CANNES 2022 (02): SUCEDIÓ UN 17 DE MAYO: REENCUENTRO CON LA MAMÁ Y LA PUTA

CANNES 2022 (02): SUCEDIÓ UN 17 DE MAYO: REENCUENTRO CON LA MAMÁ Y LA PUTA

por - Festivales
18 May, 2022 09:11 | Sin comentarios
Un momento irrepetible en el primer día del festival. Una obra maestra de todos los tiempos.

Faltaban pocos minutos para que empezara la función y llegó a la sala con todo el siglo XX en sus espaldas. Françoise Lebrun se hizo presente para acompañar una restauración digital de La madre y la puta de Jean Eustache. No es una película poco vista, y en Argentina no mucho tiempo atrás se llegó a estrenar en 35 mm. Su indiscutible lugar en la historia del cine le confiere sin más el estatuto de clásico, y es lógico que en Cannes se le adjudique la sección definida por ese epíteto. Descripción incuestionable para esa película clave de la década de 1970, ya vindicada por décadas, más allá de que la mayoría de las películas de Eustache circulan esporádicamente por los festivales de cine y no todos los cinéfilos parecen conocerlas. Tampoco Eustache es una deidad popular, y de serlo su feligresía es bastante minoritaria.  Sus padres o hermanos menores precedentes, aquellos que inventaron la cinefilia, les tocó ser testigos adultos durante el Mayo francés. Eustache observó todo ese tiempo con otros ojos: sin candidez ni piedad alguna, con agudeza y sin ambages para decir lo más incómodo. Su película lo atestigua. 

El Mayo francés es el espectro ubicuo de La mamá y la puta. El emblemático personaje de Jean-Pierre Léaud expresa cada tanto la desilusión de ese momento; cita los signos revolucionarios con la distancia irónica de un derrotado, habla sin detenerse como si al hacerlo pudiera sepultar una época y entregarse sin culpa al dandismo que ejercita. En un momento afirma: «Hubo la Revolución Cultural, Mayo del 68, los Rolling Stones, el pelo largo, los Panteras Negras, los palestinos, la clandestinidad. Y desde hace dos o tres años, nada más». La enumeración es precisa, pero la clarividencia que está detrás de esa serie de signos de emancipación se expresa antes de esa escena y también después. Lo que se entrevió en ese año fue una grieta, una falla. Pudo haber pasado algo, pero no sucedió.

Es un misterio que a lo largo de las tres horas y media de La mamá y la puta no se sepa absolutamente nada del pasado personal de Alexandre. El pasado solo resurge en él como relámpagos discursivos que permiten vislumbrar la historia política y cultural de su país reciente, contraste que tiene una duplicación lúcida en su situación económica y social. No trabaja, sí la mujer con la que vive, un poco más grande que él y ostensiblemente hermosa. Lo mismo sucede con Veronika, la enfermera de origen polaco con la que abiertamente tiene una relación ante los ojos de Marie.

La forma en la que Eustache elabora la potencial relación amorosa entre los tres personajes es un prodigio, porque no solamente reconoce en las dos mujeres plasticidad para imaginar que es posible amar a un mismo hombre y compartirlo, sino que añade el matiz de la pertenencia de clase como un diferencial decisivo pero jamás explicitado. La escena en la que Alexandre conoce el pequeño cuarto en el que vive Veronika es políticamente perspicaz: los pocos objetos amontonados, el lavabo, el calentador para cocinar, la cama. Es una austeridad distinta al de la casa en la que Alexandre vive con Marie, una distinción que también delinea otra forma de psicología. Para quien nada posee, compartir un amor es una extensión de una condición permanente disociada de la propiedad, no así para Marie: aunque puede intentar otra cosa en materia amorosa, su condición de propietaria se le impone en el dominio de los sentimientos. Los celos entre Alexandre y Marie constituyen una prueba por contraste: en todo el relato Veronika jamás da señal de padecer de celos. Piensa, siente y vive de otra manera; no es una burguesa con todo el tiempo del mundo para leer Proust y conocer la obra de Nicholas Ray. 

