CANNES 2010: LOS HOMBRES Y SUS CIRCUNSTANCIAS (02)

CANNES 2010: LOS HOMBRES Y SUS CIRCUNSTANCIAS (02)

por - Festivales
14 May, 2010 02:28 | comentarios

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El cielo estaba sucio. Así anunciaban los noticieros la condición atmosférica  del cielo europeo, lo que me detuvo por un día y medio en Madrid. Día largo, muy largo, pero con la gran expectativa de ser testigo directo de otra edición del festival de Cannes, cuya edición 2010 parece ser la mejor de todas, al menos desde que he tenido la suerte de venir hasta aquí en 2006, pues nunca antes había tantos nombres rutilantes en competencia.

Mientras esperaba saber si viajaba o no a Niza, el aeropuerto resultaba ser un objeto cinematográfico. En efecto, Barajas supone ser un aeropuerto de vanguardia, y quizás esta ballena shopping espacial de tránsito multitudinario pueda cumplir arquitectónicamente con tal descripción. No así la atención, precaria y elemental, cuyo lujo es incompatible con los modales de quienes lo habitan. Así, nadie, absolutamente nadie, sabía nada. No había anuncios, ni responsables de comunicar. Más de 700 pasajeros deambulaban por la terminal 4 en espera de un aviso. Fueron los galos quienes impacientes e indignados comenzaron el griterío. En algún momento, la ira se concentró en el puño y el mostrador de atención al cliente de Iberia se convirtió en un redoblante que sincronizaba el caótico beat de una protesta sin método.

En pocos minutos, las fuerzas de seguridad se hicieron protagonistas. Tímidamente, los franceses –la mayoría de ellos setentones- cantaban al unísono: “España sí, Iberia no”. Mientras, los policías miraban, la gente se amontonaba y el primer mundo devenía en tercero, cuarto y quinto. La división de mundos en función del desarrollo es siempre sospechosa e inexacta.

Tomé distancia y pensé que mis ojos se transformaban en lentes de un film de Wiseman. Al mirar de ese modo, todo se resignificaba. Las bocas, los cuerpos, las vestimentas, los intercambios, todo se conjugaba de un modo en el que se revelaba un orden, o, en su defecto, un desorden discreto, siempre presente detrás de los mecanismos que sostienen la marcha diaria.

Devenir en cámara viviente me transportaba a una frase del cineasta De Oliveira, a quien había leído en una entrevista en el último número dedicado a Cannes en los Cahiers du cinema de España. Más que una frase, se trataba de un título de un pretérito libro de filosofía, una obra pasada de moda, de un autor casi proscripto y olvidado, al que sólo se debe leer en España: Ortega y Gasset, y su “best seller”: El hombre y sus circunstancias. En efecto, un volcán nórdico era una circunstancia impredecible, y sus efectos sobre la cotidianidad y el bienestar europeo eran evidentes. Las circunstancias hacen a los hombres, ellos son sus atributos, sus circunstancias, sus contextos, su historia.

Antes de ver la extraordinaria El extraño caso de Angélica, ya había visto algunas películas en el festival, pero fue en la inauguración de la sección de Una cierta mirada el momento en el que irrumpió otro orden en mi experiencia. Cannes empezaba allí; esa circunstancia recobraba el sentido del festival, yo empezaba a ser otro hombre.

Thierry Fremaux subió al escenario con la agilidad que le caracteriza. Su voz no tiembla jamás, controla absolutamente todo y siempre parece correctamente distante, en una lejanía prudente que le permite jugar su papel de anfitrión con elegancia y autoridad.

Así, previo a dar inicio a la función, Fremaux recordó la situación del director iraní Jafar Panahi, quien había sido invitado como jurado para esta edición. Lógicamente, Panahi sigue preso en Teherán, aunque eso no impidió que se proyectara un video en el que el mismo Panahi relataba su situación y daba precisiones asombrosas sobre su arresto. La anécdota es de película: aparentemente, después que entraron a su casa, y tras que el oficial a cargo le cuestionara sus películas y su decisión de permanecer en su país, Panahi dice que ese mismo oficial una vez terminado el procedimiento policíaco le confesó que le gustaba mucho El círculo, una de las grandes películas del director y sin duda la más política de todas.

Luego subió el jurado de la sección, presidido por Claire Denis, quien lucía muy envejecida. Denis habló bastante, pero no llegué a comprender del todo (sí la escuché al bajar del escenario decir en voz baja “no estoy acostumbrada a esto”). Antes, Fremaux había saludado a otros miembros del jurado de la competencia oficial, entre ellos, a Víctor Erice, quien estaba sentado junto a su mujer y quien también venía de padecer las horas de espera en el aeropuerto, pues viajé en el mismo avión que el responsable de El sol del membrillo.

