ERIC ROHMER: UN AUTOR CON MAYÚSCULAS

ERIC ROHMER: UN AUTOR CON MAYÚSCULAS

por - Ensayos
17 Jun, 2014 02:27 | comentarios
eric-rohmer_254

Eric Rohmer

Por Jorge García

Tal vez convenga comenzar esta nota discutiendo algunas de las afirmaciones que se han hecho –no solo con motivo de su lamentada muerte, sino también a lo largo de su carrera- acerca de Eric Rohmer. La primera es aquella que lo adscribe de manera rotunda entre los fundadores de la Nouvelle Vague francesa. Por cierto que Rohmer, como todos los integrantes de ese grupo, fue un cuestionador de la tradición de qualité del cine de francés, pero la única película que responde de manera estricta a los postulados de ese movimiento es El signo de Leo, su primer y espléndido largometraje y una de sus obras menos conocidas. Por lo demás, como a Resnais y Agnes Varda, se lo puede ver mucho más como un compañero de ruta de la Nouvelle Vague que en el papel de fundador de la misma. También se ha mencionado frecuentemente a Rohmer como una suerte de “poeta de lo cotidiano”. Sin embargo, muchas veces la conducta de sus personajes y –sobre todo- las discusiones que tienen alrededor de diferentes temas, se alejan notablemente de esas pautas (nada más alejado de lo cotidiano, vg, que las conversaciones que sostienen los protagonistas de Mi noche con Maud). A propósito, cabe señalar que Rohmer es, como Mankiewicz, uno de los grandes cineastas de la palabra, con personajes que se caracterizan muchas veces por realizar acciones que se contradicen rotundamente con lo que expresan a través de su verborragia. También se lo ha señalado como un hombre introvertido y poco afecto a las entrevistas, pero el que haya visto el documental realizado para la serie Cineastas de nuestro tiempo, en el que el crítico Jean Douchet conversa con él a lo largo de dos horas se encontrará con un hombre extravertido, de insospechado despliegue físico y con total disposición para hablar de su obra.

Notable crítico en sus comienzos (uno de sus primeros trabajos en ese terreno es un detallado estudio sobre la utilización del espacio por Friedrich W. Murnau) caben también señalar algunas (aparentes) contradicciones en su obra. Así es que –siendo un gran admirador de Hitchcock (escribió con Chabrol un libro esencial sobre este director), si hay un realizador del cine clásico americano al que se puede señalar como referente en su obra este es Howard Hawks, algo perceptible en los encuadres y el tipo de planificación que elige. Narrador eminentemente clásico, su obra aparece, sin embargo provista de una notable modernidad como para mantener siempre presente la afirmación de J.L.Godard: “clásico=moderno”. Nunca le preocuparon las acusaciones proferidas por sectores de la crítica de izquierda de ser un realizador “burgués” y siempre se alejó de las pautas habituales de la corrección política (no tuvo problemas en La dama y el duque en narrar sucesos de la Revolución Francesa desde el punto de vista monárquico), con una enorme capacidad para relatar con ligereza hechos dramáticos y apto también para impregnar algunos planos de sus films de una profunda melancolía (recordar los finales de Noches de plenilunio y Cuento de otoño), en su obra confluyen sin problemas el moralista con una cosmovisión conservadora pero inmensamente lúcida con el cineasta totalmente alejado de cualquier posición anquilosada.

Pero hay un aspecto que cabe destacar de manera prioritaria en la obra de Eric Rohmer- hoy que se cuestiona con fuerza el concepto- y es su condición de autor cinematográfico, esencialmente visible en el los tres grandes bloques de su filmografía, los Cuentos morales, las Comedias y Proverbios y los Cuentos de las estaciones. En todas esas obras se aprecian, por un lado, una absoluta unidad estilística y por el otro, recurrencias temáticas que las convierten en una suerte de discurso único e ininterrumpido o, si se prefiere, en una única y prolongada película, con personajes que recorren la más variada gama del universo femenino y oscilan entre aquellos que producen la fascinación más absoluta y algún otro que puede estar al borde de lo insoportable. Lo cierto es que –si bien hay también en su filmografía protagonistas masculinos enormemente atractivos- son sus poderosos retratos femeninos los que convierten a Rohmer en uno de los grandes cineastas “de la mujer” de la historia. Y cabe también mencionar aquellas películas que en su obra funcionan como una suerte de interludios y que son, tal vez, las más sorprendentes de su filmografía por su absoluta originalidad y desprejuicio. Me estoy refiriendo a Percival, el galo, personalísima relectura, plagada de artificio, de los cuentos de caballería medievales, El árbol, el alcalde y la mediateca, un film absolutamente inclasificable, Triple agente, la única película de espionaje de la historia del cine rodada en un departamento y su último trabajo, la fascinante La historia de Astrea y Celadon, un film realizado a contrapelo de todo el cine hegemónico en el que se cuenta otra historia medieval, en este caso plagada de ninfas y pastores y en la que el director, ya casi nonagenario, muestra una sorprendente frescura y lozanía, dando la sensación que todavía tenía mucho para ofrecernos. Desgraciadamente no ha sido así, pero la obra de Eric Rohmer es seguro que sobrevivirá incólume al paso de los años como uno de los corpus cinematográficos más sólidos y personales que nos haya brindado el cine de los últimos cincuenta años.

VERSION CON LEVES MODIFICACIONES DE UNA NOTA APARECIDA EN LA REVISTA EL AMANTE EN FEBRERO DE 2010.

Jorge García / Copyleft 2014