ANDREI TARKOVSKI: LOS MATERIALES DE LA FE

ANDREI TARKOVSKI: LOS MATERIALES DE LA FE

por - Ensayos
13 Mar, 2018 03:33 | Sin comentarios
Empieza el Festival Tarkovski. Copias nuevas, una muestra de fotográfica, conciertos musicales y conferencias en torno al gran director ruso.

Sobre Andrei Tarkovski se ha escrito muchísimo. El propio director también ha escrito lo suficiente como para establecer una lectura canónica de su obra. La fórmula es conocida: el cine no es otra cosa que esculpir en el tiempo. Así lo expresaba Tarkovski, casi como si se tratara de un enunciado científico: “La idea fundamental del cine como arte es el tiempo recogido en sus formas y fenómenos fácticos”. En ese libro ameno y concienzudo, a veces coloquial, y también arduo, que lleva por nombre Esculpir en el tiempo, síntesis de una poética, se dicen muchas cosas más. ¿Qué decir entonces?

Probablemente, el hijo del director, Andrei Tarkovski Jr., podrá prodigar algunos secretos. Compartir genes y sangre no garantiza absolutamente nada, pero sí el interés de quien sabe ser hijo de un genio y que intenta descifrar los secretos de una obra acotada pero inagotable. En este sentido, el hijo goza de un privilegio de cercanía, y es de suponer que la clase magistral que dictará el 14 de marzo en la Casa Nacional Bicentenario permitirá conocer nuevas aristas de la obra.

La promesa de saber algo más sobre el arte de Tarkovski no se limita a la eventual elocuencia y conocimiento de su hijo. El Festival Tarkovski, que empieza el 13 de marzo y termina el 24 de abril, cuenta con una exposición de fotografías titulada “Luz instantánea”. La vieja cámara Polaroid zanjaba el proceso de revelado, incompatible con la impaciencia: bastaba sacar la foto para asistir a la paulatina aparición del colorido mundo con sus criaturas y objetos. Ese doméstico arte fantasmal aún se practica, con modelos más sofisticados.

40 años atrás, una polaroid no ofrecía ninguna facilidad para hacer rendir artísticamente el modesto lente original, pero esta rústica cámara fotográfica no resultaba un impedimento para que Tarkovski transformara una instantánea en una expresión coextensiva de su cine. Los paisajes elegidos por el cineasta, los interiores de una casa, un perro, una mujer, un hombre, un autorretrato tienen algo de fotogramas. La mayoría de las fotos, de hecho, a menudo parecen un suplemento visual de la notable película autobiográfica El espejo (1975). La oscuridad predominante define aquí una relación con la luz, algo característico de ese filme y también de las fotografías. Los verdes y los azules dominan la materialidad cromática de cada retrato, como también la profundidad de campo.

El 15 de marzo se presentará el libro Narraciones para el cine, una compilación de los guiones de las películas del director, y habrá otras actividades en sintonía con el evento. Lógicamente, se proyectarán todas las películas, presentadas respectivamente por cineastas y críticos. ¿Quién podría privarse de ver un filme de Tarkovski presentado por Edgardo Cozarinsky?

Las películas

Junto con los sietes largometrajes que Tarkovski llegó a realizar, desde 1962 hasta 1986, antes de que el cáncer acabara con su vida, durante el festival se proyectarán el mediometraje La aplanadora y el violín (1961) y el afable documental Tempo di viaggio, dos títulos menos conocidos. Quien se tome el tiempo de ver todas las películas podrá constatar de inmediato que el cine como lo concibió Tarkovski constituye una práctica en extinción: se trata de una poética cinematográfica de otro tiempo y con otros tiempos. En efecto, la prisa y la inteligibilidad narrativa no le interesaban, lo que no implicaba desdeñar la voluntad narrativa que el cine puede albergar. Siempre había en el cine de Tarkovski una enunciación densa que surgía orgánicamente del relato en la que se repetía la inquietud y la angustia por la decadencia de Occidente.

No importaba si se trataba de un filme de guerra, uno de ciencia ficción, un retrato autobiográfico o un drama, el punto de partida era el mismo: el mundo se había quedado sin espíritu o, dicho de otro modo, una cosmovisión materialista había desfondado toda su gracia. Misteriosa disyunción e intuición en Tarkovski, que se afirma sin ambages en Stalker (1979), a contramano de cualquier epistemología contemporánea: el saber y la verdad no están necesariamente asociados. ¿Cómo puede ser? Sucede que la modalidad del conocimiento moderno erige para los hombres una forma de habitar el mundo que los escinde de él. La obstinada negación por dejar en fuera de campo las grandes metrópolis es una consecuencia de la desconfianza que le suscitaba la racionalidad técnica que percibe la naturaleza como una mercancía en potencia. ¿Tarkovski oscurantista? Posiblemente no. ¿Tarkovski metafísico? Indudablemente sí.

