CANNES 2015 (04): INCRÉDULOS, COMPROMETIDOS Y CREYENTES

CANNES 2015 (04): INCRÉDULOS, COMPROMETIDOS Y CREYENTES

por - Críticas, Festivales
16 May, 2015 06:55 | Sin comentarios
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The Lobster

Por Roger Koza

La mañana del 15 de mayo había empezado con un film que había despertado muchas expectativas: The Lobster (La langosta), de Yorgos Lanthimos. El crustáceo que en cualquier restaurante del mundo está siempre entre las delicias dietéticas más caras es el animal elegido por el personaje que interpreta Colin Farrell para convertirse en éste si en los 45 días asignados una vez detenido no consigue una pareja. La cárcel aquí es un hotel, una penitenciaría que se parece bastante a un spa conductista o a un centro de rehabilitación nihilista en un mundo impreciso como su tiempo. Es el futuro, eso está implícito.

En los procedimientos de admisión no solamente importa qué animal se elige, también es necesario explicitar las preferencias sexuales. El sexo no está prohibido del todo, pero una masturbación tiene su reprimenda debida, como lo experimenta el personaje de John C. Reilly cuando tiene que poner su mano en una tostadora prendida como castigo ejemplar. Las enfermeras cada tanto pueden balancear el trasero sobre el cuerpo de los prisioneros. Pero no todo se vincula con el sexo en el spa futurista disciplinario. Más allá del devenir animal al que están condenados, el amor puede surgir y así se celebrará alguna boda. En verdad, si una pareja no se formaliza el castigo es pasar a una vida animal. En este mundo distópico, los que no se adaptan a la Ciudad van al Hotel y el resto vive en los Bosques.

El mundo de Lanthimos es oscurísimo y abstracto. El plano inicial no admite dudas: una mujer va conduciendo por una ruta, frena, se baja, saca una escopeta y mata a uno de los tres burros que están en la ruta. Tal vez ya se trataba de un hombre devenido en animal, pero el absurdo pretende comicidad, y algún que otro chiste funciona. Pero el cinismo hierático atraviesa el universo inverosímil y artificioso de The Lobster, película que remite en algunos pasajes a la cultura apocalíptica de La naranja mecánica y a unas tantas tradiciones del cine de la crueldad: Haneke, von Trier, Leth. La escuela del desprecio tiene aquí a un eximio representante. Lo que sucede después pasa por la relación amorosa entre Farrell y un personaje tardío que interpreta la bellísima Rachel Weisz, quien vive en los Bosques. The Lobster parece una película importante, de cierta densidad filosófica, pero es el tipo de cine que sintoniza con el festival: crueldad cool, estilizada, aparentemente inteligente.

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La patota

La alegoría de Lanthimos está en las antípodas del realismo social de La patota, de Santiago Mitre, una remake del título homónimo dirigido por Daniel Tinayre y protagonizado décadas atrás por Mirtha Legrand. Charles Thesson, el director artístico de la Semana de la Crítica, introdujo el filme advirtiéndole a la sala colmada que estábamos frente a “una película política, el tema del cine de Santiago Mitre”. Lo político aquí es más preciso que en El estudiante, película en la que se hablaba todo el tiempo de política pero en la que en verdad se operaba una suspensión ética de la política. Preciso no quiere decir inequívoco. Todavía más que El estudiante, La patota levantará discursos encontrados. El término operativo es la perspectiva y es probable que asumirla resulte desagradable, incómoda. 

Después de los agradecimientos obligados, Dolores Fonzi y Mitre bajaron del escenario y dio comienzo la función. Lo último que expresó el joven director argentino fue su agradecimiento a su actriz, que nada dijo durante toda la presentación. Mitre fue contundente: “Fonzi es la película”. Al terminar la función, nadie dudaba de esa sentencia.

