BERLINALE 2023 (02): HERMOSO Y TENEBROSO

BERLINALE 2023 (02): HERMOSO Y TENEBROSO

por - Festivales
18 Feb, 2023 08:42 | Sin comentarios
Algunas ideas a propósito de The Survival of Kindness  y El eco.

Los enmascarados hablan una lengua incomprensible, a tal punto que se abandonó la traducción de los posibles improperios con los que se dirigen a los negros o a todo aquel que se desvíe de la blancura de la piel que se alcanza a divisar en sus cuellos o en sus manos. La indumentaria de los poderosos recuerda a la Primera Guerra Mundial, porque las máscaras antigás son inconfundibles en la iconografía de la crueldad del siglo XX. En The Survival of Kindness los hombres que encadena o fusilan no tienen rostro, tampoco una lengua reconocible. Los gruñidos prevalecen, las palabras más nítidas ningún lingüista avezado podría siquiera reconocerlas. Es una buena observación la de que el lenguaje del fascismo remeda el de los pretéritos habitantes de las cuevas. ¿Qué tienen para decir que ya no se haya dicho? Decir que el pensamiento les resulta casi ajeno es humillarlos un poco, restarles algo de humanidad. Así imaginó Rolf de Heer a sus perversos. ¿Cómo imaginó a las víctimas?

En un tiempo impreciso, pero inconfundiblemente apocalíptico, el cineasta que en su haber tiene las notables The Tracker y 10 Canoas se dispuso a filmar el triunfo de los bárbaros sin identificar del todo las coordenadas espacio-tiempo, más allá de que las acciones y los lugares elegidos cubran un imaginario que puede relacionarse con el siglo XIX y el XX, dejando de lado que la desgracia que escenifica podría tener lugar mañana, pasado o en el 2045. No importa precisar el tiempo, una alegoría puede prescindir de los días y números del calendario. Pero ¿alegoría de qué?

The Survival of Kindness

Las víctimas son de piel oscura, y la protagonista quizás represente a una descendiente de los primeros pobladores de Australia, pero de Heer prefirió que el personaje no tuviera rasgos tan marcados. Tampoco los tiene una pareja joven que conocerá un tiempo después, tras escapar de una jaula que los captores abandonan en el desierto. De los viejos pobladores de Australia se verá solamente a uno. En la peregrinación que emprende por el desierto, la protagonista sin nombre ve pasar a un hombre desolado arrastrando una carretilla con los restos de un ser querido. Lo vuelve a ver más tarde, pero sin vida. 

The Survival of Kindness está concebida como un relato distópico y admonitorio en el que se entrevé la extinción de la amabilidad invocada en el título, no su supervivencia. La derrota se decreta sin ambigüedad en el epílogo, y es también la de la propia película todavía más encadenada que su protagonista, en la que se prefiere la difusa retórica de lo universal para ilustrar el abecedario de la crueldad de nuestra especie sin aventurarse a una indagación menos pueril y abstracta y más cercana a una revelación de los mecanismos del sometimiento y de la resistencia en una época específica y en relación con nuestro presente. El drama se remite a la escapatoria de una condenada, su intento de sobrevivir en el desierto seguido por las peripecias siniestras de su derrotero.

La breve incursión imaginaria de la protagonista eludiendo a los temibles dueños de las armas tiene la eficacia de un placebo y la estética infantil como suplemento. Es posible que después de abandonar la jaula, todo lo que ocurre sea más una fantasía que un paso a la salvación. Como en el desierto no hay absolutamente nada, a medida que avanza la protagonista en su camino a ninguna parte el paisaje cambia y cada tanto tiene que eludir a las milicias callejeras y observar alguna que otra atrocidad. El contrapunto del nihilismo programático son breves y calculados episodios de presunta ternura y espiritualidad. Pintarse la cara de blanco y cambiar el color de los ojos para que el enemigo no sospeche quién está detrás de la máscara son estrategias que pueden combinarse con un instante lúdico. En la densidad anímica que se trata de inculcar en cada plano, esas licencias de juego pretenden ser un descanso visual y emocional. En otro pasaje, manifiestamente inorgánico al relato, la chica joven de la pareja con la que se encuentra la “mujer negra” (así se la llama en los títulos) practica movimientos reconocibles de un arte marcial oriental; tiene rasgos indios y realiza figuras coreográficas parecidas al Kung Fu. La escena, tan desacertada como artificiosa, parece llegar de una escena descartada de una aledaña película de Marvel: el plano recorta la figura de su cuerpo y se impone frente al paisaje que yace en una bruma visual en sintonía con los fondos de pantalla difusos de los entornos ofrecidos por los programas de teletrabajo. ¡Es una injuria contra la profundidad de campo!

