CANNES 2016 (07): LOS ESTÍMULOS

CANNES 2016 (07): LOS ESTÍMULOS

por - Críticas, Festivales
18 May, 2016 07:18 | comentarios
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Assayas y Stewart

Por Roger Koza

 La ciencia empieza con los estímulos. El ojo recibe señales, el oído también. Se pueden cerrar los ojos y taparse los oídos, pero eso no modifica la persistencia de un afuera sobre las condiciones mínimas de interacción con el mundo. Algo que no responde a ningún capricho del sujeto inviste la sensibilidad. El cine también nace de los estímulos, empezando por la luz dispersa de cualquier campo visual y lo sonoro que no puede identificarse en ningún espacio preciso. Se capta la llegada de la luz a un objeto, se percibe una voz que se propaga sobre lo que es visto. De las relaciones entre esos elementos puestos en una perspectiva se erige una serie de acontecimientos. Toda narración constituye una serie. El montaje alinea la autonomía irrevocable de un plano.

Veía el film de Almodóvar y no podía dejar de preguntarme de dónde provenía Julieta. De un papel y del deseo de Almodóvar es la respuesta evidente, pero mi interrogación pedía algo más allá del autor empírico de la película. El encuadre inicial enrojecido por la tela de un vestido era un estímulo evidente. El cine de Almodóvar empezaba con un rasgo autoral verificable: la plenitud de los colores. Me dije entonces que una forma de ver Julieta consistía en desatender el relato y perderme en la intensidad lumínica de los rojos y los azules. En ciertos momento, vi el film como un documental de los colores, un documental barroco y expresionista de tonos. Así Julieta funcionaba a la perfección; era magnífica, precariamente.

Mientras veía la película recordé este párrafo que Jorge Luis Borges le dedica a Luces de la ciudad de Chaplin en Discusión, libro de 1932: “Su carencia de realidad sólo es comparable a su carencia, también desesperante, de irrealidad”. Esa aserción, quizás injusta pero lúcida de Borges sobre un film de Chaplin, me resulta satisfactoria para algo que me parece ilustrativo del último cine de Almodóvar: su peculiar idealismo (filosófico), su poca convicción y su desgano para referenciar cualquier plano a la dimensión tosca pero tangible de lo real, una desaprensión respecto del mundo. Dicho de otro modo, su abstracción humanista y cinematográfica. En Almódovar, el estímulo parece provenir de otras películas, y rara vez se percibe la dialéctica innegable entre el mundo y el plano, excepto en los colores. Se podría decir que en esta ocasión el estímulo más evidente es un viejo y magnífico film de Hitchcock en el que el pasajero de un tren se esfuma inadvertidamente. La dama desaparee es la película, y hay que recordar que la trama de aquel se expandía a problemas de espionaje y eso se vinculaba con una dimensión política elemental de la época.

El tema de Julieta es la culpa. Como tal, la culpa carece de atributos. No se adjetiva. No es ni culpa cristiana, ni psicoanalítica. Es culpa a secas. El argumento recae en un nudo familiar. La hija de Julieta decidió dejar de ver a su madre hace mucho tiempo atrás. El film empieza con una carta en tiempo presente y de ahí va al pasado para entender las razones de un distanciamiento, pero también para reconstruir la historia de un amor, nacido en un viaje en tren, que dio como consecuencia irreversible la existencia de Julieta.

Julieta

¿Qué le falta a Julieta? ¿Qué sucede con el film de Almodóvar? Signos de época y la materia del mundo están elididos. Son imágenes de imágenes. En otras palabras, se trata de un film solipsista al que le importa señalar un problema universal: la imposibilidad de hablar con los que se quiere acerca de los sentimientos que se tienen.

Es evidente que Julieta es ostensiblemente superior al film precedente de Almodóvar. Viajar en tren es mucho mejor que estar en un avión a la deriva.