Tarkovski empieza su carrera con una obra maestra: La infancia de Iván (1962). El comienzo de su ópera prima (y también el final) debe ser una de las secuencias más hermosas de toda la historia del cine. El niño huérfano al que alude el título descubre mientras pasea por un bosque una mariposa y de la admiración ante el inerme insecto empieza a elevarse desconociendo la fuerza de la gravedad (lo que habilita una extraordinaria subjetiva) hasta descender y encontrarse repentinamente con su madre. Es un sueño. La dimensión onírica en el cine de Tarkovski será recurrente, como también su opuesto: la realidad como pesadilla. En efecto, Iván sobrevive como puede a la Segunda Guerra Mundial y, más allá de la ficción propuesta, Tarkovski se encarga de dejar claro que no es solamente una cuestión de ficción: la guerra acopia cadáveres, incluso de niños.

Ya en La infancia de Iván puede constatarse o incluso situarse la genealogía de un motivo reiterado en todos los filmes de Tarkovski: el paisaje apocalíptico o la civilización en ruinas. Más allá de que Stalker y Solaris (1972) se inscriban en la ciencia ficción y en una suerte de indagación indirecta sobre el deseo (y lo fantasmático), en ambas películas los paisajes insisten con la descomposición del mundo. Lo real es puro escombro. En Stalker, el escritor, el científico y el stalker podrán o no llegar a la Zona en la que se pueden materializar los deseos, pero todo el periplo consiste en recorrer una erosionada tierra donde el cemento y el ladrillo coexisten con los charcos, el lodo y el crecimiento disperso y sinsentido de las plantas. Por su parte, la estación espacial en Solaris, ese planeta inteligente en el que se materializan los muertos de cada uno, se transforma lentamente en un baldío cósmico.

El contracampo conceptual está dado por los gloriosos pasajes en los que los bosques y el viento devienen en presencias estéticas, en especial cuando los protagonistas viven retirados en la naturaleza, como sucede en la magnífica El espejo, en Nostalgia (1983) y en El sacrificio (1986), espacios concebidos como recintos utópicos que siempre están a merced de una catástrofe. Lo que sucede con el viento en el comienzo de El espejo es formidable: ¿quién puede dirigir así ese fenómeno atmosférico?

La inversión del pesimismo metafísico son los actos de fe. El sacrificio y Nostalgia sugieren un camino de la fe sostenido en la virtud de la obstinación: regar el árbol seco ininterrumpidamente y a la misma hora en el primer caso, intentar cruzar una piscina vacía con una vela prendida desafiando el viento en el otro, son las metáforas de las dos películas que Tarkovski filmó fuera de la Unión Soviética. Pero nada es comparable con lo que sucede en la última hora de Andrei Rublev (1966), su obra maestra absoluta: aquí, el monje y pintor del siglo XV, después de haber matado a un hombre en combate, se llama a silencio. Pero recuperará la fe ante la pasión colectiva de un pueblo, liderado por un joven, que construye una campana gigante que en cierta forma une a todos los hombres. Todo lo que sucede en esas escenas en las que erigen la campana y la bendicen es un prodigio formal (y espiritual) de todo lo que puede llegar a conquistar el cine. En esas escenas en las que participan miles de extras y la cámara vuela, la fe de Tarkovski por el cine se materializa en su mayor esplendor. Hasta el más rabioso de los ateos no podrá evitar una genuflexión ante la obra de un genio.

Fotogramas: La infancia de Iván (encabezado); 1) Stalker; 2) El espejo.

* Este texto fue publicado por Revista Ñ en el mes de marzo de 2018

Roger Koza / Copyleft 2018

Ensayos precedentes:

1. Las subtituladas del Óscar (leer aquí)

2. Hugo del Carril: Épica, romanticismo y política. (leer aquí)

3. Basado en hechos reales (leer aquí)

4. Críticos a prueba de balas: a propósito de Detroit: zona de conflicto (leer aquí)

5. Los nuevos palacios de la imagen (leer aquí)

6. Nobuhiro Suwa: el cineasta de la intimida (leer aquí)