ÉRASE UNA VEZ BRASIL: LA ALEGRÍA DE PRENDER FUEGO A TODO

ÉRASE UNA VEZ BRASIL: LA ALEGRÍA DE PRENDER FUEGO A TODO

por - Columnas
22 Dic, 2022 01:16 | Sin comentarios
Sobre Mato seco em chamas, de Adirley Queirós y Joana Pimenta.

Caminas entre muertos y con ellos conversas 

Sobre cosas del futuro y del espíritu (…)

Corazón orgulloso, tienes prisa por confesar tu derrota

Y atrasar para otro siglo la felicidad colectiva 

Aceptas la lluvia, la guerra, el desempleo y la injusta distribución

Porque no puedes, solo, dinamitar la isla de Manhattan. 

Carlos Drummond de Andrade, “Elegía 1938”

En el prólogo, un ritual nocturno se instala. Una coreografía de máquinas oxidadas, motocicletas ruidosas, mujeres rudas vestidas de negro, petróleo espeso que brota del suelo. La oscuridad de la noche se llena de todas las tonalidades entre el rojo, el naranja y el marrón: ladrillo, tierra, piel, hierro, fuego. La chispeante historia de las gasolineras de Sol Nascente, protagonizada por un grupo de mujeres que descubrió oleoductos y comenzó a perforar y refinar construyendo un pequeño imperio en una periferia polvorienta de la capital brasileña, es un ballet furioso dentro del esqueleto de una película de acción. Al principio, todo es ritmo, luz y excitación. Es como si a los cineastas Adirley Queirós y Joana Pimenta les hubieran dado una imagen a todas las ficciones sonoras radicales del gangsta rap brasileño de los 90.

Luego aparece el título de la película. Corte al día. Años más tarde, después de estar encarcelada durante mucho tiempo, Lea, una de las gasolineras, recuerda los tiempos del 2019, cuando hizo historia con su hermana Chitara y su amiga Andreia produciendo gasolina y vendiéndola a los motociclistas en las afueras de Brasilia mientras resistía a las fuerzas policiales fascistas. Pero Sol Nascente es ahora un territorio federal altamente vigilado, hay policías por todas partes y están construyendo una enorme prisión en medio de la nada. Una rutina civil repetitiva toma la escena. Chitara trabaja como albañil, Andreia va a la iglesia local, Lea intenta encontrar a su hermano. Mato seco em chamas cuenta la historia de una legendaria empresa clandestina, pero también las secuelas, que se asemejan mucho a la vida cotidiana del Brasil de hoy.

La película va y viene. Planos espectaculares de la refinería se entremezclan con conversaciones diarias sobre la familia y la herencia paterna. Furiosas secuencias de acción dan paso a tranquilas observaciones de la vida cotidiana en el barrio. Los enfrentamientos nocturnos con la policía se intercalan con asados alegres durante el día. Los tiempos se mezclan constantemente. En un momento estamos en un colectivo con Lea, lleno de alegres chicas maquilladas bailando funk y besándose, y de repente un jump cut nos lleva al mismo colectivo, ahora un viaje triste a la prisión, donde todas están vestidas de un blanco aburrido. La alegría extrema está siempre al borde de una densa melancolía. Y si es difícil discernir el pasado y el presente, la vida real y la ficción –y la película se nutre de esta poderosa dialéctica–, es porque en este país el futuro ha desenterrado y reanimado el pasado y la distopía se ha convertido en realpolitik.

Queirós y Pimenta establecen un mundo fantástico al estilo Mad Max y lo filman a modo de documental etnográfico mientras capturan con todos los detalles esta ciencia ficción de mal gusto conocida como Brasil. No hay necesidad de exagerar nada para construir un futuro posapocalíptico acá. Como Dildu en A cidade é uma só? (Adirley Queirós, 2011), Andreia se convierte en candidata al poder legislativo local gracias a su postulación por un partido político inventado –el Partido del Pueblo Carcelario– y durante su campaña en las calles se enfrenta al desfile de un político real que más parece una caricatura de un Johnny Bravo milico. A su vez, para componer un mundo distópico basta con prender la cámara y capturar un largo plano documental adentro de una protesta de simpatizantes de Bolsonaro, que son como personajes secundarios de una película de serie B.

El cine de Queirós siempre ha evitado esa simpatía no disimulada por la miseria que envenena el corazón de tantos documentales o de los llamados híbridos en el cine contemporáneo. En esas empresas extractivas, parece que el sufrimiento en la vida real no es suficiente: los actores son invitados a sufrir nuevamente en la película mientras los directores construyen un discurso progresista en torno a ellos y a expensas de sus cuerpos. En el universo cinematográfico establecido en la filmografía de Queirós, el compromiso ético es todo lo contrario: lo que la película quiere retratar –junto a los actores– son esas ficciones radicales que resultan ser prácticamente la única manera de sobrevivir en este país. Es por eso que los personajes escuchan tanta música, de todo tipo, desde baladas románticas hasta rap, desde melodías bailables hasta música góspel, y cantan todo el tiempo. La música popular no es más que un enclave utópico visitado a diario por los habitantes de esta película: la encarnación máxima de esa pulsión por saltar hacia afuera del infierno cotidiano.

Esa es la misma razón por la que la escena en la iglesia evangélica con Andreia dura tanto. Adirley Queirós y Joana Pimenta han entendido mejor que nadie el poder utópico de los credos neopentecostales en Brasil. Puede que nuestra izquierda no lo admita, pero todos esos cantos catárticos sobre “romper las cadenas” son también un vehículo para canalizar la rabia diaria de vivir en las periferias de este país. El crescendo musical de esa escena es tan importante como los espectaculares enfrentamientos entre las gasolineras y la policía.

Lo más importante de Mato seco em chamas no es su discurso político, su furia anti-Bolsonaro, su diagnóstico certero del Brasil contemporáneo. Ante todo, lo que quiere este cine es “encontrar petróleo y conducir ovnis”, como dice en un momento Lea. En primer lugar, lo que esta película desea es trasladar al cine ese viejo poema de Mayakovsky convertido en canción por Caetano Veloso: “Brillar siempre / brillar por todas partes / hasta el día del Juicio Final / brillar. / ¡Y nada de trucos! / He ahí mi consigna / ¡y la del sol!”. Brillar hasta que las cosas mismas se incendien, como en esa toma inolvidable donde una cartelera con el rostro de nuestras heroínas es incendiada y rápidamente consumida por las llamas producidas por sus partidarios.

Una escena recurrente en el cine de Queirós: un actor, digamos, Dilmar Durães al final de Branco sai, preto fica (2014), aislado dentro de una especie de búnker, de repente comienza a gritarle a un enemigo imaginario. Si nunca vemos al antagonista –como en esa poderosa escena con Lea y Chitara entre los barriles, donde el sonido fuera de campo es suficiente para instalar una atmósfera hostil– es porque acá lo más importante es materializar esa angustia, ese impulso vivo de destruir todo alrededor. Al fin y al cabo, estas películas son siempre cuentos melancólicos, pero de otro tipo: su tristeza no es fría, sino luminosa; su sequedad es incendiaria.

Como en las películas anteriores de Queirós realizadas en Ceilândia, todos los personajes fuman, todo el tiempo. ¿Por qué? Porque no pueden prender fuego a todo el país. Como no pueden quemar todo a su alrededor, llevan el fuego hacia adentro, calentando sus pulmones para fabricar un calor imposible.

*La versión original (en inglés) de este texto fue publicada en agosto en la revista en papel Outskirts Film Magazinehttps://outskirtsmag.com.

Victor Guimarães  / Copyleft 2022