DIARIO CINEMATOGRÁFICO EN EL DESIERTO: CINEMA SOUTH FESTIVAL 2009

DIARIO CINEMATOGRÁFICO EN EL DESIERTO: CINEMA SOUTH FESTIVAL 2009

por - Festivales
09 Jun, 2009 12:59 | comentarios

PRIMERAS IMPRESIONES EN EL DESIERTO

Tras un viaje de 27 horas, llegué a Tel Aviv, en donde me esperaban Hagai y Moran. El primero es el encargado de los huéspedes extranjeros; Moran, a punto de graduarse como cineasta, cumple el rol de “ángel” (como suele decirse en Argentina), aunque Albert Wiederspiel, el director de Filmfest Hamburg, ha rebautizado a los ángeles israelíes como “idishie mame”. La verdad es que la hospitalidad de toda la gente del festival es admirable. Lo que contrasta completamente con los miembros de seguridad de la línea aérea israelí El AL, quienes nos tuvieron en cautiverio en un sótano por más de una hora a unos 10 pasajeros que íbamos en el vuelo que me trajo a Israel. Obsesivos, paranoicos, desconfiados, a una chilena le hicieron una revisación de sandalias. Literalmente, pasaban el artefacto sospechoso por un rayo X y luego utilizaban un detector de metales para cerciorarse que no había una bomba camuflada. Lo primero que se aprende en Israel es que todo trabajo vinculado a la seguridad revela un lado fundamental de la subjetividad israelí, que tiene su correlato invertido en la libertad que se respira en el campus en donde se realiza el festival: existe una extraña tensión entre la ley y el deseo, entre la obediencia y  el hedonismo. La impaciencia, expresado en el mandato de hacer todo rápido, es el síntoma mediador entre ambos extremos. En otras palabras, este vaivén se explica en saber que se vive en peligro.

Mañana hablaré un poco de las primeras películas que he visto en el festival. Tres israelíes y un documental de Camerún. En la octava edición de Cinema South Festival, hay un foco en cine africano y otro en cine mexicano. En efecto, mi presencia en el festival está relacionada con el azteca. Junto con estas dos secciones especiales, hay una muestra de cine israelí, la que se repite año tras año, y una competencia de cine de graduados. Ocurre que Cinema South Festival es organizado por una institución, Sapir college, cuyo departamento de cine es uno de los más poderosos en Israel. Aquí dan clases Mograbi y Folman.

Hoy ha sido una jornada muy extensa. Mañana, prometido, va una larga entrega de las películas  del festival. Pero antes dejo un artículo bastante extenso que ha sido publicado en hebreo, a propósito de la sección mexicana. Mientras que subo la nota tengo que preparar mis preguntas para mi función de moderador que habré de tener en la Masterclass de Carlos Reygadas. El gran invitado en Sderot,

BATALLA EN LA TIERRA

En la inauguración de la vigésimo segunda edición del Festival Internacional de Guadalajara, México (2007), había un clima festivo, como si se tratara de un mundial de fútbol. Ese día se consagraba el triunfo de los tres mosqueteros del séptimo arte en la tierra gringa, en ese meta país dominante llamado Hollywood. En efecto, Gonzáles Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro jugaban en la liga mayor: Pan’s Labyrinth (2006), Babel (2006) y Children of Men (2006) se estrenaban en el mundo, se nominaban para los Oscar, grandes estrellas participaban en las películas. No importaba mucho pensar los méritos de cada película y la importancia de cada director en materia cinematográfica. La pasión chauvinista comulgaba con la lógica del espectáculo y el solapado imperialismo simbólico. Una vez más, los gringos se apoderaban del alma mexicana.

Había un ausente, una figura rutilante del nuevo cine mexicano, ni siquiera mencionado en la ceremonia, que dos meses más tarde estaría presente por tercera ocasión en Cannes: Carlos Reygadas. Autor emblemático y problemático, por ser mexicano y universal al mismo tiempo, Reygadas es un cineasta que representa un camino estético y político que se desmarca completamente del cine de Hollywood y que condensa dos elementos clave para pensar algunas películas del nuevo cine mexicano, categoría difusa y poco precisa; a saber: 1) la omnipresente diferencia y tensión de clases en la sociedad mexicana; 2) la radicalización formal como método de diferenciación respecto del cine gringo.