The Survival of Kindness 

Lo más desatinado de The Survival of Kindness es una insistente comparación etológica entre el mundo de las hormigas y la especie humana. Mientras la moribunda subsiste, el calor y la sed y todo su cuerpo se van secando literalmente, de las entrañas de la tierra partida salen las hormigas como antiguos ejércitos de imperios microscópicos. Los insectos eusociales son retratados como escuderos romanos de una forma de vida en la que la guerra es concomitante a la naturaleza de las especies. Los primerísimos planos del insecto certifican y estetizan a una criatura diseñada para la batalla, porque así lo atestigua el lente que se detiene en las luchas cuerpo a cuerpo entre miembros de la misma colonia. El laborioso sonido capta el apoyo de las patas sobre la tierra de las hormigas, y la superficie tiembla. Con esa escena se especifica la analogía entre las bestias humanas que ya ni pueden hablar y los diminutos seres salvajes que se invisten impíamente entre sí. Con la película en su conjunto se representa la barbarie de ayer, hoy y mañana, una analogía que exhibe la sagacidad política de una película de Disney, con sus buenos y malos predeterminados, prescindiendo como de costumbre de una perspectiva política capaz de conjurar la inevitable vindicación de la peor de todas las filosofías: la que postula, festejándolo veladamente, que el mal radical es todo lo que anida en el alma de los hombres.

En El eco, el mal es un signo aparentemente lejano, evocado en dos o tres momentos, pero sometido a su evaporación simbólica por el efecto de un encantamiento visual y sonoro que deja en suspenso cualquier indicio de vileza. Se habla de brujas y de armas, incluso el personaje más amable de la película dice que estudiará para ser militar, una paradoja que la película enuncia y no profundiza.

Pasó mucho más de una década desde que Tatiana Huezo hiciera la diferencia entre los suyos cuando estrenó El lugar más pequeño, una de las grandes películas latinoamericanas de la década pasada, film sobre la violencia política en El Salvador que predominó en el último tramo del siglo pasado. En aquella oportunidad, poco se sabía de ella. Hoy es una cineasta reconocida, con premios en su haber y una carrera consolidada.

El eco

El eco es su cuarta película y está felizmente más en sintonía con la primera y no tanto con las dos siguientes, las más prestigiosas. En principio, se trata del retrato de una aldea llamada El Eco, situada en el estado de Puebla, en la que viven varias familias que subsisten trabajando el campo y cuidando a los animales. El relato es completo frente a cámara: los animales, los árboles, las nubes, los relámpagos, los ríos son tan protagonistas como los niños que predominan en escena, como los adultos y los ancianos que interactúan con ellos. Huezo puede hacer de la mirada de un caballo o de un perro un signo de misterio; sabe filmar el mundo animal y por eso puede desterrar de un plano la vulgaridad colorinche de un gallo. También es capaz de registrar a los niños en situaciones disímiles y establecer una confianza entre ser y estar frente a cámara sin que la mediación y su representación obturen la fluidez de la experiencia. Cuando los chicos en una clase se detienen en el verbo “observar”, la respuesta más contundente es la indirecta, la de la propia Huezo detrás de cámara, la respuesta que nace de algunas de sus decisiones formales para mirar lo circundante.

Pero una película como El eco no se limita solo a la observación y a una devolución sensible destinada a la percepción. Los pobladores de El Eco participan representando sus actos cotidianos y al hacerlo un ethos se plasma cuidadosamente; se destilan creencias, frustraciones y anhelos, y filmar conductas y sentimientos enraizados en un territorio es asunto exigente.

El nuevo ruralismo es una tendencia que cala hondo en el cine español. Los relatos, muchos de ellos híbridos, suelen detenerse en la vida de pueblos pequeños y prestan oídos a los recuerdos, los cuentos y los mitos. Esa tendencia no es nueva, ni mucho menos se circunscribe a España; acaso es una deriva de muchas películas con tradiciones heterogéneas. Algunas películas de Kiarostami, otras de Pelechian, también de Iosseliani supieron erigir poéticas y abrir una vía en la que se introducía modos de vida a través de la invención de formas. En ese sentido, el cine de Kiarostami, en especial la trilogía Koker, ha sido un hito de formación de muchos de los cineastas de la actualidad.

