EL BAFICI DESPUÉS DEL BAFICI 2013 (04): THE ACT OF KILLING Y STEMPLE PASS

EL BAFICI DESPUÉS DEL BAFICI 2013 (04): THE ACT OF KILLING Y STEMPLE PASS

por - Críticas, Festivales
29 Abr, 2013 01:38 | comentarios

EL ACTO DE MIRAR

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The Act of Killing

Por Nicolás Prividera

Stemple Pass, James Benning, EE.UU., 2013

The Act of Killing, Joshua Oppenheimer, Dinamarca-Reino Unido, 2012

En El acto de ver con los propios ojos (que mostraba una autopsia de modo literal y casi abstracto a la vez), Stan Brakhage jugaba a experimentar con lo documental, o a convertir el documental en una experiencia: algo que todo el cine moderno intentó hacer a su modo. Contra un cine de la comodidad (la ficción “reparadora” del cine clásico), proponer un cine de la incomodidad. Con una conciencia de sus medios transformada a la vez en conciencia política, inevitablemente trágica (como si la vanguardia no pudiera más que recrear su propio fracaso). Esa conciencia desdichada (ante la imposibilidad de síntesis o superación) se reconoce en la larga sombra que la obra de Brecht dejó en el cine (de Godard a Costa, de Rocha a Martel): si algo define al mejor cine contemporáneo (contra el que se pierde en los meros artificios de vanguardia o género) es poner en escena el “malestar de la cultura”. Y esto es lo que hacen literalmente dos cineastas norteamericanos (Joshua Oppenheimer en The Act of Killing y James Benning en Stemple Pass), al aproximarnos de modo opuesto a la misma pesadilla de la Historia. Porque comparando su retrato de Indonesia y Estados Unidos -países aparentemente tan lejanos como opuestos políticamente- no podemos dejar de ver que en el fondo están unidos por una común “alienación” (que uno impugna como contenido y otro como forma): Hollywood. Por eso ambos films tienen tácticas diferentes (minimalismo y exceso) pero la misma estrategia (brechtiana): interrogar a las imágenes -y su conciencia- hasta hacerlas retorcerse ante nuestros propios ojos. Veamos:

1. APOCALIPSIS YA

Al inicio de The Act of Killing un texto nos cuenta en un par de párrafos que en Indonesia hay desde 1965 una dictadura que se vanagloria de un genocidio de 2,5 millones de “comunistas”. Pero ese saber no nos prepara para ver las dos horas y media que siguen, donde algunos de los asumidos asesinos pretenden filmar una película de estética hollywoodense (como las que el régimen usó como propaganda) para contarle sus hazañas a las nuevas generaciones… Lo notable no es que estos sicarios estén orgullosos por contar su historia (con una aplastante “banalidad del mal”), sino que Joshua Oppenheimer comprendió -seguramente teniendo como antecedente la extraordinaria S-21: The Khmer Rouge Killing Machine de Rithy Panh– que la puesta en escena es un mecanismo consustancial al genocidio y su memoria. Pero Oppenheimer va un paso más allá que Pahn al enjuiciar al propio cine (acusación que de algún modo se vuelve contra sí mismo…): baste imaginar a los nazis espectacularizando el exterminio usando como referencia el cine de Hollywood (desde el cine de gángsters hasta el musical, todo en versión clase B), y se tendrá una idea aproximada de los momentos más bizarros de The Act of Killing.

