EL RASTRO

EL RASTRO

por - Críticas
02 Mar, 2009 11:37 | comentarios

**** Obra maestra  ***hay que verla  ** Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Alan Koza

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE

 

El rastro / The Tracker, Australia,2002

Escrita y dirigida por Rolf De Heer

*** Hay que verla

Un western inteligente, sorpresivamente descalificado por algunos colegas, en el que el gran actor Gulpilil tiene el papel de su vida; un precedente de la extraordinaria Diez canoas.

Un espectro recorre Hollywood: el fantasma del neocolonialismo. A principios de enero, antes de la apropiación anglosajona de la miseria india con Slumdog Millionaire, ya habíamos tenido una buena dosis de buena conciencia del «Balanda», como llaman los aborígenes australianos al hombre blanco, con la última película de Baz Luhrmann: Australia. En efecto, la operación kitsch sobre la historia de Australia en manos de Luhrmann no solamente mistificaba al aborigen como buen salvaje y como ícono de un misticismo ridículo, sino que suavizaba el racismo y finalizaba con un niño mestizo adorable diciéndole a Nicole Kidman: «Le cantaré, jefa».

El rastro, la gran película del holandés Rolf De Heer, quien ha vivido casi toda su vida en Australia, es una purga magnífica respecto del candor hollywoodense y un estudio preciso sobre la conducta racista. Es 1922, en algún lugar de Australia. Un aborigen fugitivo está acusado de matar a una mujer blanca. Un policía fanático, un joven subordinado, y un viejo ayudante, guiados por un aborigen, un rastreador de huellas, van a la «caza» del convicto. Lineal como el recorrido de una flecha en el espacio, la narración de El rastro tiene una dirección previsible: atrapar al «asesino». Pero su sorpresa no está en el destino sino en el camino.

Algo así como un western heterodoxo y una «road movie» moral, El rastro es un viaje tanto perceptivo como civilizatorio. De Heer intensifica la noción de espacio en un juego constante entre formidables panorámicas del desierto y el uso del zoom. Son hombres en pugna caminando a través de un inmenso territorio en el que dos concepciones de civilización están en tensión. Las piedras son objetos inertes para el hombre blanco; para el rastreador, las piedras constituyen un radar viviente. A menudo, De Heer toma la perspectiva del rastreador. Así, los planos subjetivos son una inmersión en su conciencia: su mundo no es el nuestro. Un veredicto que alcanzará en el clímax del filme un significado jurídico. La ley aborigen no es la ley blanca, pero es tan legítima como esta última.

Una de las proezas de esta película es el tratamiento de la violencia. En el derrotero, cada tanto, los hombres de ley se cruzan con aborígenes. La repulsión del líder fanático suele devenir en un placer obsceno por la matanza indiscriminada. Asesinar como catarsis, como experiencia orgiástica en la que se expresa el odio. Pero cada vez que esto ocurre, De Heer utiliza pinturas del artista Peter Coad para representar la acción (aunque sí se escucha lo que está ocurriendo). Es un procedimiento estético por el cual la violencia queda en un justo fuera de campo, decisión formal que comporta una dimensión ética. A esta notable decisión de puesta en escena se suman algunos temas musicales interpretados por el músico aborigen Archie Roach, que no explican las imágenes ni manipulan sentimientos, pero dinamizan la narración y le añaden un estrato poético.

Pero hay un motivo imperativo para ver esta película: David Gulpilil, el gran actor (y bailarín) aborigen del cine australiano, el mismo que en su adolescencia despuntara en Walkabout; su cuerpo, su andar, sus expresiones faciales, la entonación de sus parlamentos son signos de una valiosa civilización menospreciada por los bárbaros, esos bípedos implumes de tez blanca que pretenden ser hijos de los dioses y heraldos de la perfección humana.

Copyleft 2009 / Roger Alan Koza

Esta crítica fue publicada por el diario La Voz del Interior en el mes de febrero de 2009