DE ROSSELLINI A PERÓN: LA ÚNICA VERDAD ES LA REALIDAD

DE ROSSELLINI A PERÓN: LA ÚNICA VERDAD ES LA REALIDAD

por - Ensayos
30 Jul, 2013 04:28 | comentarios
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Noticias de la antigüedad ideológica

Por Nicolás Prividera

1. Hace unos días, en el húmedo sótano de una librería de Montevideo, entre pilas de libros que llegaban hasta el techo, amenazando caer sobre quien osara tocarlas, encontré una colección casi completa de los Cahiers de los años ‘50. Cuando vi de pronto las míticas tapas amarillas me sorprendí (hasta estaba la de Los cuatrocientos golpes y la de Sin aliento), pero aunque mencionó a Alsina Thevenet como el posible dueño original, el librero no parecía tener mucha idea de lo que tenía sepultado: incluso hacía bromas sobre que le saldría más barato quemar ejemplares que mudarlos hacia donde se estaba yendo. Ni aún así le pregunté a cuanto las vendía: no fui lo suficiente especulador ni fetichista y las dejé ahí, juntando polvo, esperando algún otro descubridor más lúbrico. En cambio, me llevé un librito sobre Rossellini escrito por José Luis Guarner para la vieja colección de Fundamentos, que tal vez nadie extrañe aunque fue el primero en revisar su filmografía completa (sin olvidar su período “fascista”). La cinefilia -salvo en los casos excepcionales de un Langlois o un Peña- es tan selectiva como la memoria, y tampoco justifica sus elecciones, recortes, abandonos. La crítica, en cambio, debiera ser otra cosa: porque el debido respeto para con los padres fundadores no debe impedir ser impiadoso con ellos, sino todo lo contrario: es el único modo de hacer honor a cualquier tradición que se precie, construida siempre sobre antiguas batallas. Y luego de leer tantas glosas de Bazin y Rossellini (de las que la temprana muerte disculpa a uno mientras la senectud no disculpa al otro), la sospecha se vuelve tan inevitable como la sublevación.

2. “Las cosas están ahí: ¿para qué manipularlas?”: Vuelvo una y otra vez a esa frase poco feliz, no en vano archicitada para destruir su propia ambigua formulación (así como las ideas de Bazin o el cine de Rossellini se han usado para defender causas conservadoras): porque uno puede entender en esa pregunta un estímulo a preguntarse por lo real (y defender una ontología de la imagen contra sus irrealizadores), pero también un contentarse con su mera e ilusoria copia (basándose en un empirismo banal). Es decir, replicar la mímesis dominante según la defina cada horizonte de época: el posibilismo hecho arte. La reproducción como ideal clásico (de todo realismo o realpolitik). La misma fantasía embalsamatoria que puede sugerir el volver a recorrer textos o películas como si fueran una ciudad detenida en el tiempo (como lo es Montevideo misma a los ojos de un porteño que la visita cada tanto desde hace treinta años), cuando en verdad uno debiera recorrer las calles y las películas buscando ante todo las (propias) huellas en un tiempo ya ido, para encontrar precisamente la distancia entre lo que fue, es, y acaso será. Porque cada espectador (re)crea una y otra vez su propia realidad, según el mundo que le toca en suerte.