Pero todo este delirio se torna poco frente a la realidad, cuando vemos en un talk-show a una entrevistadora ávida por saber más sobre los métodos “humanitarios” de exterminio que utilizaban… A partir de allí se va develando la compleja red que posibilita el terrorismo de estado, incluyendo su espectacularización fascista. Oppenheimer no sólo busca mostrar las determinaciones psico-sociales que llevan a un sujeto a matar a miles de personas (con sus manos, no con la impersonal “asepsia” nazi), sino demostrar como esa subjetividad pervertida se sostiene a través de un sistema perverso. En la colaboración (resignada o entusiasta) con que la gente se suma a las reconstrucciones de las masacres más atroces, en la masiva adhesión con que cuentan las organizaciones paramilitares, y ante todo en la relación del Estado con esas y otras mafias (todo lo que se expresa en entender la palabra “gángster” como “hombre libre”, título original del film), queda claro a lo que puede llegar un sistema en que la “libre empresa” se ejerce sin ninguna contención democrática: se trata de una suerte de “capitalismo real”, capaz de producir un genocidio igual al del estalinismo. Uno de los gángsters dice: “nosotros ganamos, como Bush en Guantánamo, que me lleven al tribunal de La Haya si pueden…”.

Pero los criminales no sólo se interpretan a sí mismos (y esta es otra de las arriesgadas agudezas del film): también interpretan a sus víctimas… Y lo que provoca la representación en cada uno de ellos es desigual: si bien para la mayoría parece no ser más que parte de la farsa, para Anwar Congo (que no en vano se va convirtiendo en protagonista del film) se va convirtiendo en una pesadilla: si al comienzo se mostraba orgulloso de sus crímenes (explicando cómo asesinar limpiamente con un cable), cada vez más empieza a necesitar expresar una autojustificación que suena a disculpa (del mismo modo en que le enseña a su nieto a pedirle perdón a un animalito al que maltrató…), y hacia el final empieza a dudar abiertamente, atravesado por un malestar que no puede ocultar. Mirando una escena en la que él mismo interpreta a una de sus víctimas, se pregunta si aquel hombre sintió el mismo miedo y desesperación que él: “Josh” (como llama a Oppenheimer) le contesta que seguramente sintió más que eso, porque esa persona no estaba representando y sabía que iba a morir. “¿Acaso he pecado y todo vuelve ahora a mí?” se pregunta Congo al borde de las lágrimas, pero se trata de un momento de autoconciencia fugaz (o pura autocompasión…). Sin embargo al final queda claro que, aún cuando no sientan remordimientos, los asesinos reconocen perfectamente la enormidad de sus actos, y que el film dentro del film es para ellos afirmación de lo que debía hacerse o en el mejor de los casos algo así como una inconsciente disculpa. Pero de ningún modo se trata de una catarsis reparadora.

En ese sentido, una de las escenas más tremendas es la del hijo de una de aquellas víctimas, que pide que se incluya esa escena y termina actuando su propio asesinato: en esa asumida revictimización (que roza con su abyección el propio film) se esconde la naturalizada psicopatía de toda una sociedad, a la vez que el espectador mismo es confrontado con su propio límite moral: ¿hasta dónde no nos mancha el sólo acto de contemplar lo siniestro? En esos momentos The Act of Killing parece enjuiciarse (consciente o inconscientemente) tanto como al cine mismo. En otra escena vemos como, después de recrear el incendio de una aldea comunista, una niña no para de llorar: además de extra resulta ser la hija de uno de los asesinos, quien le pregunta con extrañeza: «¿Por qué llorás? Si es sólo una película”… La misma frase fue famosamente dicha por Hitchcock a una de sus actrices, pero en el cine ya no se puede sostener inocencia alguna luego de asistir a The Act of Killing (que sin duda nos recuerda el dictum de Fanon: “todo espectador es un cobarde o un traidor”).

Tal vez un modo de pensar el documental de Oppenheimer sea relacionarlo con Shoah: aparentemente en las antípodas en cuanto a tono, sin embargo los emparenta el “acting-out” y la revelación que produce el relato de los genocidas. Pero si Lanzmann dejaba reír a los cómplices para hacernos sentir la liviandad de la culpa, Oppenheimer deja que su público ría nerviosamente: lo que en Shoah era (asumida) tragedia vuelve en The Act of Killing como (¿involuntaria?) comedia. Y encuentra allí su propio límite. En Stemple pass Benning se asoma a esos abismos, pero literalmente desde un plano más distante, asumiendo de algún modo que todo acercamiento está condenado al fracaso…

