EL BAFICI DESPUÉS DEL BAFICI 2016 (16): LARGA ES LA NOCHE

EL BAFICI DESPUÉS DEL BAFICI 2016 (16): LARGA ES LA NOCHE

por - Festivales
04 May, 2016 11:54 | comentarios
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La larga noche de Francisco Sanctis

Por Nicolás Prividera

La abusada metáfora de la “mayoría de edad” del Bafici al cumplir sus 18 años no deja de entrañar una extraña paradoja dado que, como algunos críticos han señalado, el coming of age parece haberse instalado como una de sus persistentes líneas espirituales. Pues esa adolescencia no es nueva ni parece tener fín, y no solo en las renovables óperas primas: sea en el impresionismo difuso de muchas ficciones o en el insistente giro subjetivo del documental, pareciera que el lugar del cine fuera ser un arte adolescente y nostálgico a la vez (no es casual entonces que el santo patrono de este año haya sido Peter Bodganovich, acaso el más retro de todos los cineastas surgidos en los futuristas ’60s). Desde ya, no se trata solo de un problema local sino parte de un estado mundial del cine, pero un festival puede señalarlo críticamente o habitarlo cómodamente. En ese sentido, que las películas más notables de la programación sigan siendo obras como I pugni in tasca o The Brick and the Mirror, ya cincuentenarias, habla del agotamiento de un modelo más que de una bienvenida mayoría de edad. Lo que es doblemente penoso en el caso del cine argentino, habitual corazón del festival.

El pasado es una reliquia vital con la que los jóvenes no saben muy bien qué hacer (como demuestra El teorema de Santiago), o un presente ensimismado nostálgicamente en su propia insustancialidad (como en La noche, tan lejos de Antonioni como de Fassbinder). Entre esa honestidad brutal que no alcanza la conciencia política y muere de corrección tras su módico escándalo, o la revisión-remake de lo ya vampirizado (como en Viviré con tu recuerdo), que aun así parecen señalar sus puntos más altos (al menos en cuanto a ser ambas parte de la competencia oficial, sin escrúpulo en cuanto a que esta última esté firmada por un ex director del mismo festival), el cine independiente argentino parece no poder salir de su nueva encrucijada: o convertirse en parte del sistema de géneros industrial o, como ilustran muchas películas del Bafici, reproducir las formas sumisas de lo “alternativo” (es decir, el mainstream de los festivales de cine).

Es por eso, entre otras cosas sobre las que ahora ahondaremos, que no casualmente ha brillado una película que tal vez en otro momento hubiera pasado casi desapercibida, incluso para sus detractores: “El Bafici acaba de celebrar un retroceso cinematográfico de 30 años”, tuiteó Gustavo Noriega al enterarse de los premios. Días antes ya había alertado: “Veo La larga noche de Francisco Sanctis y me pregunto por qué gente joven querría filmar algo así”. Demasiados prejuicios en una sola frase, pero ese laconismo habla por sí mismo. También el de la película misma, para la que el cine no es reliquia sino tradición, no es mera errancia sino búsqueda, no es mera vaguedad sino (auto)conciencia.

“La historia es elemental y el mensaje un poco pueril pero la narración es sobria y sin golpes bajos, más preocupada por el clima que por las peripecias” dice Quintín, a quien solo parece molestarle lo elemental cuando no se trata de hacheros, o la puerilidad cuando no viene acompañada de ligereza. No es casual que la nota sea más bien la excusa, literalmente hablando, para refrendar bajo la forma de una arrogante disculpa el insulto dedicado a sus directores en plena función. Lo que les molesta a los fundadores de El Amante no es, como sugiere Quintín, “que se utilice el festival, un espacio de cordialidad y un lugar de tregua para las batallas políticas, para estos actos de malintencionada alevosía que toman a los espectadores como rehenes”: basta recordar el acto partidario en que se convirtió la presentación de El diálogo, incomparable al gesto cívico de algunos cineastas al usar el espacio público ganado en el festival para manifestar su repudio a los dichos del ministro de cultura de la ciudad. Lo que disgusta es precisamente que “el campo cultural está desgraciadamente politizado en exceso”, como dijo el mismo Lopérfido en una entrevista dada a La Nación durante el desarrollo del Bafici. Ese “muy politizado” recuerda la versión original de la frase, vertida por Mirtha Legrand (una de las “divas” del viejo cine argentino extrañamente homenajeada por el Bafici) en uno de sus almuerzos televisivos: “muy de izquierda, y eso pasó de moda”, agregaba hace ya quince años Mirtha frente a una Cecilia Rossetto que replicaba solitariamente “yo tengo un marido desaparecido, y no está pasado de moda…”.

