CANNES 2017 (05): CÓDIGO CONOCIDO

CANNES 2017 (05): CÓDIGO CONOCIDO

por - Festivales
22 May, 2017 11:29 | comentarios
La estética oficial del festival de Cannes. A la cabeza Haneke y como siempre los epígonos infaltables

Nada, absolutamente nada tiene que pasar por un comité de moral para ser filmado. Cualquier experiencia humana puede ser traspasada a una imagen. La máxima prueba es aquella en la que se ha filmado lo que un hombre, una mujer, un niño o una comunidad no ha elegido vivir, pero sí ha padecido. Tenemos imágenes de ejecuciones, de muertos enflaquecidos arrastrados por una pala mecánica, de perros despedazando gente; el catálogo de atrocidades es numeroso. Pero la brutalidad no es la única determinación anímica que condiciona la naturaleza de una imagen. Están las imágenes nacidas de dulces perversiones y las que surgen de deseos que desbordan los acuerdos de lo que se entiende como posible entre los hombres. Buñuel lo entendió desde el inicio y sintetizó en un solo gesto la desobediencia a cualquier límite impuesto desde afuera: rasparse los ojos con una navaja frente a una cámara; así declaraba un cineasta su absoluta libertad, pues hasta se puede filmar la mutilación de las condiciones orgánicas de su oficio.

El tema de hoy es la crueldad o, más bien, el tema canónico de este festival, desde hace años, es la crueldad. Cannes es una fábrica de crueldad matizada por películas políticamente correctas que ganan premios. Por mi parte, no escribo sobre un mero capricho, tampoco tengo una obsesión. En Cannes, la selección oficial y sus autores se complacen en la crueldad, y esto reclama ser pensado. Un buen ejemplo: ya van dos películas en donde se incluye una escena en la que un bebé llora en un plano que se sostiene por un tiempo considerable con fines didácticos y aleccionadores. El ruso Zvyagintsev en Loveless y ahora el mexicano Michel Franco en Las hijas de Abril creyeron necesario incluir escenas de ese talante. En los dos casos están al final y tienen una función simbólica que cumplir. Reforzar un concepto. Son escenas que resultan equivalentes a los textos marcados con resaltador en los apuntes de los estudiantes.

En los cineastas alegóricos, que Cannes recluta regularmente, la escena punitiva siempre está al final. Es el mensaje, el dedo levantado, el megáfono con el que gritan la verdad que se desea predicar y escribir con sangre. Debo informar que hoy se vio una escena mejor, más frontal y sin concesiones: un abuelito ricachón podrido de respirar le pide a su nieta que empuje su silla de ruedas en dirección al mar. El abuelito no es Alfonsina, y la niña pertenece al cosmos opuesto de Heidi. En cualquier momento encarna Belcebú. Es que los responsables del festival no se privan de nada. Hoy se celebró un film en el que todas las generaciones representadas se sienten hermanadas bajo la máxima obsesión de Cioran. Quitarse la vida en familia: mucho mejor.

El tema de la crueldad pasa por la localización de su genealogía y su ejercicio. Michael Haneke, por ejemplo, supo ubicar el origen del malestar en un sistema económico defectuoso apoyado en una racionalidad técnica que absorbía los signos vitales de sus personajes, pero un día cambió de parecer y se entregó al resentimiento metafísico que siempre suele entrever que la crueldad radica en la misma naturaleza humana. Es un resultado de una lectura casi teológica, que cuenta con exégetas en muchos países. Para ellos, el mundo ha caído en el pecado, es una comarca defectuosa, una estofa orgánica mal parida con habitantes dispuestos a cualquier cosa. Son ideas añejas que ni siquiera pertenecen al cine, pero que llegaron al cine y siguen teniendo un influjo pernicioso. Porque una cosa es el suicidio colectivo y familiar en El séptimo continente y otra cosa muy distinta es la pasión de algunos familiares por quitarse la vida en Happy End, un remedo pusilánime de aquella.

