CRÓNICAS MARINAS (4): ALGO MÁS SOBRE VIKINGO DE JOSE CAMPUSANO

CRÓNICAS MARINAS (4): ALGO MÁS SOBRE VIKINGO DE JOSE CAMPUSANO

por - Críticas, Festivales
23 Nov, 2009 05:30 | 1 comentario

DEBER SER

Por Fernando Pujato

Un mundo cerrado sobre sí mismo. Al igual que en su film anterior Vil romance, el segundo r largometraje de Campusano clausura espacial y socialmente –por no mencionar las coordenadas temporales prácticamente ausentes en ambos films – cualquier intento de atisbar un tanto más allá de los ajustadísimos márgenes de una comunidad no tanto particular como altamente específica: una suerte de La aldea de M. Shyamalan, sólo que aquí el lugar de una burguesía que crea –sigue creando – sus propios monstruos para mantener el status quo de una utopía decadente, ha sido ocupado por una familia “ampliada” de motoqueros que deben convivir con la irrefrenable violencia de una palpable realidad que socava su modo operante de vida.

Puede resultar tentador ver el film como un ejercicio etnográfico: tan sólo habría que emparentar el proceso de filmación con el estudio de campo, y a su resultado (la filmación) con el informe final (el escrito) para concluir apresuradamente su carácter de registro antropológico. O como un western: sobre todo en los prolegómenos situacionales de dos facciones en pugna por el control –o la pérdida de él– de un territorio, y sobre todo en su tramo final cuando el robo de una moto (un caballo) concluye con un enfrentamiento armado, un ajuste de cuentas, y un final épico.

Estas nociones genéricas pueden resultar funcionales para situarse ante el film, y encerrarlo en la comodidad visual y expositiva de cierta familiaridad impresionista (de un tiempo a esta parte toda película con algún viso documentalista parece ser antropológica ) o de una arraigada tradición fílmica (de un tiempo a esta parte también, todo enfrentamiento armado es una película de vaqueros).Pero no es sólo que Campusano es un cineasta y no un antropólogo – afortunadamente tampoco un nuevo Prelorán– sino que esta idea de que la antropología consiste en trasladarse hacia algún lugar, observar desapasionadamente lo que allí ocurre, y, eventualmente volver para presentar un informe objetivo es absolutamente falsa. Lo que los antropólogos hacen (aún en sus tareas más rutinarias como mapear el territorio, censar el poblado, entrevistar a informantes, elicitar términos de parentesco) es interpretar un discurso: “el flujo de un discurso social – como lo señala C. Geertz – y la interpretación consiste en tratar de rescatar lo dicho en ese discurso de sus ocasiones perecederas y fijarlo en términos susceptibles de consulta”.

Colocar una cámara –en todas sus variantes posibles – frente a este discurso es intentar captar cinematográficamente una realidad, no registrar antropológicamente “otra” realidad. Casi de la misma manera, aunque un tanto más sucintamente –después de todo alguno géneros son más conocidos que algunas disciplinas– son necesarios algo más que un paisaje salvaje (urbano o no), una presencia femenina, un caballo y un duelo, para convertir a tal o cual film en un western. Hace falta una mitología informada por la Historia, y sobre todo esa relación dialécticamente antagónica entre la moral y la ley de la que hablaba Bazin:”entre la trascendencia de la justicia social y la singularidad de la justicia individual, entre el imperativo categórico de la ley, que garantiza el orden de la Ciudad futura, y aquél otro, no menos irreductible, de la conciencia individual”.

Tal vez haya algo de todo esto en Vikingo: una pizca de registro observacional aquí (la escena familiar en la que se discuten preferencias musicales, por ejemplo), un retazo de registro ficcional allá (la secuencia del enfrentamiento de Aguirre con los jóvenes marginales del barrio, por poner otro ejemplo significativo) pero el film de Campusano es ante todo e inequívocamente, la puesta en escena de una ética determinada.

Que esta ética hunda sus raíces en un mandato cristiano (“no desearás a la mujer de tu prójimo”), en un concepto un tanto más cercano y acotado como el de la protección familiar, y otro un tanto más universal y casi atemporal como la solidaridad hacia un otro (aunque aquí funcione al parecer sólo entre pares) no es en sí mismo ni bueno ni malo, y no debería ser un motivo para posicionarse a favor o en contra de este “estar en el mundo”, ni mucho menos para establecer un consenso o una refutación crítica hacia el film. En todo caso esta postura ética está allí expuesta – honesta pero no brutalmente – para que cualquiera pueda verla y reflexionar sobre ella, sobre las formas que asume. Tal vez demasiado expuesta. O mejor, un tanto subrayada y, un tanto más aún, circunscripta.

Allí está la cámara fijando en el plano la imagen de la Virgen, los (varios) soliloquios del Vikingo acerca de las mujeres ajenas, la familia, la palabra empeñada, el “a nadie se le niega un plato de comida”, y la escena en la que se ve por un televisor a un motoquero resaltar – por si no había quedado claro hasta ese momento – las virtudes, casi patriarcales, del individuo que titula, está en el centro, y sostiene la casi totalidad del film.

En Pickpocket de Jia Zhang Ke, si bien el protagonismo de Xiao Wu –esa suerte de anacrónico carterista provinciano– era casi excluyente, parte de la historia de la China de ese momento pasaba a su alrededor, lo atravesaba y finalmente terminaba por relegarlo a una soledad absoluta, a un fenómeno circense. En el film de José Celestino Campusano el protagonismo de el Vikingo es excluyente, porque todo lo que ocurre a su alrededor pasa por su figura, por las decisiones que toma (salvo la de Aguirre para con el robo de la moto), por su discurso: él es el primero que se enfrenta a los “chicos malos” del barrio, por él Aguirre promete respetar a las mujeres de los otros, porque lo conocen a él es que le prestan el arma a éste, él hace los asados, y finalmente él esparce las cenizas de aquél que rescató de la calle. Las escenas grupales de sexo, las reuniones de las diversas agrupaciones y el funeral motoquero de Aguirre, el “colectivo” de la película, es más un auto de fe, un discurso ilusorio, un mosaico cuasi folklórico que lo que se ve realmente allí. Y si algo hay que ver en Vikingo, además de el informante-clave de un trabajo de campo o el ambiguo sheriff del viejo Oeste, de los planos-detalle de las motos y la ropa de cuero, de las leyendas “urbanas” y el cuadro apocalíptico de unos niños sin presente, es el intento de plasmar cinematográficamente un código de conducta. Estemos de acuerdo o no con ese código, nos guste o no esa conducta.

Fernando Pujato / Copyleft 2009