DOS PALABRAS SOBRE ESTE ES EL ROMANCE DEL ANICETO Y LA FRANCISCA, DE CÓMO QUEDÓ TRUNCO, COMENZÓ LA TRISTEZA Y UNAS POCAS COSAS MÁS

DOS PALABRAS SOBRE ESTE ES EL ROMANCE DEL ANICETO Y LA FRANCISCA, DE CÓMO QUEDÓ TRUNCO, COMENZÓ LA TRISTEZA Y UNAS POCAS COSAS MÁS

por - Críticas
07 Nov, 2012 10:32 | comentarios

Por Fernando Martín Peña

Conocí a Fernando en Santiago de Chile, en junio de 2011; ambos éramos jurados (en distintas competencias) en FIDOCS; desde entonces, creo, tenemos una amistad a la distancia. Que él haya elegido el blog para publicar este texto inédito en el país es un verdadero honor. Mi admiración por él proviene de antes; ahora, a mi deslumbramiento por su conocimiento y cinefilia, se le suma un sostenido afecto. (Roger Koza)

Si en su ópera prima Crónica de un niño solo las influencias cinematográficas eran más o menos obvias en algunas secuencias, en su segundo largometraje hay una extraordinaria depuración estilística que deja expuesta sólo la propia voz. Crónica… sorprendía por la seguridad que Favio demostraba en el uso de sus recursos narrativos y por la marcada austeridad de su tono, pero parece una película barroca si se la compara con Este es el romance..., donde lo único que escapa a la rigurosa síntesis expositiva es la longitud de su título. Esta vez las influencias pertenecen exclusivamente al entorno más próximo del realizador: un cuento de su hermano Zuhair Jury, la atmósfera del pueblo de ambos (Luján de Cuyo, en la provincia de Mendoza, donde se rodó todo el film) y el gusto por las diversas formas de entretenimiento popular, en este caso el teatro de pueblo o las historietas.

En un libro de Hugo Biondi (1), el actor Federico Luppi recuerda que Favio, durante el rodaje, estudiaba encuadres de historietas, lo que guarda una total coherencia con la rara combinación de elocuencia formal y economía expresiva que caracteriza el film. En cuanto al teatro popular, aparece incorporado de manera relevante a la trama como uno de los pocos espacios sociales en que ésta se desarrolla (los otros serían las riñas de gallos y el bailongo “La Cienaguita”). El verdadero drama del film se inicia (o, en términos de Favio, la tristeza comienza) precisamente durante la representación de una compañía teatral itinerante, que el realizador filma en un extenso plano secuencia con la cámara fija desde el centro ideal de la platea, como se filmaba en los comienzos del cine. La obra representada tiene personajes maniqueos y está hecha con evidente precariedad, pero su compendio de arquetipos delata algunas recurrencias importantes en las ficciones populares argentinas: el mal encarnado en la riqueza y el poder, la intervención activa de lo fantástico, las invocaciones religiosas y hasta la relativa impotencia de los protagonistas (sobre todo de los protagonistas masculinos) para tomar decisiones que tengan algún peso sobre el curso ya definido de los acontecimientos. Al terminar la obrita, el Aniceto -que no es malo pues no es ni rico ni poderoso- queda literalmente cautivo de Lucía al sentir su mirada antes de verla y, una vez que la ve, ya no habrá vuelta atrás. Enseguida, una inquietante sucesión de primeros planos alterna la mirada voraz de Lucía con el rostro inocente, espiritual de la Francisca. Como los arquetipos de la obrita, aunque de manera menos maniquea, Favio construye un contraste entre carne y espíritu que define la perdición del Aniceto. La Francisca lleva un cuadro con motivos religiosos, coloca velas en altares populares y el Aniceto le dice “Santita”. Lucía en cambio atraviesa la piel con la mirada, baila todos los sábados, practica sexo oral (en off, pero inequívocamente) y el Aniceto le dice “Putita”. También le dice, en un tono que es a medias afirmación y a medias pregunta: “No me vas a hacer mal, ¿eh?” La respuesta no llega, pero si algo deja claro el Aniceto con esa frase es que ya no es dueño de sus actos.

