CANNES 2016 (13): LA RAZÓN DE LAS LÁGRIMAS

CANNES 2016 (13): LA RAZÓN DE LAS LÁGRIMAS

por - Festivales
01 Jun, 2016 12:33 | Sin comentarios

Loach, Gibson y Miller

Por Roger Koza

La sexagésima novena edición del Festival de Cannes, que se celebró del 11 al 22 de mayo, tuvo una competencia con seis películas notables, otras seis buenas, algunas apenas aceptables, un par de las infaltables mediocres y una objetivamente vergonzosa. El balance parece disimuladamente negativo, pero no lo es: agrupar títulos grandiosos en el panorama del cine contemporáneo constituye una proeza. Cannes pudo hacerlo.

Lo curioso es que el jurado presidido por el cineasta australiano George Miller coronó las peores películas del certamen, a tal punto que es lícito aventurar una conjetura: si la última Mad Max del propio Miller hubiera estado en la competencia, es probable que ni él le hubiera dado un premio. ¿Cómo puede ser que ni siquiera reconoció en Elle, de Paul Verhoeven, algo de su brío y desacato estético?

La máxima ganadora de esta edición fue un panfleto sin ingenio, de buenas intenciones pero ineficaz y contradictoria frente al tema elegido. Es legítimo querer cuestionar el orden vigente económico mundial, que naturaliza sus injusticias, como si el neoliberalismo fuera un plan evolutivo de la especie surgido de las entrañas de nuestros genes. Pero el camino elegido por el cineasta inglés Ken Loach en I, Daniel Blake es una representación bastante inocua y narcótica de cara a las asimetrías sociales que detecta. Lo que vemos es conocido, y su tratamiento, más que hendir el sentido común para poder pensar algo nuevo o simplemente ver de otro modo, redobla la familiaridad del tema y congela el diagnóstico, apelando al peor argumento político en el cine: la empatía sensiblera.

En su último film, Loach sigue las distintas peripecias que un carpintero de unos 60 años está obligado a atravesar para mantener un seguro de desempleo que necesita debido a que ya no puede seguir trabajando por un problema de insuficiencia coronaria. Dado el sistema laboral británico, hasta que no se compruebe a fondo su imposibilidad, Daniel tiene que seguir buscando trabajo, incluso sabiendo que no tomará ninguno. Sobre esta situación, Loach pinta un universo desolador y burocrático, subrayando todas la calamidades que cualquier espectador podrá reconocer de inmediato: las interminables llamadas atendidas por contestadores, los infinitos procedimientos institucionales y los plazos de resolución indefinidos. La vida del protagonista es un vía crucis secular.

Aquarius

Pero sucede que la clarividencia que se requiere para comprender la perpetuación de esa forma de vida ni siquiera se intuye. El qué es lo evidente, el cómo y el porqué resultan lo que Loach deja de lado. Esa impericia para examinar el contexto lo lleva inconscientemente a tomar una decisión canalla: cuando el personaje está bastante cerca de conseguir su cometido, el guión decreta su decrepitud física y transforma al abnegado carpintero en un crucificado del sistema, un mártir necesario para asentar la crítica ideológica. Al desprevenido se le caerá una lágrima, pero la verdad es que con este cuento proletario sin rabia e indignación Loach pacta involuntariamente con aquello que desea denunciar. El fatalismo es invencible.

El jurado cerró los ojos y no vio que sí tenía una película política a la altura de las circunstancias. El regreso de Sonia Braga al cine, de la mano de Kleber Filho Mendoça, en Aquarius, era la película que trabajaba más a fondo y encontraba una manera justa de filmar la confrontación del individuo frente a los poderosos. El cineasta brasileño sitúa la historia en Recife y su protagonista es una crítica de música que acaba de jubilarse. El personaje de Braga ha vivido por décadas en un departamento frente al mar perteneciente a su familia. Sucede que el edificio ha sido adquirido por una empresa de construcción que planea hacer de ese inmueble un complejo moderno habitacional. En un principio, los representantes de la firma buscarán que la única propietaria venda; al fallar con la persuasión legal, irán por la fuerza. Los sutiles métodos mafiosos de la compañía serán tan perversos como sofisticados.

Braga brilla en todo el film. La convicción que transmite en su mirada y sus gestos es equivalente al deseo que se le adjudica al personaje de querer vivir a su manera y de estar dispuesta a guerrear con los “dueños” del espacio urbano. No es la primera vez que Filho Mendoça entiende que parte de la disputa política actual se centra en el uso y la apropiación del espacio social. La inteligencia formal del film es incuestionable: la cámara funciona como si fuera la extensión de la imaginación de un arquitecto que intuye que el campo de batalla pasa por cómo posicionarse en cualquier territorio y que por eso importa saber filmarlo.

Más política aún que Aquarius es Paterson, de Jim Jarmusch. ¿Puede ser política una película que circunscribe su metraje a la poesía (de Ron Padgett)? Sí, en la medida en que el protagonista es un joven colectivero de la ciudad llamada Paterson en Nueva Jersey, cuya pasión cotidiana está circunscripta a escribir poesía. Nada puede resultar más político que el inesperado desvío del lugar que se le asigna a un sujeto en el orden social. El colectivero cultiva su sensibilidad y al hacerlo contradice la expectativa y el imperativo social del rol que cumple.

Lo genial del film de Jarmusch reside en que la actividad poética se pone en movimiento a partir de una intensificación perceptiva aplicada a toda la cotidianidad, la cual incluye los sonidos y observaciones que el colectivero reúne deliberadamente mientras hace su trabajo. En este sentido, los famosos fundidos encadenados de Jarmusch reproducen las visiones yuxtapuestas del protagonista: el trabajo poético consiste en enlazar signos distantes o secretamente cercanos que remiten a cosas del mundo que el ojo y el oído llevados por el lenguaje consiguen desmarcar del uso pragmático para emancipar la experiencia de lo circundante.

Toni Erdmann

Incluso más política que Paterson resultó ser Toni Erdmann, la magnífica comedia de Maren Ade, en donde una joven empresaria alemana que trabaja para una empresa de su país en Bucarest ve interrumpida su rutina laboral y su ascenso profesional cuando su padre la visita por un mes.

El personaje de Sandre Hüller como Ines representa muy bien a una generación cuya vida emocional está subsumida a una racionalidad económica obsesionada con el rendimiento. No hay tiempo libre; cualquier tarea improductiva, incluso los placeres sexuales, refieren a una modalidad de consumo; Ines percibe la llegada de su padre como una intrusión en el desarrollo de sus objetivos.

La forma que encuentra Ade para mitigar ese encantamiento con el mundo de las mercancías es a través de cierto sentido de comicidad no exento de ridículo con el que el padre, al componer a un personaje imaginario llamado Toni Erdmann, para el que utiliza una peluca y unos dientes postizos, interviene sin el consentimiento de su hija en sus actividades profesionales. Este presunto coach de empresarios y amigo del tenista rumano Ion Tiriac es uno de los personajes más divertidos vistos recientemente en una pantalla. Su misión no es otra que recuperar a su hija de la fantasía reduccionista en la que vive.

Lo que sucede con el personaje de Ines, su imperceptible transformación y restitución afectiva, es una de las cosas más hermosas que se vio en Cannes. Unas tres mil personas estaban convencidas de que este film merecía la Palma de Oro, excepto, lógicamente, los nueve miembros de jurado. Las comedias nunca vencen la extorsión de las lágrimas.

Este texto fue publicado en la revista Ñ en el mes de mayo 2016

Roger Koza / Copyleft 2016