CANNES 2019 (02): EL PLANETA DE LAS BALAS

CANNES 2019 (02): EL PLANETA DE LAS BALAS

por - Festivales
16 May, 2019 04:54 | comentarios
El nuevo filme de los brasileños Kleber Mendoça Filho y Juliano Dornelles, como el francés de Ladj Ly tiene algo en común: la violencia social.

Los cineastas brasileños necesitan viajar hacia el futuro para filmar el presente, y el máximo exponente del nuev cine de Brasil no fue la excepción. Kleber Mendoça Filho, aquí acompañado por Juliano Dornelles, sitúa su enigmático relato en un futuro impreciso. Excepto por un ovni, el empleo de una tablet en las escuelas rurales del sertão y algunas armas estrambóticas, todo lo que ocurre en Bacurau podría acontecer en el siglo XIX, a principios del XX y, tristemente, también, en el 2019: la connivencia del poder local con agentes extranjeros para extraer riquezas no es una novedad en el continente. Lo más inquietante es otra cosa: escuchar a Udo Kier decir desde abajo de la tierra, en el desenlace, “esto es solo el principio”.

Bacuraues el nombre del pueblo en cuestión, el cual no aparece en los mapas, pero que sí puede divisarse desde el punto más alto del cosmos, o al menos puede viajarse desde las estrellas hasta aterrizar en las áridas tierras de esa locación. Mientras suena un tema interpretado por Gal Costa, la inmensidad cósmica coloniza la extensión del plano. Las estrellas intensifican la insignificancia, poco tiene que ver esa iconografía astronómica con el reparo espiritual y menos aún cuando la transición del cosmos a la Tierra, a través de esos hermosos y tan personales fundidos encadenados de Mendoça Filho, introducen un mundo de cadáveres en el medio de la tierra seca del norte brasileño. En efecto, en la ruta que lleva a Bacurau, un camión se ha despistado y docenas de féretros se esparcen en la ruta. En ese momento, nadie podría saberlo: para la cantidad de muertos que acumulará el film, los cajones de aquella escena serán insuficientes.

Un rito funerario es la ocasión elegida para dar a conocer a los pobladores de Bacurau. Los primerísimos planos, los encuadres enrarecidos y una vez más los fundidos elegidos para las transiciones, signos propios de un cineasta, devuelven un mundo. En ese momento, los pobladores se despiden de Carmelita, una mujer de más de 90 años, emblema de la comunidad. El cierre de la ceremonia muestra a los pobladores agitando cada uno un pañuelo blanco. Visto a la distancia, es un plano justo: allí el folclore resplandece, pero todo eso es acompañado por un gesto estético que conjura de plano la reificación de las tradiciones. En esto, Mendoça Filho y Dornelle trabajan permanentemente sobre una forma de representación que anula el naturalismo costumbrista sustituyéndolo por una expresión más cercana al desborde propio del spaghetti western, visto desde el sur y retomado con total desobediencia y con las reminiscencias propia de una tradición local, la de los cangaceiros. Sí, los cineastas son modernos. A esta forma aludida se le suma la ingesta por parte de los pobladores de un psicotrópico que les altera la conciencia, una dosis química que hasta parece ingerir el propio punto de vista de la cámara. Cada tanto, hay escenas aisladas que parecen provenir de la imaginación o un sueño; planos sueltos que distorsionan el ritmo natural de un pueblo.

Si bien en un inicio, la nieta, el maestro y una médica (Sonia Braga) sobresalen del resto de los pobladores, a medida que el relato avanza será el pueblo el protagonista; es el conjunto en lucha contra una banda de gringos liderada por Kier, unos bandoleros estadounidenses que además de hacer negocios gozan con aniquilar a sus adversarios y víctimas. La mejor secuencia al respecto es aquella en la que un viejo que se pasea desnudo y cuida de sus plantas recibirá un ataque de dos de los estadounidenses. Todo lo que sucede en esa escena es glorioso debido a la libertad con la que los cineastas son capaces de filmar la voladura de una cabeza. No menos genial que el combate final, donde se alude explícitamente a viejas disputas entre terratenientes y campesinos, citadas en el simpático museo histórico de Bacurau, el cual suministra un trasfondo social y político al relato, como también sucede con la fugaz transmisión de un programa de televisión que casi no se llega a captar, donde se anuncia la ejecución de 800 personas.