2. LA CABAÑA EN EL BOSQUE

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Stemple Pass

Las últimas películas de James Benning se basan en la (in)esperada relación entre dos notorios ermitaños americanos: por un lado, Henry David Thoreau, escritor de tendencia trascendentalista y puritana, que en 1845 dejó todo para vivir en un bosque cerca de Walden Pond, lugar que daría nombre a su libro más famoso (Walden). Pero el origen de ese autoconfinamiento no era sólo liberarse de las vicisitudes de la naciente sociedad industrial, sino del propio estado: Thoreau se negó a pagar impuestos, por lo que fue encarcelado, y de ese hecho nace su otra obra famosa (Sobre la desobediencia civil). Ambos libros fueron capitales para el otro personaje de esta historia, Ted Kaczynski, un matemático que, siguiendo su huella, en 1971 renunció a la vida académica para mudarse a una cabaña que él mismo construyó en los bosques de Montana. Pero lo que lo hizo famoso no fueron las escasas cualidades literarias de su manifiesto sobre “la sociedad industrial y su futuro”, sino el hecho de haber mandado dieciséis cartas-bomba entre 1978 y 1995, año en que fue apresado y condenado por tres homicidios…

Benning (también un ermitaño a su manera) reconstruyó las cabañas de Thoreau y el “unabomber” para una trilogía que concluye con Stemple pass. En esta se leen en off extractos de los diarios de Kaczynski, donde sus diatribas antitecnológicas dan paso a reflexiones sobre la cacería de animales y finalmente a planes de asesinato. Mientras el texto pasa de la clemencia por un zorro a la elaboración de bombas, contemplamos el encuadre fijo de una cabaña perdida en el bosque: Stemple Pass está hecha de cuatro planos de treinta minutos, todos con (casi) el mismo punto de vista, y cada plano corresponde (no cronológicamente) a una estación, como si Benning interrogara menos el paso del tiempo que la imposibilidad de penetrar en la imagen misma, en la quietud de esa cabaña digna de una película de terror, en la mente humana cuando se pierde en su laberinto.

Así, el cine lógico, metódico y radical de Benning (como si la película fuera su propia carta-bomba) se enfrenta a sus propios límites, ya que parece una impugnación contra el cine observacional que él mismo ha cultivado obsesivamente a lo largo de los años: la notoria dialéctica entre lo que vemos (un plano general desde un punto de vista omnisciente, cuya bucólica belleza esconde un horror impenetrable) y lo que escuchamos (sin saber si la voz proviene de la cabaña, la cárcel, la mente, o todas esas prisiones a la vez) demuestran que no hay síntesis posible entre palabra e imagen, entre hombre y naturaleza, entre civilización y barbarie. Y sobre todo que, como diría Todorov, no sólo hay que temer al Mal radical sino a la “tentación del Bien”. Stemple Pass se convierte así no sólo en una crítica de los mitos norteamericanos por antonomasia (el pionero self-made-man en relación filosófica con la naturaleza) sino de toda voluntad de saber (incluso aquella que dice enfrentarse a la voluntad de poder).

Ya sean los alegres y gregarios asesinos de The Act of Killing o los solitarios “marginales” de Stemple Pass, el cine muestra cómo se construye una subjetividad arrasada (sea que se entregue o crea huir de las determinaciones sociales). Y se pregunta reflexivamente por el propio rol del cine, por la propia mirada, por nuestra propia expectación. Pero mientras Oppenheimer no puede evitar salir herido, por acercarse –y acercarnos- demasiado al horror (como el Marlow de Conrad en The Heart of Darkness), Benning pretende mantener distancia (aunque ya sin la pretendida neutralidad del cine observacional), y se abstiene de dar respuestas tranquilizadoras. Se podría decir que ambos films son, cada uno a su modo, igualmente descorazonadores: verlos juntos es comprender que no hay punto intermedio, y que el cine –si no se resigna, como en la mayoría de los casos, a ser una falsa conciencia– sólo puede asumirse como una conciencia desdichada.

Nicolás Prividera / Copyleft 2013