La indignación corría por la sala Debussy en la primera pasada de prensa de Personal Shopper, de Olivier Assayas. Los espectadores salían de la sala mirando al teléfono y pegándole al teclado para dictarle la sentencia con la furia que merece a un hombre que nos prometió el cielo y nos devolvió la nada misma. Escribían con una velocidad corrosiva; la hiel es cocaína por otros medios: desentumece los dedos, inspira párrafos envenados y coliga frases contundentes en 140 caracteres, que tienen a menudo la apariencia de un pensamiento inteligente. En principio, el apuro no suele precipitar grandes ideas. Lo sabemos: en todos los festivales se practican linchamientos. Hay que encontrar a un director, señalarlo y darle un par de latigazos para que escarmiente. No hay peor función de la crítica que instigar correcciones; otra cosa es cuestionar con argumentos y a través de ellos incitar una conversación sobre qué es el cine. El elegido en esta oportunidad fue un hijo pródigo del cine vernáculo y también de la crítica, el señor Assayas. Para colmo eligió un tema ideal para el escarnio: el contacto con los muertos.

Una afirmación: la película de Assayas es la más contemporánea de todas las películas de competencia. Burlarse de la metafísica del film es no prestar atención a la propia física que este, con gran dificultad, intenta descifrar. ¿De qué estamos hablando? Assayas ha sido siempre un cineasta-antena, un rabdomante con una cámara. Muchas de sus películas son imperfectamente proféticas. Es que Assayas sabe que el cine es el arte del presente por antonomasia. A través de una cámara se intenta sintonizar una época. Son intentos e intuiciones que pueden fallar pero nunca deberían dejarnos de interesar. En Personal Shopper el cineasta propone un renacimiento del espiritismo decimonónico en las coordenadas cibernéticas de nuestro tiempo. El film enuncia: vivimos en la época del espiritismo digital; luego afirma: nuestras formas de comunicación electrónica son formas de apropiación de una fantasía pretérita cercana al deseo de contactarse con otros mundos, con universos inmateriales. Esa es la intuición general.

La historia del film es también propia del siglo XXI. El personaje de Kristen Stewart tiene dos trabajos: por un lado, hace las compras de los vestidos y las joyas de una celebridad no muy diferente a ella; por el otro, presta servicios de canalización. Sí, y aunque suene tan inverosímil como estúpido, ella puede contactarse con los espíritus del más allá.

No es un momento fácil para Maureen: su hermano, también un médium, ha muerto recientemente. La joven vive en París, y se traslada de aquí para allá haciendo los mandados asignados por su patrona: retirar indumentaria en Londres, ir a buscar un collar de perlas a una ciudad cercana. El traslado define la cotidianeidad de la protagonista. Debido a que el tiempo de un famoso es restrictivo, la necesidad de un asistente se impone, un doble que incluso lo sustituye en un plus de cualquier compra: el acto de adquirir, el placer que supone que un objeto de nadie se vuelve el objeto de uno. Es un trabajo típico del presente, una deformación del empleo del tiempo, la plusvalía y el ocio.

Personal Shopper

Pero el tema más rutilante es el encuentro con los muertos. En una escena inicial, por momentos físicamente extraordinaria, Maureen intenta hacer contacto con los muertos, que parecen no querer abandonar la última casa en la que estuvieron. Los compradores solamente quieren hacer la transacción si los espectros están en paz. La impresión es que los fantasmas de la casa desconocen la quietud de los que han pasado a otra vida. Están inquietos.

Para el incrédulo o el materialista a secas, tales discusiones parecen disparatadas. Sin embargo, no hay nada más fascinante que la intersección entre una necesidad metafísica orientada a conjurar la contingencia y la finitud y la invención de algunas tecnologías que aparecieron a fines del siglo XIX y que conquistaron el tiempo, o al menos lo preservaron de su decadencia. La aparición del grabador de sonido y la invención de una cámara constituían una nueva herramienta de conquista para imponerse sobre la impermanencia y el indetenible devenir.

El problema de los fantasmas es su inmaterialidad, y es por eso que nunca funciona bien en el cine otorgarles un cuerpo. Assayas imagina una escena inicial y un encuentro en donde primero se los oye y después se los ve. Cuando el oído tiene que lidiar con los espíritus sin imágenes lo espeluznante incomoda como nunca. El gran horror es siempre sonoro, porque los sonidos sin referencia convocan el misterio que antecede al orden que distribuye el lenguaje. La transformación de un ruido inclasificable en otro regulado y codificado anula en cierto sentido las fuentes del terror. El temor anida en una especie de big bang prelingüístico, que es lo que se siente cuando el lenguaje es insuficiente para describir una experiencia.