 ¡Qué título, Herr Haneke! Revela una pereza imperdonable para quien es considerado uno de los maestros del cine contemporáneo. En efecto, el pesimismo de aquel film inicial de fines de 1980 intentaba hallar su genealogía en una mecanización materialista del mundo de la vida y en una monetización de todos los valores que erigen los hombres. La economía y la esterilidad de las riquezas quitaban las ganas de vivir. Existencia y economía se implicaban mutuamente, y Haneke podía afirmar estas cosas sin depender de la palabra y trabajando sobre una puesta en escena brutal pero que tenía bastante en cuenta el recurso de la sugerencia y el ocultamiento. Otra cosa es el pesimismo que desdeña su origen y postula un estado de naturaleza. El cineasta entonces fija de inmediato el lugar de sus personajes y no les atribuye ninguna posibilidad de cambio; en el mundo inmóvil que instituye, cada pieza sostiene y afirma un sistema cerrado. La esfera de Haneke es irrespirable. ¿Haneke reaccionario? La inmovilidad es la cifra de ese signo político.

El comienzo de Happy End es un unhappy beginning. Alguien filma absolutamente todo con su celular: desde lavarse los dientes a los experimentos sádicos con un cobayo, lo que incluye empastillarlo para ver si muere. Sí, muere, y frente a cámara. Son unos cinco o seis planos de teléfono intercalados por los títulos del film. Parece una decisión perspicaz, pero es propia de un principiante que cree ser astuto. La compulsión por filmarlo todo se repetirá en el final, lo que confirma la naturaleza cerebral y calculadora de todo un sistema de signos que Haneke idea para enunciar de una vez por todas que este es el mundo de la podredumbre digital y técnica.

Después de los títulos, un poco de información desperdigada de época y también del contexto de su familia protagónica. Una vez más se insiste con el lugar de la imagen y los dispositivos por los que circula. Es cierto, Haneke ha insistido desde Benny’s Video en que la imagen es un suplemento subjetivo de enajenación que define la forma predominante de estar en el mundo. De lo que se predica la disolución de un viejo problema cinematográfico: de la modernidad cinematográfica para acá, la vieja distinción entre los cineastas que creen en la imagen y los que confían en la realidad queda fechada y ha sido abolida, lo que no significa que no sea pertinente meditar sobre la distinción en otras coordenadas. Como si fuera un adolescente con un par de lecturas filosóficas, la incorporación del celular que hace Haneke en Happy End no es menos que penosa. Esto tampoco es Caché escondido.

En el centro de Happy End hay una familia de ricos. Un hombre tiene una hija de una primera esposa, está con otra mujer y a su vez tiene una amante secreta que toca el chelo, con la que comparte una intensidad sexual digna de una lectura rápida del Marqués de Sade, aunque siempre por el chat de Facebook. Su hermana es interpretada por Isabelle Huppert. Es una entrenada y fría empresaria. Fálica como un obelisco ardiente, su compostura retiene su disposición al control de todas las cosas y de todos sus seres queridos; debe ser la composición más sutil del film. Este personaje tiene un hijo que está al borde de la descomposición psíquica, y como en esta ocasión Haneke ha perdido todo sentido de mesura, en el final le adjudica al loco el lugar de denuncia. En él se enuncia la verdad secreta del film. La vieja sentencia de que los niños y locos no mienten es tomada al pie de la letra. Falta el abuelo. Jean-Louis Trintignant es un especialista en monstruos, y como Haneke entiende que la burguesía es una categoría social icónica del terror, nadie mejor que él para demostrar los modales refinados de su especie. En cada gesto, en las pausas en los parlamentos, en el movimiento del cuerpo se sugiere cómo la cultura es enteramente compatible con la aberración. En un momento tenebroso como pocos, él y su nieta comparten unas palabras sobre el deseo de desertar del mundo. Insania estructural que ya no es prerrogativa de un estadio de la vida, sino de una clase en su conjunto.

