EL PARAíSO PERDIDO

EL PARAíSO PERDIDO

por - Ensayos, Festivales
01 Abr, 2008 11:36 | 1 comentario

Por Nicolás Prividera.

Otro texto de Prividera, que ya tiene sus fieles seguidores en el blog, y que en esta ocasión sirve también para orientarse en el próximo BAFICI, que exhibirá una retrospectiva de Powell. En esta oportunidad, no tengo nada que objetar o diferenciarme del texto de Prividera, pues sus observaciones son precisas y contundentes. Sí, quiero hacer una observación: existe un gran director inglés, y su nombre es Terence Davies. Gracias Nico por esta nueva contribución; es un placer leerte y publicarte. (Roger Koza)

Como dice el maestro en sus Historia(s) del cine, el cine inglés no nos ha dado demasiado. A saber: dos grandes expatriados (Chaplin y Hitchcock), un documentalista que poetizaba (Robert Flaherty), Dickens y Lawrence según David Lean, El sentido de la vida según los Monty Phyton, la candidez de Melody, las películas lisérgicas de los Beatles, algunos destellos de «free cinema», el primer Ken Loach… Y la obra completa de uno de los directores más intensos y subvalorados de la historia: Michael Powell.

Pues Powell pasó a la historia como «un hábil artesano» (categoría que suelen usar los críticos cuando su pereza no encuentra rasgos estilísticos comunes), ya que quien ve sus películas sin reparar en los créditos (como yo mismo las vi, en «Sabados de Super-Accion», en los ajenos días de la niñez, cuando tenemos más interés en los cuentos que en las firmas) puede pensar que hay tras ellas otros tantos autores. Contrariamente a muchos contemporáneos, Powell nunca unió su nombre a un género o un estilo, lo que casaba poco con la política de Cahiers du cinem. En su filmografía encontramos desde films bélicos (La batalla del Rio de La Plata) hasta musicales (Las zapatillas rojas) o «de aventuras» (El ladrón de Bagdad). Pero suele ser rescatado del olvido (y esta no será la excepción) por alguna obra maestra «menor» (en el sentido deleuziano del término) como Peeping Tom, que trasciende su origen de clase B para convertirse en una metáfora extrema sobre el cine como arte vampírico. Aunque yo prefiero recordarlo por esa otra meditación sobre los límites de la contemplación (que son también los límites del género, y tal vez los del cine mismo), llamada Narciso negro.

(Antes de seguir, permítanme abrir un paréntesis y decir que si tuviera que llevar una película a una isla desierta, conminado por la inminencia del naufragio o la usual requisitoria periodística, y aunque mi conciencia me culpara por no rescatar algún Welles o Godard, seguramente Narciso negro estaría largamente entre mis favoritas, tal vez porque no volví a verla en muchos años y tiene para mí el sabor incomparable de una revelación temprana, o simplemente porque el rostro etéreo y eterno de Deborah Kerr me deslumbró mucho antes que el de Rita Hayworth o el de Anna Karina.)

En pleno desencanto de posguerra, Powell filma esta película increíblemente sensual protagonizada por unas monjas que instalan un monasterio en Nepal… Pero su mirada no sucumbe ante el exotismo (aunque si ante el erotismo): Narciso Negro hace de la belleza un atributo metafísico (y la experimentación con el recién nacido technicolor le da al film un aire de ensueño romántico, que los decorados refuerzan con su fantasía realista). Porque de lo que se trata es, precisamente, de la lucha entre lo terrenal y lo ideal, sin que por eso Narciso negro llegue a ser (ni reniegue del) melodrama: se trata más de la pasión por el mundo que del mundo de la pasión. Como si Powell hubiera querido ilustrar la agustiniana lucha entre la ciudad terrestre y la ciudad de Dios, a través del retrato de esas mujeres al borde. Y el clímax final (con la monja que cae en el deseo y se precipita, literalmente, hacia la muerte) marca no tanto un final como una cesura, un límite: el mal y el bien son parte de la misma noche oscura del alma, del mismo mundo ensimismado. (Pepping Tom será -veinte años después- su contracara, pues allí el protagonista lleva su deseo hasta el final: el cineasta-vampiro solo puede completar su obra filmando su propia muerte).

Cada film puede ser, entonces, un testamento renovado. Esa mirada absoluta sobre lo evanescente es lo que nos lega en cada film un realizador que supo atravesar los géneros y tensarlos como sólo puede hacerlo un autor que domina su arte: porque en Narciso Negro no solo late el «melo», sino también el drama romántico, el relato de aventuras, la novela de formación, el viaje existencial… en una mezcla que nunca es orgánica pero tampoco caótica, y que le da a la película su aura maldita, su conciencia feroz de estar, como sus personajes, fuera de lugar. Y es que el romanticismo tardío del film de Powell no se asemeja a nada: funda y resigna su propio mundo.

Para entenderla, debemos compararla con su clara contracara: la versión hollywoodense de la espiritualidad, filmada por Frank Capra unos años antes: Horizontes perdidos. Allí se mostraba a unos occidentales que descubrían en el Tíbet la previsible versión exótica del paraíso: Shangri-La. Tierra utópica donde el más allá se transforma en un simple más: el máximo don     -además de la paz de las almas- es vivir eternamente. La banalidad del paraíso (o América como un paraíso banal) es el tema de toda la obra de Capra (basta recordar la exaltación de lo pueblerino en Que bello es vivir): las tensiones sociales y morales generadas por Occidente (en su versión definitiva: los Estados Unidos) son echadas bajo las alfombras de Hollywood (el cine también es una comunidad virtual reunida en paz bajo el mismo sueño de opio).

Esta mirada moralizadora (el imperio del bien común contra el anarquismo del deseo) puede parecer la que intenta imponer en la película de Powell el personaje de Deborah Kerr, pero en ella el imperio de la ética nunca condesciende al fanatismo (y su misión no es derrotada por el mal, sino por la banalidad del bien).

 

Lo que en Capra es blanco, aquí es negro: nada hay más desmoralizador que esa voluntad de poder, de crear una fortaleza para la virtud de unos pocos ignorando al resto del mundo. Y si en ambas películas las mujeres que intentan huir encuentran la muerte, esta es muy diferente: si una muere por debilidad (metaforizada en su vejez instantánea) al querer huir de Shangri-La, en Narciso negro la muerte es una consecuencia natural de la represión del deseo: mientras que en la primera una mujer (y esto es importante: una mujer) encuentra la muerte por oponerse a un sistema perfecto, en la otra lo hace por no soportarlo. Y es finalmente esa lección amoral la que hace sobrevivir al paso del tiempo la inquietante película de Powell y precipitar en el abismo de lo obsoleto el previsible panfleto de Capra. Porque también en el cine, los únicos paraísos son los paraísos perdidos.

Fotos: Todos los fotogramas pertenecen a Narciso negro, excepto la del retrato de Powell y los dos pósters de los films Horizontes perdidos y Narciso negro, respectivamente, que abren la nota.

COPYLEFT 2000-2008 / Nicolás Prividera