El inicio de La patota es un extenso plano secuencia de varios minutos en el que Paulina (Fonzi) y su padre (Oscar Martínez) discuten. El tema es uno solo: el futuro inmediato de Paulina. Las marcaciones en el espacio son notables y la retórica empleada en el intercambio argumentativo está a la altura de las circunstancias. En ese pasaje se evidencia parte del tema que le importa a Mitre en esta ocasión: el papel de la convicción política y su ejercicio. Es que Paulina quiere dejar todo y viajar a Misiones a poner el cuerpo y así cambiar la realidad. Creer es actuar. El padre, un político importante, cree que los cambios dependen de un congreso y sus leyes. Utopía y pragmatismo, o Paulina y su padre.

El tiempo narrativo de La patota está marcado por la entrevista de una psicóloga a Paulina. La poética elegida para contar yuxtapone fragmentos de relatos que van de atrás para adelante hasta revelar qué sucedió con Paulina. En principio, la promisoria abogada dejó un doctorado y una carrera jurídica para ejercer la docencia en un programa especial de formación ciudadana en un pueblo de Misiones. Así, pasados los primeros 20 minutos, el filme descubre el núcleo traumático de la protagonista: Paulina fue violada por un hombre acompañado de algunos de sus alumnos. ¿Qué hará? ¿Cómo responderá? La respuesta general de Paulina es inesperada y no faltarán lecturas inauditas. Se dirá que Paulina es una loca, una fanática, una perversa, una heroína.

Hay una decisión notable de puesta en escena en el primer segmento: la violación se ve consecutivamente desde dos puntos de vista opuestos. La duplicación de la escena exterioriza la posición subjetiva de Paulina. Sin saber por qué, ella quiere comprender a los perpetradores de su violación, y La patota no será otra cosa que el seguimiento sistemático de ese esfuerzo de comprensión, sostenido por una convicción política que confronta su propio límite y que desquicia en buena medida a todo aquel que tome una distancia de sus propias creencias. Es que la película es justamente la escenificación de una prueba de creencia y la obstinación que se tiene por sostener una convicción. El propio cuerpo ultrajado de la heroína se transforma entonces en el escenario donde el choque de clases y una forma de entender la interacción entre éstas ponen en riesgo la integridad física y la coherencia ideológica.

Desde aquí ya se escucha el coro de indignados con La patota. No faltará el epíteto preferencial para descalificar películas de esta naturaleza. La verdad es que La patota asume algunos riesgos y por hacerlo queda desacomodada en varios frentes y por momentos pierde el control discursivo que en ciertas ocasiones es lúcido. Lo que resulta inexplicable es la música extradiegética que interviene sin necesidad en algunos pasajes (y que la confunde un poco con un telefilme), excepto en el inicio cuando la primera escena da lugar a los créditos

De aquí en adelante, los elogios para Fonzi serán inevitables. Mitre ha hecho una película a su medida. Ya lo dijo el propio Mitre, y he aquí una lectura indirecta para la propia película: “La patota es Paulina”.

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The Sea of Trees

La New Age hace estragos en Estados Unidos y cada vez más extiende sus nocivos efectos estéticos en el cine. Si Terrence Malick traducía a Heidegger en los ‘70 y ahora parece adaptar en cada película suya algún tratado de cosmología difusa que promueve un panteísmo light en sintonía con meditaciones californianas, el salto metafísico que pega Gus Van Sant en The Sea of Trees es un verdadero hundimiento en el abismo. ¿Cómo puede filmar el director de una película finísima como Paranoid Park una elegía ampulosa y sin ninguna idea de puesta en escena con la que se ilustra el disparate sensiblero de la vida en el más allá? Van Sant, que había descubierto hace unas décadas el cine de Béla Tarr y se lo había apropiado en sus propios términos, ahora parece canalizar con la estética de Naomi Kawase y su animismo despegado de cualquier tradición reconocible. El problema cinematográfico, de todos modos, no consiste en sustentar creencias inverosímiles sino en saber cómo filmarlas. La sensibilidad religiosa y la pasión vertical por la trascendencia es algo muy serio para el cine, y es por eso que incluso materialistas de fuste como Pasolini no desatendieron el desafío. Recuérdese incluso Más allá de la vida, la misteriosa película de Clint Eastwood sobre médiums y conexiones con los muertos, en la que encontraba una forma digna de poner en escena la sensibilidad metafísica.

