DESVÍOS

DESVÍOS

por - Ensayos
17 Jun, 2021 02:26 | 1 comentario
El involuntario recuerdo de un hombre de cine evoca un gesto.

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La desesperación por pronunciarse, la ansiedad por expresar una convicción, razonada o catártica, hacerse notar en el debate público como demostración de vaya a saber qué y ante quiénes, dar una opinión acerca de todo, saberlo todo, decir algo porque sí, quizás argumentar, siempre subrayar, a menudo gritar, jamás dudar y menos todavía pensar. Y más que pensar sobre cómo se ha llegado a pensar de una determinada forma, pensar por qué se tiene el deseo de publicación permanente y de firmar todos los espacios blancos. El muro virtual demanda confesiones y el histérico penitente obedece. Acá sí puede ser políticamente vital ser disidente. ¿En qué más? 

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La prosa en castellano (y quizás también en otros idiomas) de la crítica de cine asfixiada por el Yo y su inversión operativa, en la que se eleva a la figura del director, alcanza o recibe el estatuto de pontífice secular. En el primer caso, el Yo es el protagonista del texto y el organizador unánime de un drama y una comedia a la que llamamos cine; las películas son solo el estímulo para dar a conocer el brillo de una personalidad. Legislar, ponderar, menoscabar, denunciar y proclamarse en contra o a favor y en oposición al coro del consenso: las acciones del Yo no son otra cosa que una exposición de soledad y de resentimiento frente a la obra de arte. Memoria de cinéfilo: el tamaño de la pantalla y la recepción de un plano empequeñecen al amante. El segundo caso es propio de un viejo ademán de iglesia. La genuflexión, por un lado, y por el otro la mirada colmada de admiración frente al párroco que habla desde el púlpito. Retórica de la adoración: “Lo que nos dice…”, “lo que nos enseña…”, “lo que nos quiere decir” … En la prosa de esa crítica el cineasta deviene en visionario y las películas no son otra cosa que capítulos de un evangelio ilustrado. Se presupone la iluminación, se le adjudica sin ningún rigor la revelación de un estado del mundo y de las almas. Es posible que cineastas como Tati, Bresson, Godard, Pasolini y Fassbinder hayan sido visionarios, pero erigirles un altar constituye un error conceptual. Ninguna estética precisa de una teología, aunque esta última sí dicta una estética. Acá sí puede ser estéticamente vital ser disidente. ¿En qué más? 

Hurch y Perrone

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Hans Hurch era un hombre que sabía de desvíos. Por veinte años llevó adelante la Viennale desandando sin vacilar el seguro camino del prestigio. A diferencia de los presuntos genios de la programación del cine contemporáneo, quienes gozan imponiendo tendencias y vindicando autores apenas por encima de la mediocridad rampante, como también del resto de los biempensantes y tímidos responsables de hacer circular las películas de “riesgo y calidad” por todo el mundo, el señor Hurch elegía el desvío, ese camino que toma distancia del incesante murmullo del consenso y el ruido correlativo del disenso, ese camino en el que se avanza sin una dirección en el bolsillo y en el que se asume la posibilidad de perderse en el movimiento. En efecto, el señor Hurch esculpía su querido festival, del que jamás se adueñaba, bajo la inquietud medular de identificar dónde estaban los desvíos del cine contemporáneo. Las películas que todos quieren ver y analizar estaban, las que muchos desdeñaban por motivos legítimos o absurdos también estaban, pero el corazón del festival no latía ni en los previsibles gestos de insumisión estética, ni menos aún en la asegurada presencia de maestros del cine a los que se les rinde pleitesía en cualquier capital que celebre un festival de cine con cierto peso y en sintonía con la gran tradición del cine. A Hurch no le temblaba el pulso para proponer una retrospectiva de John Torres, un tributo a Raúl Perrone y un foco dedicado a un joven cineasta como Federico Veiroj. En estos supo identificar un desvío, una diferencia. Es que no le pedía permiso a nadie para asumir sus apuestas, y al hacerlo no se sentía intimidado ni por los moduladores de las vanguardias de cotillón con sus respectivas veleidades ni menos aún por el ubicuo y difuso nepotismo de la falsa internacional de los festivales. Conocía a todos, respetaba a algunos, reconocía los aciertos de varios, pero siempre tomaba el desvío. Repetir el gesto de Hans es estética y políticamente vital. Ser un desviado en esto y en todo o en casi todo; una praxis abandonada, un camino extinto. 

Roger Koza / Copyleft 2021