ARGENTINA, ARGENTINA

ARGENTINA, ARGENTINA

por - Ensayos
08 Oct, 2022 06:20 | comentarios
A propósito de Argentina, 1985, a propósito de nuestro tiempo.

Argentina, 1985 (Argentina, 2022). Esa duplicación puede leerse en cualquier catálogo que cobije esta película, aunque solo sea curiosamente familiar para nosotros, argentinos. Una ubicación de tiempo y lugar (como la que suele usarse como cartel inicial para ubicar al espectador) convertida en improbable título. Unidad de lugar y distancia temporal, pues: 1985 – 2022, pero también 1985 / 2022. Los casi 40 años transcurridos y lo que separa este presente de ese pasado. Todo se juega ahí, cinematográfica y políticamente, en esta Argentina.

“Mitre’s latest can be described as an effectively utilitarian piece of cinema that exists to preserve the historical memory of his homeland”, dice una crítica extranjera, que parece resumir todo aquello que Mariano Llinás condenaba bajo el fantasma del “Cine Nacional” y sus mandatos, en un artículo-manifiesto de Revista de cine. Ironía del destino: Llinás es el coguionista de Argentina, 1985, una película nacional (basta ver el fervor del público, que parece corear el título como canción de cancha), populista (con su uso de formas y géneros consagrados, que convierten en héroe de crowdpleaser a un poco carismático fiscal y un juicio de lesa humanidad), y “necesaria” (algo en que coinciden todas las reseñas –e incluso las críticas, por derecha e izquierda). Ciertamente esta película tiene destino de clásico escolar, aunque se acerque más a La noche de los lápices que a El santo de la espada.

Este inesperado éxito no lo es tanto, por varias razones. En principio, la ficción siempre logra más público que el documental: No es solo que nadie lloraría escuchando el alegato final de Strassera (que ciertamente no actuó tan bien como Ricardo Darín, que hace emocionar hasta a los jueces), sino que esas imágenes casi no fueron vistas, como para que palidezcan al ser traídas a cuento. Por ejemplo: Mitre no se detiene sobre la glacial mirada de Videla sobre la galería de gente que aplaudía y gritaba al final del alegato, y mucho menos pretende evocar la forma (¿amenazante, extrañada?) de ese gesto. Le alcanza con ponerle música incidental a la escena, sin ningún pudor, como las reglas del género mandan. Sin embargo, en esta Argentina, 1985 no hay tanto drama judicial (con sus cruces entre fiscales y defensores) como comedia –dramática, claro– y buddy movie (con “Strasserita” –el hijo adolescente del fiscal– brillando más que Moreno Ocampo). 

Aunque se demore largamente en ese más famoso que recordado alegato final, la película prefiere los pasillos del palacio de justicia o la vida doméstica del fiscal. Y no se trata tanto de que este primigenio juicio oral no haya sido a su modo “espectacular” (hubo chisporroteos varios en la sala de audiencias), sino de que aquí no deje de ser un decorado para una estrella de cine representando el drama del hombre ordinario en situación extraordinaria. El género es un traje lustroso, pero también una camisa de fuerza, del mismo modo en que el humor sirve de alivio cómico aunque por momentos esté notoriamente fuera de lugar (tanto como los baldes de pochoclo que se ven –y escuchan– en todas las funciones), sobre todo cuando la tragedia es evocada en primer plano.

Esa es una marca que Mitre y Llinás no abandonan casi nunca en su ya habitual colaboración, sabedores de que la época –nuestra época– no quiere tomarse nada demasiado en serio (la previa Pequeña flor podría ser también leída como una suerte de manifiesto sobre la necesidad de “evasión”). En Argentina, 1985 hay más miedo a la solemnidad que al desborde, incluido el sentimental. Pero la película es tan autoconsciente (o temerosa) que siempre se adelanta a mostrar su juego, como en la escena en que Strassera ve al público aburriéndose con los peritos, antes de pasar a la emoción de los testimonios (que la cámara de Mitre registra de cerca y de frente, a diferencia del frío registro original, que solo dejaba adivinar con suerte algún perfil), mientras dosifica sus gracias para hacernos tolerable el mal (trago). 

La película misma hace su histriónica defensa: alega, impreca, rebate. La única buscada complicidad es con el espectador. Los culpables están tan claros que no hay mucho lugar para otra cosa, salvo echar un manto de piedad sobre personajes no necesariamente secundarios (como el mismísimo Alfonsín, aunque repetidamente se alude a presiones políticas). De hecho el verdadero personaje clave solo aparece en un par de escenas (una, central, por teléfono): es la madre de Moreno Ocampo, que pasa de ir a misa con Videla a conmoverse con el testimonio de un parto clandestino. Ya veremos los múltiples problemas de esta cuestión. Pero digamos que ese giro abrupto se parece demasiado al del personaje de Norma Aleandro en La historia oficial (estrenada en ese evocado 1985). También el fiscal mismo protagoniza su propia redención catártica, asumiendo que no fue un héroe durante la dictadura (y acaso tampoco después del juicio).