Es por eso que Batalla en el cielo (2004), la segunda película de Reygadas, tiene una importancia enorme a la hora de meditar acerca de la identidad y características del nuevo cine mexicano. Es probable que no sea su mejor película, pues Luz silenciosa (2007), magistralmente, supera el contexto nacional y se abre espacio en un territorio casi cósmico. Pero Batalla en el cielo concentra esos dos elementos mencionados; es la película más política de Reygadas, tanto en su forma como en su contenido.

Sexo, paganismo, cristianismo, rencor de clase, todo ello se concatena en Batalla en el cielo, un film en donde un hombre casado, chofer de un general, mantiene un secreto amor por la hija de su patrón, quien a su vez se prostituye por diversión. Así descrito puede parecer un banal melodrama, un universo que un cineasta como Arturo Ripstein ha sabido explorar con resultados más o menos logrados. Pero Reygadas es un realizador prodigioso y transforma este material en un ensayo poético y filosófico sobre las pulsiones del cuerpo y la codificación del mismo en la tradición cristiana, y ofrece, a su vez, un retrato de la tensión, lucha y seducción de clases, antagonismo estructural de la sociedad mexicana.

Hay una escena clave en aquella película, aparentemente menor y que explica, en parte, el estallido posterior de Marcos, el chofer. Es muy temprano. Reygadas se asegura de que el sol esté bajo y que refleje en un primer plano la cara de Marcos. Él espera por Ana. En eso, un auto sport gira en contramano y estaciona en el frente de una casa. Son los vecinos de Ana. Llegan de una fiesta. Dos hombres y cuatro mujeres, dos de ellas adolescentes, se bajan del auto. Están borrachos y enfáticamente estimulados. Gritan, ríen, se tropiezan. Los hombres hacen pis frente al baúl. Es un espectáculo de clase. Marcos los mira. Después, el personal doméstico viene por dos valijas que están en el baúl, que quedará abierto. La más chica de las mujeres se acerca a Marcos y en otro primer plano, ahora del rostro de la niña, le dice “Buen día, gordito”. Inmediatamente, Ana sale de su casa y le pregunta a Marcos qué es lo que quiere.

Es un pasaje de transición, menor, como esos planos generales de las ciudades o la naturaleza que suelen servir para dar paso a otras escenas, pues, desde un punto de vista narrativo, nada agrega a la lógica del relato. Sin embargo, es el plano que define y concatena la violencia de la película, un pasaje en el que se delimita el territorio simbólico y las identidades en pugna que lo habitan, de lo que se predica un desprecio de una clase por otra, como también una relación con la propiedad y un posicionamiento de aquel que no tiene, pero sirve y desea.

Es fácil y cómodo escandalizarse y juzgar a Reygadas por su propensión a filmar lo grotesco y lo perverso del sexo. Ya en Japón se podía ver una masturbación del protagonista y luego un coito de éste con una mujer casi anciana. El cuerpo en Reygadas es siempre una superficie de placer atravesada por códigos de clase y un cristianismo difuso, oscilante entre el paganismo telúrico y el culto ortodoxo. El plano inicial de Batalla en el cielo condensa tal descripción: sin duda, confiscarle a la pornografía el derecho a mostrar una escena de sexo oral indignó a más de uno. En realidad, el problema de aquella escena nunca fue la estetización de la pornografía, sino la yuxtaposición del placer de dos sujetos bien representativos de una clase específica y la contextualización casi paradisíaca y ritual de una práctica erótica definida. La elección sonora y lumínica de Reygadas –es decir, cuando éste apela a las cuerdas de John Tavener, ligado a una búsqueda musical sagrada en el seno de la tradición cristiana, y elige, al mismo tiempo, un tipo de iluminación que prescinde de sombras– constituye casi una utopía amorosa sin clases, un instante de religare. ¿Son Adán y Eva antes (o después) de Marx? Como sea, cuerpo, clase y religión son tres vocablos unidos en los films de Reygadas. Es recurrente: Marcos, en Batalla en el cielo, después de hacer el amor con su mujer observa un cuadro en su habitación con un Cristo herido en la costilla. Se podrían dar otros ejemplos.

El crítico de cine estadounidense Manny Farber sostenía que el espacio es la entidad estilística más dramática dentro del cine. El radicalismo formal de Reygadas es una exploración constante sobre el espacio como geografía y entidad simbólica. Nuevamente, Batalla en el cielo es la película indicada para considerar la tesis de Farber. Las coreografías visuales son evidentes, casi en el límite de la grandilocuencia, como diría el crítico mexicano Jorge Ayala Blanco en La grandeza del cine mexicano, aunque, a mi entender, sin perder su grandeza.