Todo esto sucede en Calais, territorio de paso casi obligado para los indocumentados que vienen del África y Medio oriente. Un detalle más: en la casa atiende una familia completa de marroquíes. Pequeña crueldad indicada en el guión: el perro de la casa le da un mordiscón a la hija de los sirvientes y entonces se identifica con precisión el desprecio de clase y la sumisión. Pero los verdaderos protagonistas del contracampo de la riqueza son cincos refugiados recién llegados a la “Tierra Santa”. Se los ve a mitad de película caminando por la calle en un pasaje en el que el abuelo se da un paseo para recordar cuánto odia el mundo circundante; reaparecen en el final, como si fueran una comparsa para animar fiestas y dejar en claro el mensaje. El guión debe decir: “Vuelven los negros desesperados. Indispensable para contagiar culpa”. En efecto, los cincos desesperados llegan a un agasajo que organiza la familia, llevados por el hijo, al que ya no le importan los modales. Eso sí, después de la escandalosa aparición se los invita a sentarse en una improvisada mesa y a disfrutar de los manjares. Es un plano tan avieso por su fugacidad y su distancia, en total sintonía con la paliza que recibe el hijo de Huppert en el inicio, que también se registra a una distancia prudente. Los manierismos de manual de Haneke son puro academicismo: el cineasta ya no se preocupa por pensar y trabajar sobre la forma cinematográfica.

 

Otra película. Plano secuencia ampuloso: el sonido en fuera de campo indica sexo. ¿Es como en Elle? No. ¿Por qué? Porque en vez de un gato indiferente frente a la escena que no se ve aún, hay una mujer que también pretende ser indiferente, como el gato. La joven está en la cocina y el cuarto en el que está la pareja da con la cocina y el living. Es una casa hermosa en Puerto Vallarta. La joven que aparece es la hermana de la mujer que goza. Su postura displicente y su improbable indiferencia es toda una indicación. Pero el plano se sostiene por un rato y aparece en cuadro la agraciada sale del cuarto. Allí el registro se vuelve todavía más manierista. La joven se para frente a un mueble de cocina que intercepta su desnudez; el pubis se escamotea del campo visual. ¿Es Franco un cineasta pudoroso? No. Lo que se intenta hacer es otra cosa: no se intenta retener un poco o no mostrar todavía el sexo de la joven, sino sorprender con el avanzado embarazo de la protagonista. En ese vientre vibra una vida, nada más y nada menos, ahí hay una de las “hijas” de Abril.

A continuación empieza el plan sistemático de degradación. Primero llega la madre que vive por razones misteriosas (y de coproducción) en España. ¿Por qué se fue? No tiene importancia. En principio, las hijas la reciben con algarabía; todo parece estar bien hasta que nace la criatura. Una vez nacido el niño, la perversión cambia de registro. Su estado latente se sustituye por una intensificación de lo siniestro. ¿Qué decir aquí para no recalar en el spoiler?

Las hijas de Abril puede ser leído como un melodrama incestuoso. Nadie puede desmentir la perversión, ni afuera ni dentro del cine. En el cine mexicano existe una tradición, y el maestro del género se llama Arturo Ripstein. Los nuevos cineastas mexicanos no son huérfanos al respecto, tienen una tradición, pero la lectura de esta resulta sesgada y reduccionista, propia de un tiempo en que el cine parece disociado de aquello que no responde a los caprichos de los realizadores y condiciona la realidad como asimismo el punto de vista. En sus mejores películas, Ripstein jamás deja de lado la relación que se establece entre la desposesión simbólica y material y el desorden de la vida amorosa. En Ripstein, la perversión tiene una marca social reconocible. Este es el problema del cine mexicano contemporáneo en general, y el de Franco en particular: el irrefrenable instinto que sienten muchos cineastas de su generación por filmar experiencias perversas desconoce las fuerzas materiales e históricas de estas. La ineficacia sociológica tampoco es enmendada por una solución pertinente, guiada por un concepto psíquico que alcance a comprender la economía libidinosa de una madre que quiere tomar el lugar de su hija. La perversión en Las hijas de Abril es más que nada un juego de asociaciones volubles salidas de un escritorio con el difuso fin de explicitar la deficiente naturaleza humana.

¿Qué más se puede decir aquí? ¿Que Franco ha encontrado una variación en sus películas al introducir un zombie en el melodrama? No hay otra forma para explicar la presencia del único personaje masculino de peso.

* Excepto el último fotograma que es de Las hijas de Abril, el resto pertenece a Happy End

Roger Koza / Copyleft 2017