En efecto, tomar el camino de Kiarotami parece sencillo: un paisaje relativamente vistoso, un buen casting de niños, un pueblo con recovecos y algún que otro evento que articule el relato y le prodigue misterio pueden bastar para intentarlo. Pero la poética de Kiarostami es complejísima, sus presupuestos han sido poco estudiados y meditados, y a la tradición de la que abreva no se llega por imitación y adaptación. Kiarostami, por ejemplo, jamás confunde no ficción con ficción, reconoce los límites y declara sin más que “de la mentira se puede llegar a la verdad”. Es otra lógica, inconmensurable al hibridismo que tutela la imaginación de muchísimos cineastas de todas las latitudes, pues disolver la distinción entre ficción y no ficción no estaba en su mira.  (Ni siquiera en Close Up es así, porque el objetivo poético radica en exigir un esmero epistemológico por parte del espectador para trabajar sobre la indeterminación de la representación, que es otra cosa).

El eco

Hay una escena incómoda en El eco que es distintiva de todo el desasosiego que está en el corazón del cine contemporáneo. Antes de la escena, hay una preparación, una condición previa. La hermosa Monste viene cuidando de su abuela desde el inicio de la película. La atención que se le dispensa a ese vínculo es de primer orden. En primer lugar, porque a Huezo le interesan los gestos amorosos y la interacción generacional; en segunda instancia, porque la cineasta tiene una legítima inquietud sobre la división del trabajo en relación con los géneros y las edades. Dado el tiempo transcurrido en el cuerpo de la anciana es previsible su muerte, y ese acontecimiento imprevisible, incluso ante la evidencia, sucede durante el rodaje. El deceso del personaje permite filmar los ritos existentes y asimismo la procesión en dirección al entierro, secuencia que podría haber sido notable si el montaje hubiera sido menos cambiante y disperso, sosteniendo los dos o tres planos detrás de los hombres que llevan el féretro. Pero apuntar hacia esa vacilación enmendada por la multiplicación de puntos de vista es un asunto secundario, porque la escena en cuestión es otra: después de los ritos funerarios y la despedida del pueblo a la abuela, Montse comienza su duelo y llora en la soledad de su cuarto la ausencia de su abuela. ¿Cómo se filma algo así? ¿Sintió el deseo de llorar y avisó a la cineasta y al equipo para preparar la luz y soltar en lágrimas su desconsuelo? ¿Se la descubrió llorando y se le pidió repetir lo vivido recientemente para cerrar orgánicamente todo el ciclo de la escena de la abuela? No es la ética de la cineasta lo que importa, sino el deseo de representar y el modo elegido para atestiguar la tristeza de un personaje. De la escena se puede defender la distancia; a continuación, se puede objetar la hermosura con la que se encara la puesta en escena del duelo.

Las variaciones de montaje son una deficiencia permanente de El eco; los planos se entreveran sin que encuentren en muchas ocasiones el tiempo necesario de permanencia. Esa intromisión en la cadencia tiene su correlato sonoro: cuando el viento puede hacer música con las hojas intervienen algunas cuerdas y enmudece al ecosistema. Pasa más de una vez, y son los descuidos propios de una época en la que los cineastas no conciben el sonido a priori, antes de ir a filmar, sino mucho después, cuando la posproducción indica que es el turno del sonido. Es hora de cuestionar a fondo la noción de diseño sonoro, pues una concepción estética del sonido no es lo mismo que una superficial resolución técnica sofisticada.

El eco doblegará a los desconfiados por la elocuencia de todos sus niños; también por la exuberancia de planos demasiados hermosos de la vida natural. Al respecto, se podrían discutir las lecciones de historia que los niños se imparten entre sí legitimando al gran Emiliano Zapata (no por lo que dicen, sino porque es dudoso que el universo político que introducen les pertenezca de verdad); se podría objetar, además, una proclividad del ecosistema a la sobreactuación de su hermosura. Los relámpagos están bien, lo mismo puede decirse del viento y de los árboles danzantes tomados en un plano general, aunque el elenco natural desentona en reiteradas ocasiones. ¿Es una broma? Sucede que El eco no puede sustraerse de un problema general del cine contemplativo, a saber: el deseo de manufacturar la belleza en vez de hallarla casi sin buscarla en la relación impredecible entre la cámara y el mundo. El eco, como sucede con El hueco y tantos títulos más, adolece de mucho diseño. Son films que domestican la materia del mundo con encuadres vistosos y los pueblan de sonidos ubicuos. Si fueran rostros en vez de ecosistemas, estaríamos frente a casos relativamente decentes de cirugía estética.

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Secciones:

The Survival of Kindness (Competencia oficial)

El eco (Encounters)

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