Se pueden elegir diversos pasajes: la procesión final de Marcos dirigiéndose hacia la iglesia de Guadalupe, el plano circular que empieza y termina con Ana y Marcos teniendo sexo en un departamento, la secuencia magistral que transcurre en una estación de servicio; todas exhiben y ostentan un virtuosismo que ya se preveía en Japón (2002) y en sus planos secuencia formidables, y que se consolida ostensiblemente en Luz silenciosa, tanto en su prólogo como en su epílogo. Sin embargo, Batalla en el cielo radicaliza la apuesta. Y su apoteosis se puede verificar en el inicio, en esa exploración sonora y espacial del subterráneo en el Distrito Federal. Allí, Reygadas potencia la experiencia perceptiva del espectador: el ensamble sonoro de relojes, subtes, los pasos de la gente caminando permite descentrar la mirada sobre el eje narrativo para atender a otra dimensión de la película, su eje perceptivo, a través del cual se intenta mostrar un mundo vivo y en movimiento. Es una pieza de música concreta y un ejercicio observacional poco frecuente en el cine de Hollywood. Pero Reygadas no está solo.

Parque Vía (2008), de Enrique Rivero, parece, por momentos, una variación de Batalla en el cielo, aunque el film es autónomo y personal. Inspirada en la vida de Nolberto Coria, la ópera prima de Rivero casi se circunscribe al sistemático seguimiento doméstico y rutinario de Beto, interpretado por el propio Nolberto Coria, quien cuida hace años una mansión en algún barrio del Distrito Federal. Beto limpia, barre, hace el mantenimiento y cada tanto atiende a los posibles compradores de una casa que no es suya pero que sin duda constituye su hogar. Lupe, la dueña, cada tanto lo visita. No es el único sirviente que rodea su vida, aunque Beto la acompaña hace décadas. El ocio del sirviente consiste en mirar las noticias en la televisión, casi siempre dramáticas, y cada tanto acostarse con una prostituta que lo visita, con quien tiene una relación que excede el contrato momentáneo entre cliente y “agencia”. En algún momento, la casa será comprada, y Lupe intentará no dejar a la deriva a su personal doméstico.

Parque Vía es otra prueba del radicalismo formal aludido más arriba: los planos secuencia son una regla, la concepción cromática proclive al claroscuro materializa una vida mecánica y secretamente violenta. Los primerísimos planos sintetizan la rabia de clase: una mano contenida, el puño que expresa la impotencia de vivir en un espacio que no es propio pero se siente como tal. En ese sentido, la puesta en escena de Rivero privilegia planos cerrados dialécticamente contrapuestos con planos abiertos. El encierro de Beto se puede ver tanto interior como exteriormente. Así, la película permite visualizar y entender el perímetro total de su cárcel aristocrática. Hay un plano general elegante e inteligente en donde se ve la entrada principal de la casa y cómo la empleada de la inmobiliaria retira el cartel de propiedad en venta, pues se ha vendido. En ese plano fijo aparecerá la figura de Beto, que espía desde su ventana. Hasta ese momento de la historia tan sólo se lo ve espiar desde adentro. Ahora, un giro central para el relato, se lo ve espiando desde afuera. Son matices menores, pero que conducen a tomar la perspectiva de Beto, e indirectamente introducen el problema central de la película: los modos de relación que establecen las distintas clases sociales con las propiedades. En otras palabras, la tensión que se predica entre quienes tienen inmuebles y entre quienes jamás podrán ser propietarios, pues en la estructura socioeconómica su destino es cuidar aquello de lo que carecen.

La violencia, discretamente, se anuncia y en algún momento, naturalmente, explota. Parque Vía es una preparación hierática y sistemática de su penúltima escena. Quizás inesperada, ética y narrativamente forzada, pero políticamente lógica: el conflicto entre clases no puede adoptar el carácter conveniente de una reconciliación, pues de ser así se pacta con los buenos sentimientos, algo propio de la fantasía del pudiente con su buena conciencia. En este sentido, Rivero elige el mismo procedimiento narrativo y político de Batalla en el cielo: lo violento irrumpe sin previo aviso.

 

Aquí también se puede sentir la presencia del Cristianismo, una suerte de consuelo ineficaz para detener la razón de la fuerza, pero sin duda una constelación simbólica que sostiene la servidumbre de Beto, y, paradójicamente, opio que le confiere esperanza. La gran diferencia entre Batalla en el cielo y Parque Vía reside en cómo se filman los placeres corporales. Rivero prefiere el fuera de campo. Sabemos que Beto goza, pero no vemos cómo.

