CARTAS CANINAS (7)

CARTAS CANINAS (7)

por - Festivales
21 May, 2008 01:28 | comentarios

FESTIVAL DE CANNES 2008

Queridos amigos, cinéfilos y lectores,

 Sin vacilar, por ahora la gran película que he visto en el festival, se llama El cant dels ocells, la segunda película de Albert Serra, probablemente un marciano disfrazado de cineasta que convierte al cine un experimento onírico, poético, cómico, con una programa de investigación cultural y hermenéutico destinado a juguetear con los relatos centrales de la civilización occidental. Primero fue el Quijote, ahora la pieza elegida es más bien una fábula, la que compromete a los reyes magos, aunque nuestro antropólogo de Marte parece querer entender cómo opera en nuestra especie la necesidad de creer, y por ahora ha elegido como fondo el Cristianismo.

 

Los primeros 20 minutos de El cant dels ocells son magníficos. Van los reyes magos caminando y luego descansan, a veces juegan y nadan, mientras esperan algún guiño vertical del Altísimo. En el peregrinaje tendrán que tomar decisiones: ¿en dónde dormir? ¿Cómo escalar una montaña? De esas situaciones, Serra construye un verdadero prodigio humorístico; no se puede creer. Después aparecen José, María, un bebé y una cabra bebé. Dicen pocas cosas, pero todo pasa por una espera pletórica de sentido, en algo que puede parecer sin sentido. La llegada de los reyes magos al hogar de José será breve. Hay que llegar a Egipto.

Cuesta bastante, en un principio, ver a los reyes magos, jamás identificados como Baltasar, Melchor y Gaspar, pues todavía uno ve a los dos actores del film precedente de Serra: Sancho y el Quijote (y un nuevo camarada). Pero en realidad, los personajes de uno y otro film, comparten un espíritu en común y un método: la errancia como camino, lo lúdico como práctica, y sobre eso se monta una experiencia sensorial que proyecta a quien mira a una instancia observacional previa a la publicidad, a un momento prehistórico (y a la vez intempestivo) del cine. Esto sí que es cine del futuro. A su vez, también se trata de un juego sagrado, si se me permite, pues El cant dels ocells remite a un tiempo en donde creer no implicaba una autoconciencia de creer, saber que se cree, a pesar de que es evidente que Serra conoce perfectamente el problema y no es precisamente un realizador sin background intelectual.

Desprovista de primeros planos, cada encuandre privilegia los paisajes y los grupos humanos Son los hombres que viven en la tierra y tienen un cielo. Un plano contrapicado bajo el agua muestra a los reyes nadando. Podría durar horas, y curiosamente remite a las dos películas recientes de Herzgog que transcurren en la Antártida: es un mundo reconocible pero redescubierto bajo otra perspectiva. Los momentos cómicos se predica del absurdo y la repetición. También de la interpretación de los sueños, precedida, inteligentemente, por un problema fundacional de la filosofía moderna: el criterio de distinción entre la vigilia y lo onírico. Los reyes discuten si vieron un ángel o lo soñaron. Más tarde, compiten por quien tuvo el sueño más extraño: Uno dice haber sido tragado por una víbora; el otro que era una serpiente que se arrastraba. Así pasan los minutos, y la película finaliza en un plano general en el que en su profundidad los reyes se abrazan como si hubieran encontrado algo milagroso. A penas se ve, porque cromáticamente el gris difumina los cuerpos en la lejanía. Las noches en blanco y negro y el desierto de El cant dels ocells son inolvidables.

Sin vacilar, la primera gran decepción del festival se llama El canto de Lorna, la quinta película de los Dardenne correspondiente a su etapa ficcional, y su primera película fallida. Ello no quiere decir que se trate de una mala película, pero evidencia que la cantera de los Dardenne está agotada. Excepto por los primeros treinta minutos, el resto del film es mecánico y ortodoxo. La vitalidad materialista de los Dardenne sólo está presente al inicio, cuando Lorna, una mujer albanesa casada por conveniencia con un belga, adicto a la heroína, todavía están juntos, viviendo en el mismo departamento hasta que le den su ciudadanía. Lorna espera y sueña con una cafetería, proyecto que involucra a un compatriota suyo que es también su novio. En plena crisis de abstinencia, el falso marido se hospitaliza. Puede ser que se recupere. Mientras tanto quiere adelantar su divorcio, aunque paradójicamente la situación de su «marido» la conmueve. En circunstancias confusas, él morirá de una sobredosis. Y ella tendrá que lidiar con un sujeto mafioso con el que arregló su situación civil.

Los Dardenne vuelven aquí al tema de La promesa, los ilegales. Como sus películas son de acción, en el sentido de que cada acto tiene una consecuencia, aquí no está claro cuál es el acto que ha llevado a Lorna a sentirse en deuda, culpable. Las mejores películas de los hermanos, funcionan a partir de un aprendizaje y una escena de clausura en el que ese aprendizaje es patentizado. En este sentido, sus películas cumplen con la descripción de Paul Schrader, sobre los elementos transcendentales de algunos cineastas. Tal concepción conlleva a una escena final en el que hay elemento que define y trastoca la totalidad que le precede. Pero aquí ese momento jamás llega. No hay algo así como el instante de piedad de El hijo, o el reconocimiento del Otro en Rosetta, ni siquiera la catarsis un poco sentimental de El niño, película que ya anunciaba algunas problemas. La película quizás se pierde a si misma, debido a que sí hay un pasaje con estas características, pero que coincide con una decisión muy arbitraria de eliminar a un personaje y dejarlo en un fuera de campo que retorna como culpa. Se trata de una escena bellísima, en la que Lorna siente el dolor de su falso marido e impulsivamente cogen. El axioma de los Dardenne, la respiración como evidencia última del cuerpo, deviene jadeo, y así dos cuerpos desnudos se abrazan primero y luego copulan. Después de despedirán. Él se irá en bicicleta, ella sonreirá. Si hubiera acabado aquí, sería un gran cortometraje. Pero faltan 60 minutos más. Y todo lo que sigue funcionará como un gran sabotaje; ni siquiera hay alguna proeza formal para rescatar una película anémica.