Argentina, 1985 va introduciendo eficazmente estas idas y vueltas (dejando en sombras al presidente de la nación y puteando a su ministro del interior, por ejemplo), sin querer resolver todas las contradicciones (aunque a veces da la impresión de que la película busca un equilibrio imposible, salvo en los momentos en que se juega –como sus protagonistas– por una inequívoca posición frente a la ya entonces en boga “teoría de los dos demonios”). Pero aunque a pesar de la complejidad de la trama se demora en explicaciones varias sobre los pormenores del juicio, parece pasar por alto (o no aclarar, ni cuando se ven las cámaras en la sala) que no fue transmitido por radio y TV, un elemento esencial para entender no solo ese milagro de 1985 (a pesar de lo borroso de su recuerdo) sino este éxito de 2022 (que pone en escena lo que entonces fue una función casi privada). 

Pues no es solo que el público joven desconozca esas imágenes, sino que tampoco entonces pudieron verse –más que sin audio– durante el mismo juicio, ni en los años siguientes (de hecho fueron resguardadas en una bóveda europea por miedo a que también ellas fueran desaparecidas). Y pocos las vieron cuando finalmente empezaron a circular, mucho tiempo después, en los años 90, cuando ya a casi nadie parecía importarle el pasado, y el juicio había sido borrado con el codo por las leyes de obediencia debida y punto final del gobierno radical primero, y el indulto menemista después. Podría decirse entonces que Argentina, 1985 logra el mismo efecto que tuvo La noche de los lápices (sobre todo en su exitoso pase televisivo post leyes de impunidad): darle visibilidad a lo que no lo había tenido. Pero si la dictadura no dejó imágenes de sus crímenes, la democracia las ocultó (Carlos Somigliana, dramaturgo y ayudante de Strassera, preparó un programa especial sobre el juicio que nunca fue emitido, y no solo por culpa del hijo de puta de Troccoli).

Nada de esto se menciona en la película. Por el contrario, se alienta el equívoco sobre la asordinada difusión de esos testimonios, como cuando la madre de Moreno Ocampo le cuenta que se sintió tocada por la impactante declaración de Adriana Calvo: como dejó claro la escena de los peritos, nadie se emociona con un burocrático informe periodístico (que era lo único permitido entonces). Y tanto la dictadura como el alfonsinismo temían de no muy distinto modo a la difusión directa de esa palabra pública. Hay que recordar la centralidad que tuvo desde entonces el género testimonial, del renacido documental a ficciones como La historia oficial, una de cuyas escenas más recordadas es el relato en primera persona del personaje de Chunchuna Villafañe (que bien podría evocar a una testimoniante del juicio de ese mismo año), en oposición a la amiga “facha” de la protagonista (“facho” es otro termino que Argentina, 1985 va haciendo perder valor cuando lo vuelve chiste demasiado repetido).

La referencia a todo este cine de los 80 (antes demonizado) es explícita cuando vemos a Alejo Garcia Pintos (encarnando aquí a uno de los jueces) escuchar el testimonio de Pablo Diaz (a quien representó en La noche de los lápices). Y basta sumar a Darín, tribunales, dictadura y humor para asumir la evidente deuda con El secreto de sus ojos (Francella podría haber encarnado tranquilamente a Somigliana). Tal vez haya en esto una diferencia de criterio ciematográfico: Llinas y Mitre acaso sean como Strassera y Moreno Ocampo, dos generaciones con perspectivas diferentes sobre cómo proceder. Pero también son muy distintos los guiones de Secuestro y muerte o Azor, así como es distinto al NCA el cine de una generación joven que vuelve a dialogar con el pasado. Pasamos así de la burlona De cómo Oliveira perdió a Achala, uno de los cortos de Historias breves, a este homenaje al director de No habrá más penas ni olvido (incluido su humor antiperonista…).

Argentina, 1985 podría ser casi una película de los 80, salvo porque ese humor lo permite la conexión entre aquel juicio y los que se volvieron a hacer con el nuevo siglo y nuevo gobierno (que no mencionan por su nombre los carteles finales), sin los cuales no podría haber final con canción de Charly García. Pero esas películas hablaban del presente o el pasado reciente, mientras que aquí y en otras (como Rojo) la actualidad está difuminada, entre líneas. El cine argentino vuelve a interesarse por la Historia (aunque Mitre se cubra diciendo que esta es una película sobre la democracia y no “otra película sobre la dictadura”), pero le sigue costando hablar directamente de sus condiciones de producción. Argentina, 1985 usa su propio título como excusa historicista, pero nadie escapa de esa implícita fecha entre paréntesis que marca su presente. Por eso no pueden dejar de resonarnos con fuerza inusitada las palabras con que Moreno Ocampo, frente al periodista mediático Neustadt (señalado como el “ministro de propaganda de la dictadura”), resume los acuerdos básicos de la democracia en la generalizada condena de la “violencia política”.