3. Estoy en la ciudad invitado por DocMontevideo para un “estudio de caso” sobre mi película Tierra de los padres, que participó en el pitching de ese mismo festival tres años atrás. No dejó de asombrarme que me convocaran para hacer la biografía pública de un proyecto que siempre perdió en todas esas instancias, pero acepté con la misma honestidad con que me lo propusieron, ya que me parecía el espacio natural para explicitar porque proyectos riesgosos (o simplemente poco comerciales) como ese están destinados al fracaso, al menos en ámbitos donde se promueve -al decir de Peter Watkins sobre los pitchings- “una descarada estandarización de forma y estilo, una corrupción de los valores éticos, y una destrucción desenfrenada del medio ambiente creativo.” No es que Watkins no exagere, o que no haya gente preocupada por el arte entre los commissioning editors de las televisoras que participan del mercado, sino que inevitablemente el sistema mismo termina atentando contra la diversidad de contenidos que dice postular (como pasa con todo en este mundo globalizado, donde el capital consume hasta los frutos más exóticos, previa nivelación del gusto). Bajo el capitalismo el universalismo tiene el mismo límite que el humanismo: sólo refleja la (mala) conciencia de los que ponen el dinero (de modo no muy distinto a los mecenas renacentistas, pero con menos libertad para el artista…). Porque lo que prima es la búsqueda de contenidos lo más normalizados posibles, es decir, pasteurizados hasta tornarlos digeribles y poco inquietantes (en todo sentido…). De ese modo, el “tratamiento creativo de la realidad” queda nuevamente en el mero enunciado de principios, toda vez que la TV (principal fuente de recursos del documental), impone el didactismo griersoniano que esterilizó su desarrollo desde los años ’30, con el agravante de que en el paso a la TV ese miedo al pensamiento (tan fácil de ver y criticar en el cine), aparece naturalizado, tanto que uno debe explicar (o resignar) todo lo que salga de la norma si quiere jugar las reglas del juego (y no hacerlo implica relegarse a la marginalidad, a menos que se sea el enfant terrible de algún fondo o festival). La TV no soporta que se le señale socráticamente la ignorancia que presupone toda indagación verdadera.

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Pablo Ratto y Nicolás Prividera en el pitching de Tierras de los padres

4. No es una paradoja, entonces, que el contradictorio padre del modernismo cinematográfico terminara su carrera en la TV (rindiendo su tributo a la ejemplaridad con una serie de vidas de hombres célebres, empezando por Sócrates…). También lo hizo Kluge, claro, aunque en las antípodas de esa transparencia y de ese ilusionismo. Y curiosamente sigue resistiendo (como cualquiera puede comprobar viendo Noticias de la antigüedad ideológica, en la que se rescata la vanguardia dejada de lado desde sus inicios por Rossellini): curiosamente porque, sacando el universo de los canales públicos y culturales, que pretenden competir con esa lógica desde adentro, la pantalla de TV es lo contrario de la del cine (aún en su versión mainstream): esta señala siempre la distancia con el mundo (representado), mientras que la del electrodoméstico más popular sólo busca ser mirada (ser el mundo). Como es sabido, la televisión siempre busca el contacto (los ojos en los ojos, decía Verón): hablar todo el tiempo en segunda persona, como Lanata…

5. El domingo por la noche alguien mensajea algo sobre mis “afinidades electivas” con Lanata que no logro codificar y que prefiero dejar pasar, pero al otro día salgo de mi abstinencia de noticias y entiendo la relación al ver el final de su programa en youtube [http://www.youtube.com/watch?v=LHrkTU8xikg]. Era previsible que Lanata usara ese momento televisivo, que yo mismo había rescatado para el DVD de Tierra de los padres para mostrar como la misma música puede producir usos políticos diversos, y como nunca hay mera “reproducción” en tanto son los espectadores los que (re)construyen un sentido a partir de su particular situación. Y eso respondí cuando tras la proyección alguien me preguntó si hubiera usado el ‘Va pensiero’ de saber que iba a ser usado en Argentina de modo tan partidario, porque la respuesta es la misma que cuando se me recuerda la mención crítica a Kirchner en el final de M (en un momento en que el antikirchnerismo no existía, y por tanto no estaba de moda): no hay que olvidar cada contexto (para no hacer lecturas anacrónicas y atribuciones erróneas). No hay uso que sea imparcial (incluido el mío, si bien lo que buscaba al contraponerlo al himno y al río era resaltar la ambigüedad de su tono, entre épico y elegíaco). De hecho el ‘Va pensiero’ de Verdi ha sido reutilizado políticamente desde su creación, y cada apropiación responde a un momento histórico determinado (y merecería el minucioso estudio que Esteban Buch le dedicó a los usos del ‘Himno Nacional Argentino’ o al ‘Himno a la alegría’ de Beethoven): del Risorgimento a su uso separatista por la liga del Norte, se trata de una misma  canción que da para sustentar causas enfrentadas.