Pero algo sucedió cuando De Oliveira, con 101 años, subió al escenario. Tras una merecida ovación de pié, ágil y locuaz, el viejo joven leyó un texto en francés. Después, a pedido de Fremaux, agradeció la presencia en portugués a la delegada de la embajada de su país. De Oliveira en el escenario constituía en sí un triunfo ontológico; su película resultó ser un triunfo lógico, pues quienes aún tengan duda, este film confirma que el sabio lusitano es uno de los grandes maestros del cine de todos los tiempos.

“No recuerdo si cité a Spinoza o a Ortega y Gasset a propósito de Singularidades de una chica rubia, pero lo cierto es que Ortega y su idea de <<El hombre y sus circunstancias>> está siempre presente, en cada momento de nuestras vidas”, decía De Oliveira en la entrevista mencionada. Las circunstancias de El extraño caso de Angélica son como su título lo indica, extrañas.

Después de una apertura característica del director, en el que una panorámica de Peso da Regua, musicalizada por una pieza para piano de Chopin, es la presentación de un territorio y su historia, un plano general fijo sobre la entrada de un negocio de fotografía (foto genia, dice el cartel) a la medianoche mientras que llueve torrencialmente fija las coordenadas del relato: Un hombre pide por un fotógrafo, y la mujer de él le informa que su marido regresa mañana. Un transeúnte observa la situación y sugiere un reemplazo. El elegido es un tal Isaac (Ricardo Trepa, un habitué de la casa), un portugués sefaradí, quien debe fotografiar a las 3 de la mañana a la joven Angélica, una joven bellísima que, como lo informa una monja sorprendida y casi molesta por el nombre del fotógrafo, fue una católica devota.  

La oscuridad domina el ambiente, aunque De Oliveira parece tomarse la muerte con gracia y liviandad, de tal modo que cierto tono jocoso atraviesa el clima plañidero, pues concebir y decidir la iluminación en función de inmortalizar al occiso femenino es como mínimo  una situación burlesca. El bellísimo cadáver parece reírse, y tras una primera foto, antinaturalmente, la mujer, de hecho, sonríe mirando a cámara. Si es una distorsión psíquica y perceptiva del fotógrafo (quien de allí en adelante se comportará de forma extraña para la dueña del departamento que éste alquila), o si se trata de una historia de amor secreta entre un fantasma y un mortal, es irrelevante; De Oliveira ensayará una respuesta abierta, pues esta meditación sobre el misterio de la existencia (y el cosmos) como también del misterio de la fotografía (y el cine) es comandada por una libertad absoluta que no necesita de certezas para convalidar una mirada filosófica sobre las cosas, el mundo y nosotros en él.

En esta ocasión, De Oliveira va más allá de su ostensible inquietud civilizatoria. Una conversación entre vecinos durante el desayuno opera como una invocación cósmica y una evocación al carácter precario del conocimiento  (y la gesta civilizatoria). Algunos personajes discuten el concepto de materia y de la antimateria. Los jinetes del apocalipsis devienen en los siete mosquitos: la cita teológica se transfigura en un dato ecológico. Pensar en las circunstancias como organizador del cosmos es inquietante.

La escena es filosóficamente magistral y formalmente refinada. Aquí, De Oliveira demuestra, entre otras cosas, la pertinencia formal de la profundidad de campo: las palabras fluyen en el espacio, pero no todo se circunscribe a la palabra, y de ese modo, el plano democratiza todo su poder semántico: nada es más o menos importante; los gestos, las palabras, un gato, un pájaro, todos pertenecen al universo que De Oliveira elige retratar y al hacerlo, también, elige amar.

Es que El extraño caso de Angélica es mucho más que una historia de amor entre un hombre y una mujer; es una historia de amor entre un hombre de 101 años y un nuestro mundo. Así, en una noche americana, quizás se trate de un sueño, quizás se trate de una dimensión desconocida, dos cuerpos burlan la gravedad y danzan sobre ese elemento antiguo llamado éter. A esta fantasía metafísica, De Oliveira la compensa y la yuxtapone con una celebración casi proletaria de la inmanencia de todas las cosas: los agricultores trabajan la tierra, doblan sus espaldas, transpiran y cantan. La tierra es el límite. Con ese paisaje telúrico De Oliveira concluye su película. La voz campesina parece afirmar el carácter materialista del mundo. Pero los fantasmas, tal vez existen, y de ser así son ciudadanos de un mundo invisible, quizás inmaterial, a pesar de su inverosimilitud.

Es una obra maestra. En efecto, el cineasta más viejo del mundo ha hecho de su circunstancia una película inolvidable, una elegía materialista y metafísica. Como decía Francis Scott Fitzgerald, “la señal de una inteligencia de primer orden es la capacidad de tener dos ideas opuestas presentes en el espíritu”. El extraño caso de Angélica, aquel film que De Oliveira quiso filmar en 1952 y que recién ahora, a sus 101 años, pudo realizar, es precisamente un film cuya inteligencia y sabiduría es de primer orden. Un cine que pocas veces se ve, un modo de concebir el cine que quizás esté en extinción. Quizás.

Fotos: 1) El extraño caso de Angélica; 2) De Oliveira y su mujer

Copyleft 2010 / Roger Alan Koza