Escribe por estos días Alejandro Kaufman: “El proyecto político de la derecha es realizar el programa del terrorismo de estado del 76 por medios legales. Rectificar lo que la dictadura «hizo mal», y consumar sus propósitos de manera «legítima». Eso es lo que están haciendo y no otra cosa en absoluto”. Y sin embargo nadie parece verlo, aunque esta vez se lo haga a todas horas por todos los canales. O acaso por eso mismo. “El horror que vuelve, vuelve de nuevas maneras, no reconocidas, nunca puede presentarse de modo obvio y transparente sino bajo la forma en que pueda ser aceptado, consentido y aun deseado”, dice Kaufman.

Del mismo modo vuelve el lenguaje de la dictadura por todos los medios, cuando dan alegremente voz a términos como “zurdos”, que en los 80 eran inequívocamente fachos. Hasta en los carteles iniciales de la insospechable Argentina, 1985 se dice que la dictadura creía haber ganado una “guerra contra la subversión”, pero no usa esa expresión entre comillas… Tal vez por eso la película no parece percibir otros desplazamientos, como cuando elude el “yo lo sigo queriendo a Videla” con que la verdadera madre de Moreno Ocampo antecedió su aceptación de que su compañero de misas debía estar preso. La película prefiere quedarse con el dialogo distorsionado de esa escena, en vez de la previa que establecía como los fiscales nunca iban a poder (ni debería ser su objetivo) convencer a esa clase de personas (o personas de esa clase) de cambiar su posición. Apostando así por una racionalidad política que es hoy más ingenua aun que en 1985, cuando todavía se negaban abiertamente las desapariciones y no se relativizaba su número.

Esa apelación racionalista (por la vía paradójica de una emoción que siempre impone su signo) no es privativa de Argentina, 1985. Un politólogo tuiteaba hace unos días: “Una parte de la gesta político cultural de los años 80 fue lograr que personajes que decían «algo habrán hecho» terminaran conmovidos por el drama de los desaparecidos. Hoy, la dinámica tóxica de la política argentina parece cerrar las posibilidades de esos desplazamientos”. A lo que le respondieron, con más realismo político: “Los que decían «algo habrán hecho», pasaron a decir «no sabía» y ahora dicen «no fueron 30.000». Que alguien finja conmoverse cuando cambia el discurso habilitado socialmente no significa transformación”. Del mismo modo, el problema no es que la madre de Moreno Ocampo se emocione (al igual que lo puede hacer un espectador que luego pida “bala” a la salida, como la subsiguientemente procesista, menemista y macrista Susana Giménez), sino de que esa buena señora fue cómplice de la “dictadura oligárquico financiera y multinacional”, para usar las palabras con que Fogwill definía un fenómeno que no había comenzado con la dictadura ni acabado con ella.

Decía tempranamente Fogwill en sus textos de 1984 sobre la “herencia” del Proceso, recogidos luego en Los libros de la guerra: “Ejecutada una fuerte redistribución de riqueza, redistribuido, mediante el ejercicio del terror, el poder de las armas y de las organizaciones, el Estado argentino necesita ahora un impasse en el que imperen el respeto, la tolerancia, la convivencia, y sobre todo las «garantías», para que el saldo positivo de la distribución de la riqueza y el poder se conserve en el nivel actual”. Podría haber sido escrito hoy mismo. “En una lectura extrema, el formalismo radical no es sino la legitimación de un orden social construido sobre el delirio y el terror”, señalaba Fogwill en relación a los trajes republicanos que encubrían a los poderes que habían salido vencedores de la dictadura. Y no se cansó de recordar que hablar solo de “dictadura militar” fue una de las persistentes herencias culturales del Proceso (hasta en La historia oficial se hablaba de la complicidad civil, luego elidida hasta en las películas). También la condena de toda «violencia» no deja de ser otra herencia del Proceso: como decía Eduardo Gruner, “nunca más” puede ser leído como una promesa o una amenaza…

En su increíble alegato (no incluido en la película) el Almirante Massera planteaba que en aquel juicio “los vencedores son juzgados por los vencidos”, repitiendo el relato de la batalla cultural perdida, que la derecha no ha dejado de repetir desde entonces (argumento globalizado hoy, cuando se habla un “marxismo cultural” que sería curiosamente dominante en este mundo pancapitalista). Los fachos de 2022 podrán decir que Argentina, 1985 da cuenta de ese discurso, aunque el emocionante mainstream nos ayude (con su alivio catártico) a transitar la asumida vida de derecha. Pues no se trata de que las clases medias hayan apoyado golpes militares y ya no lo hagan (como sugiere esperanzadoramente la película), sino de que ese fascismo nunca se extinguió: solo ha ido mutando, en 1955, 1975, 1985, 1995, 2015… Habrá que ver si el cine argentino se va aproximando (y animando) a ese porvenir.

Nicolás Prividera / Copyleft 2022