Entre tantos lugares comunes de la crítica existe uno que condena a la alegoría sin mayores precisiones. Bacurau tiende a ser una, pero se protege y no se clausura como tal en tanto la atraviesa una compulsión lúdica que les prodiga independencia y autonomía a las secuencias en sí, justificando la propia necesidad de un plano por existir más allá de la implícita operación de que este representa algo que excede al cine. La violencia desatada asume programáticamente un código estético en el que la hipérbole suspende cualquier demanda ética sobre lo posible de ver y mostrar y desinhibe alegremente el goce de la violencia como indignación política. Por cierto, en Bacurau no hay reconciliación alguna; más bien se presenta a un pueblo en armas dispuesto a dar batalla, un espíritu de rebeldía que es lo que falta en Brasil, demasiado sumiso frente a un orden castrense de cuño puritano.

En Les misérables, de Ladj Ly, la violencia se representa bajo otro código cinematográfico: el realismo social exige aquí otra estética, y más todavía cuando se ha decidido tomar la vía de un sensacionalismo disfrazado de compromiso sensible y con un veredicto político inapelable y suicida: estamos en guerra.

El título remite a la novela de Víctor Hugo, en principio, porque el relato transcurre en Montfermiel, en los suburbios en los que el novelista situó su libro más famoso. En 1862, los gitanos, los musulmanes, los escuadrones de policía especializados no se constituían en bandas ni andaban dando vueltas por las calles de estos barrios; la violencia social y la inequidad pertenecían a otro orden del mundo, y en la novela no se transcribía solamente lo que podía resultar una evidencia para los contemporáneos; más bien, como suele suceder con las grandes películas y los buenos textos, algo se dice o se muestra, acaso desconocido o impensado, acerca de un fenómeno social injusto, cuando se reordenan los mismos factores de una situación específica en una serie alternativa por la que se resquebraje algo de aquello que lo sustenta.

La historia se limita a presentar a los habitantes de Montfermiel, y como es de esperar, la cotidianidad siempre está amenazada. Sin embargo, lo que pone en marcha la tensión narrativa es el robo de un cachorro de león de un circo, lo que precipita una cantidad de infortunios, entre estos un tiro que hiere a uno de los niños del barrio. La acción es registrada por otro niño, que vive jugando con un drone, en principio para espiar a las vecinas. Pero este llega a filmar la escena controversial del disparo del policía al niño, una escena, curiosamente, bien resuelta, a pesar de todas las decisiones estéticas anteriores y ulteriores. Lo que sigue es una escalada de violencia.

El problema de películas como Les misérables reside en que se limitan a reproducir lo que ya es representado y conocido bajo un mismo orden estético, saturándolo todo por formas cinematográficas que embellecen las disputas sociales en pos de incentivar una emoción primaria de identificación que pueda hacer empatizar con los perseguidos y aquí también con los policías. En este sentido, todo el capítulo de cierre es de una torpeza ostensible: los pibes del barrio se calzan la capucha y van por los policías que han herido a uno de ellos. Se preparan para una guerra y todo lo que sucede en las escaleras de un edificio no es otra cosa que un combate.

La espectacularidad de la violencia es total. El registro en vivo, los ralentís acompañados de los más feos acordes musicales y la administración mecánica de la tensión debido al enfrentamiento orquestan la gran estética reaccionaria que un film como Ciudad de Dios catapultó como estilo global del miserabilismo a gran escala. Es por eso que el último plano condensa todo un concepto del suspenso y de la ética reaccionaria: si el niño y el mejor policía se enfrentan, la cuestión es de vida o muerte, los dos pueden morir. Ly resolverá el problema de una cierta forma. Parece una decisión elegante, pero no lo es. En verdad, es estrictamente correlativa a otra escena precedente en la que participan un león, el niño y el dueño del circo, todos en una jaula y con peligro de muerte. Bazin jamás pudo imaginar que su concepto de montaje prohibido podría llegar a aplicarse a una película tan canalla como berreta, tan televisiva como demagógica. Pero el viejo problema del realismo vuelve aquí, en su versión abyecta.

Roger Koza / Copyleft 2019