La larga noche de Francisco Sanctis

Francisco Márquez y Andrea Testa eran por entonces esos adolescentes que suelen poblar las pantallas del Bafici, pero a diferencia de estos son “muy de izquierda”. Simplemente fueron a otra escuela que la usual en estos casos (la Enerc, que Quintín asimilaba a “las de los países del Este europeo” en comparación con la moderna Fuc), y tienen otra mirada sobre el cine y la política. Desde ya, sería absurdo asimilar esto a ser hijos de la educación pública, del mismo modo en que lo es adjudicar el dominio de la modernidad a los alumnos de los Antín. Márquez y Testa comprenden que se puede ser contemporáneo del mundo (para decirlo en las bellas palabras de Gianuzzi) sin dejar de ser modernos: de ahí que hayan hecho un film abiertamente político sin renunciar a las demandas de la forma, entendiendo que una cosa no es posible sin la otra. Lo que no significa que esa articulación sea en este caso completamente virtuosa, como en cualquier proceso búsqueda, compartida aquí por directores y personaje. De hecho se podría decir que en La larga noche de Francisco Sanctis conviven en tensión dos películas, de tradiciones y tiempos divergentes.

A veces esas películas se suceden (como el comienzo costumbrista que se va enrareciendo a medida que el protagonista afronta su larga noche) y a veces se solapan hasta chirriar (como los disímiles encuentros nocturnos que coexisten con los notables planos de su deambular). Si los seguimientos cercanos a las derivas de un personaje conectan con la estética dominante (de los ya muy imitados Dardenne a la reciente Son of Saul), algunos diálogos parecen evocar el cine de los 80 al que refería maliciosamente Noriega. Ciertamente, la novela de Constantini podría haberse filmado cuando fue publicada, en 1984, pero no es menos cierto que sería muy distinta: la sobriedad de la puesta en escena se mantiene hasta el final, que de hecho es la gran variación en relación a su original. Si en el libro Sanctis descubre que todo ha sido una trampa, aquí se mantiene la ambigüedad para centrarse en su propia voluntad de intervención. Se podrá decir que se trata de una apuesta incómoda para el público pero cómoda para los directores, que eluden esa otra “resolución” problemática. Pero finalmente lo que demuestra ese imposible final abierto son las limitaciones del “drama de conciencia”, que siempre descansa en el valor de su protagonista: así, no importa si se trata de una víctima (como en Son of Saul) o un victimario (como en Kóblic, también ambientada en 1977), sino en una suerte de proceso de redención donde no hay lugar para los débiles.

Desde ya, no se trata de jugar al desenlace catártico de El secreto de sus ojos o de Relatos salvajes, donde al igual que en Kóblic Darín compone una suerte de vengador anónimo argento de diversas intensidades, aunque igualmente aplaudido por el público. Aquí los nombres susurrados (que nos obligamos a recordar con la misma intensidad que el protagonista) pesan más que los cuerpos cayendo en cámara lenta en Kóblic (abyección de la que nada han dicho ni siquiera quienes criticaron su uso displicente como mera excusa para el ejercicio de los géneros), y es uno de los grandes logros de Márquez y Testa (y de la gran labor de Diego Velázquez). Pero Francisco Sanctis no deja de ser un personaje que tiene algo de hombre común que debe lidiar entre el militante y el colaboracionista, como Norma Aleandro estaba entre el profesor y su marido en La historia oficial. Aquí los extremos los conforman las figuras de Perugia y Lucho, los amigos que son el espejo enfrentado de Sanctis: el hombre que se cree seguro y prescindente fuera de la política y el que es perseguido por su compromiso. Este último es, claro, el que inclina finalmente la balanza, en lo que es el verdadero clímax de la película: el encuentro entre ambos en un cine, rodeados por las tétricas risas provocadas por una película de Porcel. Y es ahí donde La larga noche de Franscisco Sanctis encuentra una cotidiana representación de lo siniestro que tal vez no habíamos visto antes plasmada en el cine de ficción argentino con ese nivel de autoconciencia.

Y es que la escena esconde otro hallazgo, tal vez inconsciente y por eso más significativo: el personaje de Lucho es encarnado por Rafael Federman, protagonista de Dos disparos (la película de Martín Rejtman presentada en el anterior Bafici), lo que genera una suerte de puesta en abismo temporal, como si este personaje fuera el padre (o abuelo) no reconocido de aquel, y las lágrimas de impotencia de uno la causa de la asumida anomia del otro. A 20 años de Rapado, no podemos dejar de ver en ese gesto liminal una relectura de la tradición, como si Márquez y Testa señalaran claramente que no se trata de replicar el viejo cine argentino pero tampoco el “nuevo”: lo que hace falta es un nuevo (re)comienzo, que no puede sino ser consciente de esos límites. Del mismo modo en que La larga noche de Francisco Sanctis (el personaje, y acaso la película) entienden que no hay salida individual a esa larga noche.

“No expresar lo que pensamos, después de una película que habla de compromisos y silencios, sería un gran acto de hipocresía de nuestra parte”, escribieron los directores en su respuesta a Quintín, refrendando lo que habían expresado en cada función al expresarse contra Lopérfido. Ese acto especular no fue solitario, sino que repetido por otros directores en otras salas y funciones. Ahí está, salvando las distancias, la respuesta a dónde podemos encontrar a Francisco Sanctis hoy. Y tal vez algo de todo esto sea lo que pueda expresar la próxima película de Márquez y Testa, o la de quien entienda que puede acompañarlos en ese camino, para sacar al cine argentino de su doble trampa: la nostalgia por un pasado irredento y la contínua negación de las marcas del presente.

Nicolás Prividera / Copyleft 2016