CANNES 2022 (08): PLANOS DE GUERRA

CANNES 2022 (08): PLANOS DE GUERRA

por - Festivales
25 May, 2022 10:05 | Sin comentarios
Una de las mejores películas exhibidas en el festival y de las mejores de su director.

Las sospechas son atendibles, porque está el precedente de un video que no fue suyo. ¿Ahora lo dijo o no? Aparentemente, Godard (o un falso Godard) lanzó su impugnación a la participación del actor que preside el gobierno de Ucrania en la ceremonia inaugural del Festival de Cannes 2022, quien se dirigió a la comunidad cinematográfica mundial pidiendo ayuda e instando a los Chaplin de hoy a repetir el gesto de aquel genio: burlar al poder en el mismo momento en que Alemania lejos estaba de doblegarse y asumir su derrota. 

Como sucede con las redes sociales, donde los usuarios tienen necesidad de expresarse sobre todo y a todo momento, como también de filmarse para comentar política internacional, especular sobre la eficiencia de las vacunas o explayarse sobre las últimas maravillas del cine animé, la nueva modalidad en la función oficial de cada película es alcanzarle un micrófono al cineasta al finalizar la función y esperar por sus palabras. Pronunciarse ante la actual invasión en curso es un imperativo, y decir lo que se esperar escuchar también. Es inimaginable expresar algún tipo de disenso sobre la materia, si es que no es una interdicción difusa. Los dichos de Godard (falso o no) no tuvieron mucho eco en las conversaciones de pasillo o en la sala de prensa. A los oídos de quienes dirigen el Festival de Cannes, no dejarían de ser las palabras de un mito viviente que sigue presentando sus películas en el festival. Como sea, el espectro del siglo XX sigue presente e inquieta, y como Godard ha sido siempre un muy buen intérprete de su tiempo no dejó de decir lo que tenía para decir. 

En un libro extraordinario, como todos los suyos, y con fotos que matizan la palabra, W. G. Sebald decía en Sobre la historia natural de la destrucción: “Es difícil hacerse hoy una idea medianamente adecuada de las dimensiones que alcanzó la destrucción de las ciudades alemanas en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, y más difícil aún reflexionar sobre los horrores que acompañaron a esa devastación”. La impugnación del escritor iba dirigida a sus colegas alemanes, que no habían dejado huellas en sus respectivas novelas de la posguerra del trauma cotidiano de vivir entre escombros.

El párrafo citado podría ser la sinopsis perfecta de lo que es por lejos la mejor película de Sergei Loznitsa en años, cuyo título homónimo al libro de Sebald lo honra plano tras plano. A diferencia de otras películas de archivo del cineasta ucraniano, es ostensible acá el meticuloso trabajo sobre los materiales de archivo seleccionados para plasmar la destrucción de las ciudades alemanas a principios de la década de 1940 en adelante, como también otros empleados que atestiguasen cómo se vivía en esas mismas metrópolis. Lo mismo con los archivos de las batallas aéreas y los discursos castrenses, sobre todo los estadounidenses e ingleses que justificaban esa estrategia militar, y sin dejar de citar las interpretaciones alemanas de ese período como respuesta a los bombardeos. El relato es en este sentido lineal y está ordenado por cuatro series con variaciones internas que alternan lo general y el detalle y que van encadenando el retrato de la destrucción.

La serie inicial consiste en dejar constancia de la vida en las ciudades alemanas siguiendo un concepto de montaje que tiene reminiscencias de la estética del género de “sinfonía de ciudades”. Las vidas en las calles, los edificios de vivienda y los públicos, los negocios, las plazas, los transeúntes, los rostros anónimos en distintas situaciones pueblan las secuencias iniciales. Es un inicio resplandeciente, a tal punto que la nitidez de los archivos y la placidez de los hombres y mujeres que aparecen en cada escena se puede confundir por la elocuencia del registro con una recreación de la época. No lo es. No mucho después, semblantes que representan edades distintas y posibles situaciones sociales disímiles esperan que un concierto sinfónico empiece. La serenidad invocada se mancilla de inmediato cuando esa calma colectiva es absorbida por un solo signo, se despega de la inocencia y compromete a todos: el plano se abre pausadamente y se descubre la esvástica nazi en el escenario. Comienza entones la función y suena los primeros compases de El anillo del nibelungo de Richard Wagner. 