Se podrían decir tantas otras cosas de La mamá y la puta. Por ejemplo: el conocimiento que exhibe sobre la economía libidinal es tan intempestivo que ni siquiera hoy puede ser del todo asimilado en su alcance por quienes creen amar prescindiendo del viejo imperativo sostenido en la unidireccionalidad. Lo que Eustache presintió en el inicio de la década de 1970 apenas se vislumbra hoy debido a que los encantamientos de la retórica de la identidad y ciertas demandas narcisistas incuestionables son la regla de la vida sentimental. De ahí la importancia del discurso final de Veronika: sobrepasa elípticamente cualquier lema feminista en boga y cualquier apelación a la libertad de un individuo.

¿Qué decir de sus decisiones formales y narrativas? Un bar puede ser un gimnasio del pensamiento como también un espacio de seducción y observación sociológica; el río de la ciudad, una glosa del desamparo; el gesto de un personaje al levantarse a la mañana, un gag subjetivo. El humilde recurso de culminar cada escena con un fundido en negro se convierte en un placer por reconocer los últimos gestos visibles en cada escena, como si la secuencia estuviera dedicada a imaginarios nictálopes cinéfilos. ¿Qué se puede advertir en el segundo previo a cada oscurecimiento? 

Eustache filma mejor que nadie entre los suyos el espacio entre las palabras, y los efectos de todo discurso en la conciencia de los personajes. Uno de los grandes placeres de La mamá y la puta es aprender a escuchar el discurso y por eso también a mirarlo. Las palabras que se dicen y no se escriben no se ven, pero sí se siente cómo afectan imperceptiblemente a los que intentan entenderse diciéndose lo que creen y necesitan. El seguimiento del discurso pone en marcha en La mamá y la puta un sistema de múltiples encuadres que nunca se combinan en una misma secuencia, pero sí se sustituyen a medida que avanza la trama. Hay momentos para un travelling lateral, otros para el plano secuencia y también para el plano y contraplano, incluso los hay enrarecidos, como se puede apreciar en el epílogo en el que Alexandre y Veronika discuten vistos por una serie de encuadres frontales jamás empleados hasta la escena señalada. La gramática formal de toda la película es admirable, no menos que el montaje capaz de enhebrar armoniosamente el conjunto.

Cuando prendieron las luces de la sala Debussy, Jean-Pierre Léaud estaba en la sala. Fue una sorpresa de último momento. Los aplausos cerrados se extendieron por muchos minutos. De pronto, Léaud reposó su cabeza sobre el pecho de Lebrun, instante en el que ya no eran intérpretes ni tampoco personajes, sino una intersección que actualizaba una visión imaginaria en el tiempo de los personajes gracias a quienes les dispensaron su cuerpo para que tuvieran alma. 

Léaud no dejaba de levantar la vista hacia la platea alta y agradecer el reconocimiento. Lebrun hacía lo mismo. Quien faltó a la cita fue Eustache, por razones de público conocimiento. En su nombre estaba su hermano. Habría sido hermoso que hubiese podido ver la cantidad de jóvenes que habían asistido a la función. Festejaban los pasajes más ocurrentes de la trama, se reían, les interesaba. ¿Qué habrán visto en todo esto? El mundo de La mamá y la puta es tan distante respecto del actual, excepto quizás por un sentimiento que en esa década se hizo extensivo en todos lados y que hoy sobrevuela la percepción del presente: los soñadores han sido vencidos, el poder ha devastado la imaginación.

El mismo hombre que concibió este inicio secreto del festival es el que ideó la fiesta oficial de apertura y la película oficial que representa el primer paso de Cannes 2022. Lo que había sucedido a las seis menos cuarto era inconmensurable respecto de la ceremonia de apertura. Por suerte, la película de Michael Hazanavicius no desentonó, más allá de pertenecer a un universo paralelo y ser meramente eso: una película. La mamá y la puta es otra cosa; es eso que suele invocarse con la palaba cine, un signo inestable, inesperadamente.

Roger Koza / Copyleft 2022