6. No es de extrañar entonces que el episodio de Muti en la ópera de Roma le sirviera a Lanata no tanto para hacer un parangón entre berlusconismo y kirchnerismo (cuando el modelo se podría aplicar también al menemista Macri yendo al Colón, digamos, aunque no imaginamos que bis se le podría pedir ni a quién), sino más bien para igualar su propio monólogo final con el del director de orquesta frente al poder… Pero el problema no es sólo que el showman no habla desde el llano (ya que la evocada soledad walshiana de su mesita y su lámpara es apenas la sobria escenografía del multimedio más poderoso de la Argentina), sino que la “patria bella y perdida” de Muti no es ya la de Verdi, y mucho menos la de Lanata (vendido hace rato al mejor postor). Porque la “patria (o república) perdida” es ya un lugar común, “signifying nothing”. Y la apropiación del gesto no alcanza para borrar las diferencias de contexto, aunque eso es precisamente lo que busca su patetismo de manual: porque cualquiera puede decir “yo también tengo vergüenza de lo que pasa en mí país” (hasta incluyendo a Lanata entre lo vergonzante…). Porque la vergüenza -como el capital- no tiene patria, no tiene ética sino (doble) moral. Y esconde esos dobleces bajo su económico universalismo sentimental. No hay que olvidar que el propio himno nacional ha sido cantado por derecha e izquierda a lo largo de la historia argentina…

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Tierra de los padres

7. El himno suena al inicio de Tierra de los padres, mientras fuera del teatro Solís cae una lluvia intensa sobre la ciudad, y me pregunto como será vista en Uruguay, tan cerca y tan lejos (ya desde el XIX, cuando los exilados del rosismo clamaban por la patria perdida). Finalmente tengo una respuesta, cuando tras la proyección alguien me comenta que no puede entender las “peleas” en Argentina: le digo que el problema no es la discusión sino la confusión (cito una vez más El 18 brumario de Luis Bonaparte), pero que al menos en estos años estuvimos debatiendo algunas cuestiones esenciales (más allá de sus resultados, que sólo podremos apreciar cuando estemos peor…),  mientras que otros países parecen resignados al pensamiento único. Y le digo que la pax uruguaya me recuerda levemente a la española (con su amnistía hasta  para el olvido): lo  que suelen detestar en las disputas ajenas es su propia abismado temor a la disolución, a no levantar la voz para no despertar al monstruo (lo que es casi comprensible en un país que tuvo una dictadura de 40 años luego de una guerra civil atroz, pero que en otros países parece más bien pura anomia). Es la misma voz que se escuchaba aquí de modo dominante en los ’90… Por los que al menos se molestaban en decirlo en voz alta, claro, porque la mayoría de nuestros compañeros de clase (media) no parecía tener opinión formada o conocida sobre nada por fuera del obvio rechazo a la “corrupción” (del mismo modo en que hoy muchos la disculpan en función de defender una distinta política de Estado). Y ese curioso desapego por la vida política se da cuando el consumo ayuda a despreciarla como excrecencia de lo público. Por eso algunos añoran ese tiempo feliz de la endogámica música nocturna (como el Cortazar de los ’50, exilado porque los bombos no le dejaban escuchar a Bartok…).