La segunda serie se concentra en la preparación de las Fuerzas Aéreas aliadas, en la manufactura de explosivos y en los discursos concomitantes que son la fundamentación del inminente ataque a algunas ciudades alemanas. Los discursos son esporádicos, pero el de Dwight D. Eisenhower explicita una frialdad ominosa sobre lo que puede suceder. Habla en la televisión y les advierte a los alemanes que desestimar los efectos de un ataque aéreo es exponer a la población alemana a ser parte de un experimento inédito. Lo que dice primero se constata después, y más allá de cualquier racionalidad estratégica militar que justifique una batalla en una guerra, un cadáver producido por un combate (ya sea de un civil o de un soldado) no deja de ser el de un hombre o el de una mujer.

La tercera serie es la de los aviones y los bombardeos. Los planos del cielo que dan el puntapié, como también el plano oscurecido en el que la apertura de la compuerta que deja caer los proyectiles le devuelve al plano su luz trastocando la naturaleza del plano en una paradojal luz siniestra, tienen un impacto físico sobre la percepción. Son de una contundencia visual inesperada. En efecto, en la tercera serie el terror y lo sublime se amalgaman de tal forma que todo lo que sigue está sustentado en una intersección incómoda entre el esplendor visual y la acción en sí (destinada a la aniquilación). Loznitsa también introduce en este segmento algunas batallas aéreas que no se parecen en nada a las que se suelen observar en las películas bélicas. La distinción proviene de las decisiones sonoras. No se escucha la comunicación de los pilotos que suele identificar el punto de vista de quien pelea por el Bien y la omisión del enemigo que también se comunica desde las nubes. Los sonidos de los motores y las metralletas están, pero la acción desprovista de sonido no se resuelve bajo la ansiedad inconsciente de vencer al enemigo. En verdad, los planos aéreos son de una incómoda hermosura. Las formaciones de las nubes son azarosamente placenteras a la vista. El polvo de las explosiones delinea formaciones rugosas en expansión que alcanzan para constituirse en experiencia estética, no obstante acechada y por tanto impugnada por los inmediatos efectos deletéreos sobre las poblaciones.

La cuarta serie es la de los escombros y los cadáveres. Los edificios destruidos como si fueran el esqueleto de viviendas y los cuerpos desparramados entre escombros o apilados en la calle dominan la serie y priorizan en los primeros minutos una escala de planos en la que se pueda constatar lo que implica cualquier bombardeo en la materia viva y en la materia transformada en arquitectura. Singularizar es la regla, es decir, evitar que el escombro pulverice lo que fue un lugar, sea una casa, un bar, un edificio público. Más todavía cuando se trata de personas que yacen muertas. Singularizar quiere decir acá recolectar planos breves de las víctimas que conjuren en la medida de lo posible hacer de estas un número. ¿No ha sido justamente Godard el que ha insistido una y otra vez en el empleo intolerable de un plano que revele la cara de un muerto, ya sea en Sarajevo o en Gaza o en donde sea, una imagen imposible que detenga la respiración por un instante porque eso que ha sucedido es inadmisible? Ni bien se establece qué significa esparcir cientos de bombas por un territorio desde el aire, Loznitsa entiende ­–y con razón– que ya puede elevarse al cielo y mostrar cenitalmente Berlín, Hamburgo, Colonia y otras ciudades desde la altura indicada para abarcar ópticamente la extensión del desastre. Son travellings de memoria, son travellings que responderían antaño al reclamo de Sebald. Acá está el desastre, acá se hace prácticamente táctil.

En películas recientes, y en especial Funeral de Estado, Loznitsa había trabajado el montaje sonoro y visual de una cierta manera por la que se pudiera intuir sin ninguna otra hipótesis posible que Stalin fue un asesino manipulador y el pueblo soviético una masa inculta y rudimentaria que le prodigó al tirano un amor inmerecido y una pleitesía de los que solamente los ignorantes son capaces. Nadie puede desdecir al cineasta ucraniano respecto de su veredicto sobre Stalin, pero la intención sugerida (y también explicitada por el propio Loznitsa en algunas entrevistas) sobre el pueblo no se sigue de los planos de su película. 

En Sobre la historia natural de la destrucción tenía nuevamente la oportunidad de que toda la película pudiera ser leída en clave contemporánea y con resonancias capciosas en relación con el conflicto geopolítico al cual la institución del festival eligió darle un tipo de apoyo específico. Con taimada elegancia el cineasta podría haber atenuado la posición estadounidense e inglesa dejando afuera los discursos de los líderes aliados y haber incluido imágenes repetitivas de Hitler, al que nunca se lo ve pero sí se lo escucha. Atenuar significaría discontinuar los lazos de la historia de ayer con la de hoy. Pero prefirió hacer lo que corresponde: intentar ajustarse a la verdad y no a la conveniencia ideológica con la que se suelen ordenar los signos para que los énfasis se diluyan y una disimulada neutralidad resguarde la posición elegida.

Roger Koza / Copyleft 2022