Y el día cerró con Maradona. Estadio lleno, banderas argentinas y de Boca, y toda el clan del Diez. Thierry Frémaux, nervioso, porque todo se retrasa. Pero el público está preparado para una fiesta heterodoxa. Kusturica y Maradona hacen jueguito antes de entrar a la sala. Literalmente: ovación, aplausos y el mantra popular que se repite: «Olé, olé, olé… Diego, Diego». Sala llena. Están Trapero y su mujer, insisto, gran candidata a llevarse el premio a mejor actriz. Esta presente Gaspar Noé y Spike Lee. Las hijas de Maradona, el Kun, y su inclasificable Claudia (quien ya merece una película, pero dirigida por Asia Argento), están al lado de DAM. Diego y Kusturica parecen quererse, respetarse. La película mostrará muy bien cómo Maradona va incorporando a un extraño director de cine de origen serbio a su extraño séquito afectivo. De hecho, Kusturica parece entender y aprender que lo importante es su personaje y no él, aunque el título diga lo contrario y el plano inicial generen sospecha.

Lo cierto es que Maradona va copando la película y Kusturica queda en posición adelantada: entenderá poco este fenómeno que excede al fútbol, y sus intentos de intelectualizar al astro y al ídolo, simplemente, desnuda un conjunto de vaguedades ocurrentes, cuya nivel de generalidades expresan más bien pereza sociológica y un involuntario desconcierto. Más de una vez, el rostro de Kusturica transmite perplejidad, aunque su interés se acrecienta a medida que intenta abordar a un personaje de mil rostros.

Desprolija y banal, Maradona por Kusturica se sostiene por la naturaleza cinematográfica del diez. La película se predica del viejo axioma fordiano: imprimir la leyenda, aunque el resultado será Wellesiano: la intimidad del otro es inescrutable. Poco agrega a lo que ya sabemos de Maradona, y menos todavía de por qué sigue siendo vigente en todo el mundo.

¿Qué es Maradona? ¿Qué extraño espacio del delirio colectivo estimula su infinita devoción? La voz en off de Kusturica intenta desarrollar algunas hipótesis dispersas: podría ser un revolucionario mejicano pero es un futbolista; hay algo en él que un Warhol hubiera retratado junto Monroe o Mao; podría ser un personaje de Sergio Leone o de Sam Peckinpah: quizás, hasta una deidad pagana, como lo sugiere algunos pasajes cómicos y estériles sobre los Maradonianos, la religión creada en torno al futbolista. No hay dudas que Maradona es rebelde, y que suele demostrar cierta honestidad en sus declaraciones; algunas muy elocuentes e inteligentes, cualidad que suele ser desestimada por muchos, como si su origen social y sus elecciones tanáticas fueran incompatibles con su capacidad intelectual. El diálogo que mantiene con Kusturica y vertebra una película caótica es un ejemplo indubitable.

Hay pocos momentos cinematográficos; el mejor, un momento temible pero esencial de lo que puede ser estar en el cuerpo del ex jugador. Se trata del regreso de Maradona a Nápoles, en un episodio en el que él y su familia intentan salir de una bienvenida pública. Debe ser una de las pocas secuencias en la que hay un trabajo sobre la banda de sonido y vértigo del registro, capaces de hacer físicamente comprensible lo que es vivir la vida de un fenómeno. El resto es algo sabido: su antiamericanismo, su adoración por sus hijas, su amor incondicional por Fidel Castro, su adicción a la drogas, su fidelidad a la camiseta de la selección y a la de Boca Juniors, y su antipatía visceral por toda manifestación de poder y explotación de los débiles. El demonio aquí tienen nombres y apellidos: Bush, Havelange, Blatter, Blair, Tatcher.

Hay algo que une a Kusturica con Maradona: una cierta fascinación por los extremos, acaso una energía indomable e incontenible, algo que el serbio intenta (penosamente) teorizar citando a Jung y Freud. Lo cierto es que Maradona es, esencialmente, un creador. Sus goles, que se ven muchos, así lo demuestran. El problema es que Kusturica no es ni un buen guitarrista y tampoco una gran cineasta. Sus virtudes, pocas y ocasionales, están ligadas a una expresividad primitiva que a veces se confunde con explosiones libres de un espíritu creador. Su película sobre Maradona, a pesar de la simpatía que pueda ocasionar, es un contraejemplo de cualquier gesto creador. Formalmente, de punta a punta, es una película berreta. Futbolísticamente, Kusturica, juega de 5, y no como Redondo y Mascherano, creadores de formas. Más bien el serbio recuerda al Tolo Gallego en un día inspirado.

Fotos: Maradona y Kusturica; 2) fotograma de El cant dels ocells; 3) fotograma de El silencio de Lorna; 3) fotograma de Maradona por Kusturica.

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