8. Lo que a esa pequeña burguesía le molestaba del menemismo es lo mismo que les molesta del kirchnerismo (y por lo que no se molestan en pensar sus diferencias): su populismo. Es eso lo que desprecian ya sin culpas, en consonancia con el elitismo de La nación, así como también al “progresismo” al que alguna vez (tal vez) pertenecieron,  sin asumir su evidente derechización, ciegos a su nada paradójica violencia de pedir “diálogo” mediante exabruptos (mezclados con ideas tan viejas como la reconciliación a través de los muertos: doctrina que ya supieron enarbolar López Rega y Massera, cada uno a su tiempo, como si no existiera ese limbo llamado “desaparecidos”…). Porque lo más notable de ese ceguera es que, como ocurrió hace 70 años con el surgimiento del peronismo, el confusionismo (ideológico, no místico) que produjo el kirchnerismo en todo el arco político ha tenido como contrapartida extrañas iluminaciones sobre los que nos rodean (como, por ejemplo, el modo vil en que buenos ciudadanos que se creen indignos de Cecilia Pando se dedican a denigrar a ancianas que pelearon toda su vida por hacer justicia a sus hijos desaparecidos, simplemente porque cometieron el error de no conservar su independencia frente a este gobierno, mientras los mismos que las basurean claman por el respeto a las instituciones…).  En suma, el kirchnerismo (que, como todo peronismo -incluido el menemismo- excede a sus líderes) fue un catalizador que nos confrontó con nuestra posición (ética, más que de clase, porque el miserabilismo no conoce fronteras…). Probablemente en unos años veamos muchos repliegues y cambios de bando (oficialistas que lo seguirán siendo en a próxima variante del peronismo, macartistas vueltos liberales en cuanto pase el “progresismo”), pero los que siempre defendimos las mismas cosas no olvidaremos las afrentas. ¿Y el cine argentino, dirá algo de todo esto…? (hasta ahora el aliento –épico o infecto- de la época lo podemos encontrar, incluso a su pesar, más en Campanella que en cualquiera de los Piñeiros…)

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El mesías

9. “La única verdad es la realidad” (la más famosa frase baziniana es de Perón…), pero evidentemente no está simplemente allí, como se ilusionaba Rossellini (ni siquiera en el seminal ’45, que los parió a ambos). Muerto luego de filmar su vida de Cristo, Rossellini no llegó a la de Marx (y Perón nunca quiso llegar a tanto, ni en el sueño húmedo de los montoneros…). De todos modos uno puede imaginar esa película, así como es inimaginable un film rosselliniano sobre la vida de Perón… ¿cuál Perón filmaría? (visto que el de Favio no es menos naif que el de Laplace). Pero la dificultad para lograr capturar a su objeto no es privativa del peronismo: finalmente ese no es más que otro mito (anti)peronista. Que sirve también -cuando no- para que algunos críticos digan que ya hay películas de “sobra” (sobre “peronismo, derechos humanos y militancia”, como resumió uno mentando sin querer la enciclopedia china de Borges). Y lo que esa suficiencia señala es más bien la tremenda falta (incluida la de una crítica consistente: de cine, decimos, no del peronismo, que ya tiene toda una tradición): si algo muestra ese punto ciego es como el cine argentino nunca supo que hacer con el peronismo (así como el peronismo no supo que hacer con el cine argentino…). Y no hace falta volver a mencionar El estudiante: basta ver la increíble película que hizo Antín sobre Rosas hace ya 40 años. Cuanto más se quiere escapar a su influjo, más se cae en él. Pero más que una maldición (“el hecho maldito del país burgués”), el peronismo se parece a la religión: se trata de una pragmática cuestión de fe, al menos si uno pretende transformarla en poder, como busca toda Iglesia (bendiciendo urbi et orbi).

10. Al llegar a Buenos Aires recibo me encuentro con la noticia de la muerte de León Ferrari, mientras el papa que lo combatió aparece en todos los televisores, entrando en las casas con la misma naturalidad con que ingresa en las favelas para llevar la esperanza a los condenados de la tierra… Busco sin suerte en Internet L’uomo dalla croce, la última película “fascista” de Rossellini antes de Roma, ciudad abierta (y en la que también, nada curiosamente, se exalta el martirio de un sacerdote…). Tal vez el cine moderno nunca haya tenido lugar (inconcluso, como la modernidad misma) y aún espere su mesías.

Nicolás Prividera / Copyleft 2013