Hay una escena en la que un fantasma hogareño vomita ectoplasma, un instante de una ominosa hermosura que puede atemorizar pero que en última instancia, al quedar fijado en una imagen, quien mira puede hacer ya una operación lingüística y referenciar lo que ve. El espectro se deshace del ectoplasma. En el reconocimiento de esa imagen la descripción detiene el terror. Es que la máxima intensidad del terror acontece cuando la descripción es imposible. Por eso, los minutos iniciales de Personal Shopper son excepcionales. Eso es posible, además, debido a la maestría de Assayas en el manejo conspicuo de los espacios; aquí demuestra un sentido preciso del oscurecimiento del cuadro, de tal modo que se evoque visualmente una estética de las tinieblas que rarifica el campo visual. En esa oscuridad se mueve la figura de Stewart hasta que los espíritus la contactan. Aunque hay que decir también que Assayas se equivoca al darle bastante rápido una entidad visual a los fantasmas. Sin embargo, hasta que esa manifestación tiene lugar, la sensación física, frente a la confrontación de una zona desconocida, tiene una eficiencia indesmentible.

El gran problema de Personal Shopper no reside en su delirante convicción de abordar una temática sospechada de demencia. La dificultad de Assayas es otra y tiene que ver con una descompensación entre distintos bloques narrativos de su película, que no entran en equilibrio. El conjunto es desgarbado. Un ejemplo: toda la conversación por WhatsApp entre Maureen y un posible espectro mientras ella viaja de París a Londres y regresa lleva unos 30 minutos, una extensión orgánica al film en tanto que ese intercambio electrónico es el centro filosófico del film. Pero después de esa larga secuencia se suscita un asesinato, seguido por una interrogación policial y la aparición de un asesino repentino. En menos de 15 minutos se desatan varias situaciones que las elipsis y las resoluciones que se prueban no disimulan el apuro y los indebidos atajos que martirizan el fluir riguroso de un relato. Cuando se hace un film de esta naturaleza, atar cabos es tan importante como practicar en la representación de lo tenebroso una lógica sostenida de la sustracción: menos es más, no es una novedad.

Y ha llegado el momento más triste de Cannes 2016, la hora de un anuncio que suena a ritual funerario: los hermanos Dardenne han agotado su sistema. Ya no se trata siquiera de ver los límites de un método (lo que había sugerido aquí, dos años atrás), sino la capitulación de una forma de hacer cine. ¿Qué les ha pasado a los hermanos Dardenne?

La hipótesis es la siguiente. Los Dardenne hicieron dos películas extraordinarias: Rosetta y El hijo, una detrás de otra. En ambas habían arriesgado y trabajado sin certezas; todavía el sistema estaba abierto y servía para explorar el cine e interrogar la experiencia social en su expresión más primitiva: la supervivencia, sobre todo en el caso de Rosetta. En El hijo el tema era enteramente otro: la piedad en clave materialista. Fueron películas viscerales porque la puesta en escena en ambas respondía a requerimientos propios del cine que hacían. Si había que filmar el desempleo adolescente, la forma elegida, devastadora y precisa, establecía un equilibrio exacto entre forma y materia. En Rosetta había un trabajo sobre el espacio extraordinario, una división de territorios y un sentido de urgencia: se filmaba la guerra, la contienda infinita por obtener un empleo. En El hijo la perfección llegaba en el final, en una de las escenas más conmovedoras de los últimos 15 años: el enfrentamiento entre el padre del hijo muerto y su asesino, no menos joven que su hijo.

La Fille Inconnue

Pero el tiempo pasó, el sistema se consolidó y el éxito los cercó. Los hermanos dejaron entonces de percibir la urgencia y se contentaron con probar una fórmula que daba réditos. Premios y distribución por doquier. La crisis del éxito fatiga el cine de los Dardenne. Es como el paciente que se examina al inicio de La Fille inconnue: tiene bronquitis o asma, no puede respirar. Las últimas películas de los Dardenne respiran mal. Tosen, se ahogan, se asfixian. Hasta aquí se trata de la cáscara de una hipótesis.