Los bastardos (2008) no está muy lejos de este universo sórdido y saturado de insatisfacción y resentimiento de clase, pero elige situar el desencanto de los desposeídos en clave inmigratoria. Es el territorio de Babel, de algunos de sus segmentos más patéticos y más miserables: los que muestran la vida de los mexicanos en Estados Unidos. Pero Amat Escalante, cuya ópera prima Sangre (2005) anunciaba otro talento en ciernes, no comparte ni subscribe ese humanismo global que protege al film de Iñárritu.

Los bastardos, que podría llamarse Sangre Reloaded, transcurre en California, y sigue la vida de dos inmigrantes ilegales que trabajan azarosamente en la construcción hasta que un día finalizan su jornada con una noche de catarsis. Si matan o no a una mujer caucásica típicamente estadounidense, en plena crisis de los 40 y absolutamente dopada, es una cuestión menor, pues el realizador está pensando en otra cosa.

Escalante tiene buen ojo. El primer plano, de unos 5 minutos, indica que hay un director con una voluntad consciente de proponer una concepción formal específica. La presentación remite un poco a Liverpool, de Lisandro Alonso: todo se ve rojo, un fundido en blanco, otra vez rojo y se escuchan unas guitarras saturadas. Es el anuncio de dos tiros, ambos inesperados, que llevan la película a un espacio simbólico explorado recientemente en Flandres (2007) por Bruno Dumont (quien está, entre otros, en la lista de agradecimientos), aunque aquí el estado de guerra está circunscripto al fenómeno migratorio y su violencia concomitante.

Los bastardos es interesante e inquietante, aunque sociológicamente imperfecta, pues es incapaz de revelar completamente las coordenadas socioeconómicas que, eventualmente, pueden llevar a dos jóvenes a realizar actos atroces. Una descripción del estado de cosas es insuficiente para hacer hablar aquello que calla y es fundamento de toda violencia simbólica; es decir, Los bastardos funciona como una eficiente descripción, pero no permite del todo visibilizar el sistema estructural y su violencia material; se intuye pero no se articula. Por ejemplo, en una escena uno de los personajes ve un procedimiento policial por la televisión, pasaje que antecede a otra inesperada irrupción de violencia, un momento que no le será indiferente a cualquier espectador que se enfrente a Los bastardos.

Recientemente, un secuaz de Reygadas, Carlos Serrano Azcona, también se ha ocupado de los inmigrantes en El árbol (2009), pero la novedad es que en vez de elegir el mítico Estados Unidos ofrece un retrato de un mexicano en Madrid. Recientemente divorciado, un tal Santiago no puede ver a sus hijos y no tiene trabajo. Azcona sigue a su personaje: se lo ve trabajar, caminar por la ciudad, dormir en la calle, acostarse con una mujer; un contexto discretamente ominoso, en donde la soledad es un principio, y más cuando se es extranjero.

Aquí la irrupción de la violencia queda como anuncio y su consecución quedará en un pertinente fuera de campo. Es que el personaje, tras pasear su soledad de aquí para allá, decide terminar con su vida. Unos minutos antes, sin tener a quien abrazar, elige un árbol de una plaza. Azcona toma una decisión valiente y tragicómica: nunca se verá el resultado del salto mortal; quizás un grupo de transeúntes lograron torcer la decisión del solitario.

Aurora boreal (2008) es otra película mexicana que también pretende problematizar el tema filosófico por antonomasia, el suicidio, al menos según Albert Camus. Pero aquí ya no se trata del exilio sino del sinsentido, o el exilio puertas adentro.

Al igual que Cloverfield (2008), excepto por el último plano de la película, en el que se materializa literalmente el título, el resto del film está construido a través del registro de una cámara casera. Lo que se ve es el diario audiovisual de un adolescente de 14 años, también su testamento. Filma la realidad que lo circunda y la cuestiona: ¿Por qué no suicidarse?

Aurora boreal va elaborando una objeción ante el implacable silogismo de un púber lúcido e inconformista. Es el otro como otro, el que puede decir “no lo hagas”. Y es la única refutación ante la evidencia de la perceptible insensatez cósmica.