The Sea of Trees transcurre en un bosque en la cercanía del famoso monte Fuji, al que gente de todo el mundo elige visitar para terminar con su vida. Recinto sagrado para depresivos y nihilistas de pura cepa, caminando por el bosque de los muertos se pueden ver desde almas desesperadas que cuelgan de los árboles hasta cadáveres abandonados por doquier.

Entre los visitantes tanáticos, un físico busca terminar con su vida. Tiene la decisión y un par de pastillas para acabar de una buena vez con todo. Las razones se darán a conocer de a poco, y en la medida en que se sepa el porqué el ridículo asomará en paralelo con la crueldad. Arbitrariedad tan excesiva como deleznable: ¿cómo interpretar si no que un paciente de cáncer al que finalmente la quimioterapia le ha dado resultado pasará al otro mundo por un caprichoso accidente en el preciso momento en que le están dando de alta? Los guionistas con inclinaciones metafísicas son imperdonables: el “todo pasa por algo” interviene disciplinariamente en la lógica del relato, y las consecuencias son tan fatales como cómicas. En verdad, es un espanto.

Al científico interpretado por Matthew McConaughey, efectivamente, le pasará de todo: quitarse la vida primero le costará bastante, intentar salvar la vida de un misterioso hombre japonés después, todavía más. ¿Hermosa amistad entre desconocidos? Es el intento y la relación entre los dos extraños lo que llevará a otros interrogantes. Así, mientras los sobrevivientes intentan salvarse en el bosque, los flashbacks explicarán todo. La tristeza y el abatimiento del personaje de McConaughey se deben a que su mujer ha muerto. El dolor es inmenso, infinito, porque mientras ella estaba en vida, el ahora viudo no llegó a conocerla. Pero como le explicará el personaje de Ken Watanabe, “no todo es lo que parece”. Es que los muertos siempre acompañan a los vivos, a veces rozando lo fantástico. La literalidad de esa afirmación será apabullante y es de aquí de donde se origina la vuelta de tuerca narrativa del desenlace.

Los tres primeros planos que abren la película ya constituyen un aviso. El viento sopla, la copa de los árboles se mueve y hay un algo más que excede el orden de lo meramente visible. Dificultad de los metafísicos: la voluntad de creer lleva al abuso de lo explícito. Esto explica la orquestación omnipresente y la cantidad de elecciones de registro por parte de Van Sant, pues son elecciones que se orientan a lo mismo: para afirmar lo que no es verificable ni perceptible hay que repetirlo todo hasta el cansancio, incluso apelando a perspectivas enrarecidas. Hay que dotar de misterio al mundo ordinario: un primerísimo plano de la mano del desesperado en el que corre un hilo debe insinuar un plus frente a la mirada. A este procedimiento hay que encontrarle un texto que afirme e ilustre, hasta dar con el signo autoevidente que sintetice una mirada sobre las cosas. Esa imagen arquetípica será identificada por una flor silvestre que se hallará en el boque. Dos palabras en japonés y un clásico de la literatura infantil refrendarán el delirio. Es la hora del Van Sant metafísico, el autor que renuncia a la elegancia de filmar poéticamente el desprendimiento del espíritu del cuerpo, como lo hacía en Last Days, y se conforma entonces por poner a un fantasma en escena haciéndose pasar por un moribundo. Así se conjuran las dudas y se garantiza el frenesí del espíritu.

Roger Koza / Copyleft 2015