En el riguroso proceso de síntesis narrativa que define todo el relato Favio se despoja no sólo de sus influencias cinéfilas sino además de todos los modelos narrativos convencionales y sale a buscar otra cosa: un cine de lo esencial compuesto de imágenes que poseen la fuerza gráfica suficiente como para narrar por sí mismas, subordinando por completo al montaje y a la palabra. Si este film es un poema, como ha observado el crítico Jorge Miguel Couselo, entonces el montaje define su ritmo y la palabra su cadencia, pero sus versos son siempre las imágenes y todo lo necesario para desarrollar el relato está expresado en ellas. Esa riqueza visual está articulada con una libertad formal que sólo puede encontrarse en las distintas vanguardias que el cine conoció durante la década del 20 y aunque lo más probable es que Favio no las conociera, se vincula naturalmente a ellas por su falta de prejuicios, su mirada virgen que propicia el descubrimiento y su misma preocupación por expresarse con recursos esencialmente cinematográficos.

Se ha escrito mucho sobre el modo en que el film se aparta del lenguaje clásico, pero quizá deba agregarse que esa ruptura no tiene ninguna importancia en sí misma sino sólo en función del tono del relato que la justifica. En los films de Favio el punto de partida nunca es la voluntad de ruptura, no hay ningún a priori teórico, ningún sistema programático para experimentar con la forma, ni se trata de producir un distanciamiento con el espectador mediante la evidencia de los artificios del lenguaje. Por el contrario, Favio se vale desprejuiciadamente de cualquier elemento o recurso formal que considere adecuado para involucrar emocionalmente al público en un efecto preciso que es siempre de orden narrativo. Cuando Favio decide hacer un plano general que abarca completo el bailongo “La Cienaguita”, no lo hace para evidenciar virtuosismo técnico sino para mostrar al Aniceto en relación con los otros parroquianos y la expectativa amorosa que lo hace quedarse de pie, sosteniendo durante todo el plano la mirada de Lucía que está sentada en diagonal, al otro lado de la pista de baile. Si luego corta a un primer plano del rostro del Aniceto, evitando el plano medio, no es para hacerse el moderno sino porque ese rostro expectante es la continuación narrativa emocionalmente lógica de aquél cuerpo visto en el plano general. En ese contexto, un plano medio reflejaría un compromiso emocional menor, cuando lo que se quiere comunicar es que el Aniceto está dominado por un metejón infernal.

En tanto poeta, es evidente que para Favio ese metejón, aunque se trate de un estado espiritual de su protagonista, importa tanto o más que cualquiera de sus peripecias exteriores y por lo tanto debe narrárselo con igual o mayor intensidad. Las acciones no son tan importantes en este film como sus consecuencias anímicas. Al comienzo, el Aniceto es herido en una pelea, va a la cárcel y algo después es indultado, pero esos hechos son secundarios en relación al dolor de la Francisca, al vínculo amoroso que los mantiene unidos aunque estén separados y a la expectativa de la libertad que finalmente deviene reencuentro. Todo se sucede vertiginosamente: la pelea está sintetizada en un principio de discusión que no se oye, una puñalada y el rostro sufriente del Aniceto; la cárcel es un largo muro; el reencuentro es una toma en picado desde cierta altura que los ve abrazarse. En off los protagonistas leen breves fragmentos de presuntas cartas que proporcionan la información indispensable. La interioridad aparece ratificada en un uso ejemplar de la elipsis narrativa, que vuelve impreciso el transcurrir del tiempo, expresa ciertas situaciones por contraste (como las respectivas soledades de la Francisca y el Aniceto una vez que éste inicia su relación con Lucía) y es el único recurso formal que Favio utiliza a lo largo de todo el film.

 Suele decirse que Este es el romance... es un film moroso, de largos planos mayormente fijos, pero eso tampoco es exacto. Por el contrario, la cámara se mueve casi constantemente, en general para realizar travellings de virtuosa precisión y toda la zona inicial del film se desarrolla con un marcado dinamismo. Como corresponde al relato, el largo plano fijo comienza a imponerse recién cuando Aniceto se queda progresivamente solo, tras perder primero a la Francisca, enseguida a Lucía y finalmente al Blanquito, el gallo de riña que es casi su confidente. Los tres son inalcanzables, como queda ratificado en la última escena, cuya fatalidad trágica ha sido anunciada desde el comienzo de la tristeza, desde que el Aniceto quiso más de lo que pudo.

(1) Sin renunciamientos: El cine según Leonardo Favio; Ed. Corregidor, Buenos Aires, 2008.

Fernando Martín Peña / Copyright 2012