El obstáculo de los Dardenne se sitúa en la fijación dramática de querer articular sus cuentos morales (y ya no políticos) en un solo individuo. La extrema concentración en un sujeto moral y la atención en un caso particular los ha extraviado. El paso de Rosetta a El hijo era el paso del uno al dos. Se los podía esperar un tiempo para que hicieran el salto a lo colectivo, y fue justamente en la película precedente donde tenían todo dado para que ese cambio cualitativo se plasmara. No sucedió, porque en Dos días y una noche el repliegue a la intimidad se les impuso. Insistimos: el riesgo esencial para los hermanos consistía en pasar del individuo a lo colectivo, y es ahí en donde hay que leer la razón principal por la que paulatinamente sus películas han abandonado la soterrada bronca política de las primeras piezas por un terreno moral de pocas ambigüedades, demasiado seguros de todo y en cierta medida conservador. Ya ni siquiera se trata de la suspensión ética de la política sino de una anulación de la misma. Si en la próxima no filman una revuelta, asistiremos a un velorio.

La Fille inconnue sitúa su relato en Seraing, Bélgica. Una joven médica está a punto de ser elegida para trabajar en un centro médico llamado Kennedy. A punto de terminar la jornada, en la noche, mientras atiende a un paciente, alguien toca el timbre de su consultorio. No abrirá. Esa decisión tendrá consecuencias: una mujer morirá, tal vez haya sido asesinada. La joven médica (como los propios policías del caso le echarán en cara) adquirirá modales y encarará acciones de investigador. Jenny ya tiene una opción nueva para su futuro: convertirse en el inspector Clouseau. Literalmente, la doctora visitará posibles testigos y elucubrará alguna hipótesis, incluso hasta enfrentará al hampa. ¿Cine negro? Ni siquiera.

La investigación poco tiene que ver con la víctima. De ella se quiere saber su nombre y su procedencia, pero el peso de las acciones tiene más que ver con la culpa que con la justicia. El tema del film es la culpa. La culpa de quienes se han acostado con la prostituta antes de morir, de quienes han sido testigos de los últimos momentos de su vida y callan, de la doctora que no supo abrir la puerta de su consultorio y así salvarla. Culpa infinita que, además, tiene un correlato directo con un extraño sacrificio parejo en todos los protagonistas: ningún personaje parece tener otro interés que el de trabajar.

El dogma de los Dardenne se cumple al pie de la letra. Planos secuencia sostenidos, nada de música extradiegética y, fundamentalmente, el sostenimiento de una unidad cromática grisácea que pinta el tono desangelado del film. Los hermanos vuelven a prohibir la existencia del sol. La luz debe alumbrar apenas lo suficiente para entender que este mundo es sombrío. Ni siquiera funciona lo mejor del dogma de los Dardenne, herencia directa del gran Robert Bresson: la famosa escena final, eso que Paul Schrader denominó el momento decisivo, instante en el que se introduce un elemento trascendental que reagrupa todos los elementos del film. Un dogma sin espíritu, lejos del ardor inicial, porque tampoco aquí hay un trabajo de registro laborioso que enaltezca ese salto espiritual tardío. La corrección es innegable, la anemia estética también.

Es hora de que reaparezca Rosetta, pero ahora comandando un ejército de desocupados que venga más que a tomar la Bastilla a desmantelar los límites de la imaginación política de nuestro tiempo. Sería genial que ensayaran una película de ciencia ficción en donde Rosetta devenida en Norma Rae proponga una sedición de los asalariados y erija un nuevo sistema laboral que desestime la división del trabajo. Si el presente los constriñe, quizás la fantasía los inspire. Como sea, los hermanos necesitan menos Palm D’Or y una desesperación similar a la que tenía Rosetta en 1999 y que movió a David Croneberg a decir que ese film era del futuro. Los hermanos necesitan volver al combate.

Roger Koza / Copyleft 2016