EL ACTO EN CUESTIÓN

EL ACTO EN CUESTIÓN

por - Críticas
04 May, 2015 04:47 | Sin comentarios

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Koza

EL IDIOMA DE LOS PORTEÑOS

PROYECCIONES-EL-ACTO-EN-CUESTION-3

El acto cuestión, Argentina-Holanda, 1993

Escrita y dirigida por Alejandro Agresti

*** Hay que verla

Una película singular, desaforada, tan anacrónica como vital, una legítima rareza que llega tardiamente.

Sería un crimen que El acto en cuestión, de Alejandro Agresti, permaneciera en las salas solamente hasta el miércoles que viene. Es una película extraordinaria, de una desmesura inusual para el cine argentino de nuestro tiempo, cuyos efectos especiales, fraguados en la sintaxis del cine, acaso un prodigio de puesta en escena, compiten con el ingenio del software que hace volar a los superhéroes o permite observar autos que traspasan edificios en el aire. La imaginación en El acto en cuestión se libera como pocas veces se ve en el cine, pero su genialidad proviene del gesto creativo de un Méliès y no tanto de los herederos de George Lucas, que en la digitalización reconocieron el despegue total del cine respecto de lo real.

El acto en cuestión se estrenó en Cannes en mayo de 1993, se exhibió un año más tarde en Holanda y hubo una exhibición mítica en la sala Leopoldo Lugones del Teatro General San Martín de Buenos Aires en 1996. Nunca se estrenó comercialmente. Los motivos son inciertos: problemas de derechos, dicen algunos, y otras minucias. Jamás se había editado en VHS, aunque existían algunas copias con subtítulos en holandés que circulaban entre cinéfilos. El año pasado se exhibió una copia restaurada y digitalizada en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Una semana atrás se vio en el BAFICI. Y el pasado jueves se estrenó comercialmente.

El acto en cuestión cuenta la historia de Miguel Quiroga. Carlos Roffé interpreta a ese personaje que compulsivamente roba un libro usado todos los días y lo lee de un tirón por las noches. Miguel vive con Azucena en un conventillo. El tiempo del relato es impreciso, pero debido a algunos eventos históricos y la estética circundante, Miguel vive en la primera parte del siglo XX. Basta simplemente con ver los primeros minutos para maravillarse con el despliegue visual con el que Agresti recorre el espacio habitacional en el que pasa su vida la pareja. El travelling va de izquierda a derecha y viceversa, de abajo hacia arriba, y un microscopio sociológico despunta a medida que la cámara entra y sale de las piezas, como si se tratara de una miniatura en la que un Dios puede mirar la vida de los hombres. Es un pasaje que puede remitir tanto a El cameraman con Buster Keaton o a cualquier adaptación de Alicia en el país de las maravillas, por ejemplo, la de Svankmajer.

El centro del relato pasa por un inverosímil descubrimiento: leyendo uno de los libros robados, Quiroga da con un truco de magia que literalmente le permite hacer desaparecer objetos y más tarde personas (el significado político del término no será evitado, pero todo sucede antes de ese horror, al que Agresti le dedicó previamente una gran película, El amor es una mujer gorda). El truco lo convertirá en un mago de fama mundial, y el pobre tipo que parecía destinado al anonimato ciudadano será un astro de la ilusión y un millonario. Así, viajará por todo el mundo haciendo su acto, y hará desaparecer desde nazis hasta la Torre Eiffel.

No debe existir película más porteña que El acto en cuestión, obra que destila un amor por Buenos Aires y patentiza una forma de ser. Quiroga podría ser estigmatizado como el típico chanta (argentino), pero sería injusto circunscribirlo en esa descripción. Las referencias del filme van de Borges a Arlt, y cuanta cosa se pueda pensar de la cultura porteña. Una forma de atravesar El acto en cuestión puede consistir en reconocer los signos de esa cultura específica. Tal vez hoy, el pasaje que tiene lugar en París, en el que Nathalie Alonso Casale interpreta La montaña de Luis Alberto Spinetta en una heterodoxa versión tanguera, adquiera una magia singular que conecta al cine con los espectros y va más allá de Buenos Aires. Es inagotable.

El acto en cuestión es una constante puesta en abismo; el relato va de aquí para allá, pero aún así se intuye una ansiedad (artística), eso que Harold Bloom denominó “la angustia de influencia”. Es que el gran miedo de Quiroga (y quizás de Agresti) es que alguien descubra el origen del truco al encontrarse con el libro de magia que cambió su vida. Que se sepa que él no inventó absolutamente nada puede ser fatal. En el final, el personaje de Lorenzo Quinteros revelará la ansiedad, la enunciará de un modo perfecto. “Nada somos, todo lo repetimos, todo lo escuchamos o lo leímos. Ese, queridos amigos, es el verdadero acto en cuestión: el querer creer desesperadamente que somos algo por nosotros mismos”.

Agresti puede haberle robado a muchos cineastas que le precedieron, como muchos le robaron a él. ¿Hay que dar nombres? A este ladrón con una cámara ni siquiera necesitamos otorgarle nuestro perdón. Simplemente hay que agradecerle por su osadía e insolencia.