A menudo, el conflicto narrativo pasa por la aparición de un intruso: puede ser un burgués culto, o incluso una alteridad más lejana llamada proletario. La Primera y la Segunda Guerra Mundial suelen ser el contexto histórico, algún romance su texto preferencial. Suelen ser filmes en los que el decorado intimida a la percepción, y para el extranjero resulta siempre una clase magistral sobre la musicalidad de la lengua inglesa.

Basada en una buena novela de Evelyn Waugh, Regreso a Brideshead se centra en la interacción de un estudiante de historia recién ingresado a Oxford, Charles Ryder, cuya vocación pasa por la pintura, y una familia aristócrata, en la que la madre (superiora) legisla el destino de las almas de sus vástagos. Católica fervorosa, su preocupación esencial pasa por el bienestar trascendental de sus hijos, uno de ellos homosexual y alcohólico, que se enamorará platónicamente de Charles, aunque en cierto momento el joven burgués, un ateo confeso, pretenderá consumar una versión carnal de Eros con la hermana de aquél.

En el matriarcado fálico de la familia Flyte se debe acatar un destino. Dios tiene un plan, y su intérprete familiar también, aunque el deseo de sus criaturas no siempre coincide con el orden de los acontecimientos. Charles, por lo pronto, se siente culpable, nos dice desde el futuro, ya como sargento durante la Segunda Guerra Mundial.

Teológicamente estéril y sociológicamente pueril, la película de Julian Jarrold podrá seducir al desprevenido por su “bella” fotografía y sus “grandes” interpretaciones, aunque la máxima distinción dramática pasa por convertir una mansión (Brideshead) en personaje y su discreta conquista estética no va más allá de un par de planos en contrapicado de Oxford. El resto es una falsa disputa entre creyentes y escépticos, y un poco de desprecio por el arribismo “característico” de una clase sin muchos privilegios.

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Media luna / Niwermang, Bahman Ghobadi, Irán-Austria, 2006. (**)

A fines de la década del ’90, un filme magistral como El sabor de la cereza de Kiarostami se estrenaba en nuestro país. Estampa utópica, al menos para la cinefilia: un filme de uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo, cuyo tema central era el suicidio, colmaba algunas salas del país; la gente hacía cola para ver una película de Kiarostami.

La nueva ola iraní se puso de moda por un tiempo. Se estrenaron filmes de Makhmalbaf (padre e hija), de Majid Majidi, de Jafar Panahi, otros de Kiarostami, hasta que un día el descubrimiento de una cinematografía y una cultura compleja y multicultural llegó a su fin. Lo poco que vemos de Irán son postales que insisten sobre su fundamentalismo y su propensión al fanatismo. Un filme como Media luna permite tener imágenes alternativas de una tierra desconocida.

El inicio de Media luna es fascinante: una riña de gallos y un discurso en el que se desestima ganar o perder mientras se cita a Kierkegaard para afirmar el carácter existencial de la propia muerte, antes que empiece el combate, son los primeros elementos a la vista. Una llamada telefónica cambiará los planes del maestro de ceremonia. Pronto saldrá de viaje rumbo a la frontera con Irak. La misión: conducir un micro en el que viajará Mamo, un viejo y legendario músico kurdo, y sus hijos, también músicos, quienes tocarán tras 35 años de “ausencia” en algunas zonas del Kurdistán que pertenecen a Irak. El derrocamiento de Saddam Hussein lo permite, aunque el peligro no cesa porque “los americanos tiran sin mirar”.

Esta road movie política, por momentos mística y feminista, carece de la crueldad característica de la obra de Ghobadi y su propensión a declamar y provocar con imágenes escandalosas. En esta ocasión ningún niño se pasea, como sucedía en Las tortugas no pueden volar, por campos minados mientras el espectador espera lo peor.

Si bien la muerte está presente, aquí es en clave espiritual y musical. Un ángel de la muerte es una mujer hermosa, y el tránsito de un mundo a otro, algo que se anuncia desde el inicio, en un extraño plano en el que Mamo reposa en un ataúd, es matizado por varios pasajes musicales y paisajes montañosos. La llegada a una aldea en donde 1334 mujeres exiliadas cantan al unísono podrá ser una secuencia artificiosa pero no deja de ser un instante de placer visual inobjetable.

Inspirada en el “Réquiem” de Mozart y comisionada por el New Crowned Hope del festival de Viena, a propósito del 250 aniversario del nacimiento del músico, Media luna es la mejor película de Ghobadi, y un intento honesto de establecer un entendimiento entre Oriente y Occidente. Aquí, Ghobadi afina bastante bien, a pesar de que cierto realismo mágico aceche y el exotismo no esté del todo conjurado.

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Ricky, François Ozon, Francia, 2009 (*)

En un momento insólito, Ricky, un bebé con alas de pollo, vuela en un supermercado. Un miembro de seguridad dice: “Un objeto volador no identificado”. La antepenúltima película de François Ozon es indudablemente un ovni cinematográfico: ¿Realismo mágico primermundista? ¿Una parodia metafísica? ¿Un elogio críptico y perverso del cristianismo? ¿Un retrato sobre la clase trabajadora parisina? Todo es posible, pues Ricky puede remitir tanto a una metamorfosis de un filme de Cronenberg como a un drama de Ken Loach, o a un encomio New Age (afrancesado) sobre la maternidad.

El plano inicial es fundamental: una madre le explica a una asistente social, que permanecerá en fuera de campo durante la secuencia, que una vez más su “marido” la ha abandonado. Tiene dos hijos, y quiere dejar a uno de ellos en una institución. Debe tres meses de alquiler. Es una escena que puede olvidarse, pero que resulta truculenta si uno vuelve a pensar sobre toda la trama.

De allí, un salto atrás: algunos meses antes, Katie (A. Lamy) trabaja en una fábrica y tiene una hija de unos 10 años (por lejos, lo mejor del filme, es la interpretación de M. Mayance). Viven solas. Un día, un inmigrante español (S. López) empieza a trabajar en el mismo lugar. Un poco de sexo, quizás amor, ha nacido una nueva familia, y un nuevo hijo llegará al hogar. La vida familiar no será fácil, y unos “golpes” en la espalda del nuevo miembro de la familia precipitarán la partida del hombre de la casa. Pero no todo es lo que parece, pues Ricky no es un bebé cualquiera. ¿Ha nacido un querubín? ¿Una deriva evolutiva? Ricky será objeto de amor y explotación, fenómeno de curiosidad científica y noticia del día.

Para un director que ha llevado a la pantalla una obra teatral de Fassbinder, una película como Ricky es una excentricidad indescifrable. Sin embargo, hay una línea temática que atraviesa las películas de Ozon: el deseo (femenino). Su mejor película, Bajo la arena, no es otra cosa que un examen sobre el deseo después de una pérdida inesperada. La piscina y 8 mujeres también discurrían sobre el misterio del deseo. Ricky no es una excepción: aquí, el deseo se predica de la oposición de dos modalidades incompatibles: desear a un hombre o desear ser madre.

Es precisamente en esta dualidad entre erotismo y maternidad en donde Ricky no consigue ajustar el drama social de su inicio con el tono fantástico y religioso de la segunda parte. Son dos películas en una, y sus vuelos respectivos siempre se mantienen a ras del piso.

* Todas las criticas fueron publicadas para el diario La voz del interior entre abril-septiembre 2010.

COPYLEFT 2010 / ROGER ALAN KOZA