Desierto adentro (2008) es un film sobre otro tipo de insensatez, central en la historia del México moderno. ¿Un film anticlerical? ¿Un film sobre la fe? México, el segundo país católico del mundo, no cuenta, paradójicamente, con una historia de tolerancia religiosa. Desierto adentro supone contextualizar su programa filosófico de crítica al ascetismo religioso en el conflicto conocido como la Guerra Cristera, en el que durante tres años consecutivos, de 1926 a 1929, se enfrentaron quienes apoyaban una secularización profunda del Estado contra quienes defendían a los religiosos y reaccionaban ante la concreta disminución del poder clerical. La única palabra que remite a ese episodio histórico es el término ‘federación’.

La película arranca allí, en ese tiempo, y elige a una familia como objeto de estudio, no tanto como institución básica que expresa en miniatura el conflicto social entre modernidad y tradición, sino como un conjunto que puede estudiarse en función de comprender los efectos del discurso religioso sobre la conducta humana. A partir de allí, el film de Rodrigo Plá sigue el proceso de descomposición psíquica de un padre. Religioso, obediente, creyente de pura cepa, este jefe de familia tiene que remontar la muerte de su mujer y la de uno de sus hijos. Y tiene que sobrevivir con el peso de la culpa, pues cree que su hijo ha muerto por su imprudencia. De la culpa pasará a la penitencia, constituirá una estética de la penitencia y habrá de imponérsela al resto de su familia. Y esperará una señal celestial que confirme su absolución.

Recargada de simbolismos y propensa a la abstracción metafísica, Desierto adentro propone una fenomenología de la experiencia religiosa y su veredicto es taxativo: la religión es una demencia con consenso, una locura aceptada. Una sentencia de Nietzsche concluye el relato: “El desierto crece: ¡Ay de aquel que cultiva desiertos en su interior!”.

Sin embargo, en un inicio, los que están a favor de la reforma constitucional en pos de una restricción de la autonomía de la Iglesia Católica son presentados como bandoleros, crueles y deshumanizados, como si el pueblo y sus pastores fueran víctimas de un furor intransigente por acabar con la iglesia y sus feligreses.

Formalmente ambicioso, Plá utiliza en varias ocasiones secuencias animadas, que habrán de yuxtaponerse, en un pasaje logrado que cierra la película, como cuadros vivientes colgados en una pared, y que están en contrapunto con una extraña versión de una crucifixión fallida. Es un film imperfecto pero que permite trazar parte de la genealogía de la fe católica, una fuerza simbólica que atraviesa la totalidad de la subjetividad mexicana.

Frente al desasosiego teológico y político de Desierto adentro, la serenidad naturalista de Cochochi (2008) y la distancia filosófica son inconmensurables pero no su rigor estético. Esta ópera prima dirigida por Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas explora esa cultura subyugada por los españoles, una cultura sin Cristo (imposición vertical) y sin idioma español (imposición horizontal).

Cochochi parece una película de Kiarostami, más precisamente el film ¿Dónde queda la casa de mi amigo? (1989). Aquí no se trata de devolver un cuaderno sino de encontrar un caballo. Cochochi se organiza en torno a una travesía, casi cósmica y por momentos cómica, en donde dos niños viajan por el valle de Okochochi. La misión es sencilla: entregar unos medicamentos a sus abuelos. En el viaje, el caballo desaparece. Quizás se lo robaron, quizás el nudo estaba mal hecho.

Es un periplo de conocimiento, y para quien mira el film es un viaje de descubrimiento. Así se revela, paulatinamente, una cultura indígena que convive con la tecnología básica de Occidente, como los medios de transporte y de comunicación. La radio es la web del pueblo. Pero Cochochi deja una constancia: hay otra música, otros instrumentos, otro idioma. Y hay también una advertencia: “Quizás al caballo se lo robó un blanco”; “Los blancos quieren todo para ellos”.

Formalmente consistente, Cochochi evita el turismo audiovisual y la curiosidad etnográfica. Es más bien el registro delicado de dos niños en un posible rito de pasaje. Singular, universal, diferente, la película de Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas es uno de los títulos secretos de una cinematografía que en su vertiente independiente deja traslucir episodios de una larga batalla en la tierra con matices diversos. La herencia del hombre blanco es un legado escrito con sangre. Reygadas, Escalante, Rivero y otros son intérpretes lúcidos de esa mácula histórica que parece destinada a durar.

FOTOS: 1) Cinema South Festival (program); 2) Carlos Reygadas; 3) Batalla en el cielo; 4) Parque vía; 5) El árbol; 6) Cochochi.

Copyleft 2009 / Roger Alan Koza