BASADA EN HECHOS REALES

BASADA EN HECHOS REALES

por - Ensayos
17 Feb, 2018 02:49 | Sin comentarios
En este primer texto del año para Con los ojos abiertos, Santiago González Cragnolino analiza a fondo la reiterada declaración inicial en muchas películas de hoy bajo el lema "basado en hechos reales". Considera las últimas tres películas de Clint Eastwood y asimismo las últimas de Ridley Scott y Kathryn Bigelow.

Pocas frases resultan tan engañosas como aquella de “Basada en hechos reales”. Si todas las películas, a su manera, trabajan sobre la credulidad del espectador y determinan una relación entre imagen y realidad extra-cinematográfica (cada vez más difícil de delimitar), el típico drama o thriller hollywoodense (y afines) basado en hechos reales (b.e.h.r) hace una apuesta fuerte respecto a lo primero y tiene un acercamiento cómodo o conveniente respecto a lo segundo. En esos casos, la placa de inicio que nos asegura que lo que va a suceder en pantalla es una reconstrucción de hechos históricos, busca dotar de un plus de asombro al relato. Incluso cuando todo lo demás falla (el trabajo del cineasta y su equipo), queda la admiración de saber que esa historia extraordinaria y esos personajes increíbles tuvieron lugar en el mundo histórico. El problema es que cuando uno contrasta lo que cuentan las películas con lo documentado acerca de los mismos hechos y personas, se encuentra con que la distorsión es total y ajustada a alguna variante de tópicos y estereotipos ya visitados: la Historia licuada en cine de género. Y no señalo esto como impugnación a la potestad de un artista (y afines) de tomarse libertades poéticas/creativas, cuando no se espera que su trabajo se convierta en un estudio historiográfico. Y no descubro nada si digo que esas distorsiones tienen que ver con lecturas ideológicas/políticas, algo que siempre se va a poner en juego en la construcción de una película (más sobre esto luego). Lo que me llama la atención es el acento en lo verídico, en el contexto de obras que modifican los hechos lo suficiente como para que lo que quede sea una serie de nombres propios prestados y los esbozos de la historia. En estas ficciones, los hechos reales casi son una fuente anecdótica, extrañamente secundaria o accesoria, porque la principal fuente de inspiración son otras películas.

Tomemos Todo el dinero del mundo, la última película de Ridley Scott, que comienza con una piadosa placa de “inspirada en hechos reales” (creo que este giro de la frase es cada vez más frecuente y por alguna razón me suena ligeramente menos engañosa) y hace una muy libre adaptación de la historia del secuestro de Paul Getty III, nieto del por entonces hombre más rico del mundo, J. Paul Getty, magnate petrolero que en 1973, cuando sucede la abducción, tenía una fortuna valuada en miles de millones de dólares. El plus de asombro viene dado porque Getty se negó a pagar el rescate de unos cuantos millones que le pedían unos criminales italianos para liberar a su nieto. Su contraoferta: cero dólares. Lo que cuenta la película es la larga negociación que llevan adelante, Gail Harris, madre de Paul, y un imaginado ex agente de la CIA (Michelle Williams y Mark Wahlberg respectivamente). El clímax viene en el momento en que los protagonistas y la policía están compitiendo con los mafiosos para encontrar al joven heredero, recién liberado, que deambula desorientado por las calles de un antiguo pueblo italiano. La secuencia se resuelve con el montaje paralelo que alterna entre Paul, Gail y los mafiosos, que a su vez alterna con el viejo Getty, asustado y súbitamente moribundo, corriendo por los pasillos de su inmensa finca inglesa (su propia Xanadu). Todo termina con la madre que recupera a su hijo y, en paralelo, el Ciudadano Getty, que muere aferrado a una pintura por la que había pagado millones al mismo tiempo que le negaba a Gail el dinero del rescate. Con su último aliento, repite una frase que había soltado anteriormente: Mi niño… (su propio Rosebud).

Si la película de Scott toma algo de Citizen Kane (otra obra inspirada en la vida de un magnate real)  no es su forma o su espíritu de innovación formal, sino tan solo una vieja idea reducida a su expresión más simple y que se puede sintetizar en alguna sentencia banal como “El dinero corrompe a las personas”, “El dinero no compra la felicidad” o algo por el estilo. En Todo el dinero del mundo hay un gran esfuerzo, una gran producción ligada a la reconstrucción de época, puesta al servicio de una narración ultra convencional. Michelle Williams puede imitar a la perfección el modo de hablar de Gail Harris y la finca de Getty y su colección de arte puede estar reproducida al detalle, pero todo es cosmético. La película toma la historia del secuestro y lo torna en un suspense de manual, forzando escenas trilladas y estereotipos imposibles, como el mercenario arrepentido o el mafioso de buen corazón. Todos esos semblantes niegan la posibilidad de pensar, maravillarse o indignarse con la famosa historia real. Allá a lo lejos quedó la anécdota genial de ese viejo multimillonario tan avaro que se rehúsa a pagar el rescate de su heredero. En el trazo grueso y la conformación de las expectativas, se pierde lo particular y lo único del caso y sus protagonistas.

Por supuesto que contar una historia real puede ser algo más que la búsqueda de un golpe de efecto (“no puedo creer que esto haya sucedido”). Si nos quedamos en Hollywood, máximo exponente de las b.e.h.r, podemos observar que existen muchas producciones que buscan no tanto explicar el presente mediante la comprensión histórica de los hechos, sino más bien reelaborarlos en una parábola de la actualidad. En esos casos la veracidad funciona como un suplemento de potencia narrativa más intenso (“no puedo creer que esto esté sucediendo”), de la mano de una determinada clave política. Es así que en el contexto de los ataques de la Casa Blanca de Trump a la prensa y del avance del movimiento feminista, The Post, una película absolutamente menor de Spielberg, parezca simpática a pesar de su profundo voluntarismo y su tono escolar (simplista y unidireccional), que limita el logro cinematográfico a la retórica. Y así es que en el contexto del interminable racismo estadounidense, Detroit se convierta en la película de terror más opresiva del cine norteamericano reciente. La inteligencia de Bigelow no radica en como filma y encadena los planos (que lo hace con sobrada destreza), sino en que sabe jugar con los materiales y los ecos que tiene en la realidad cotidiana. Lo atrapante del juego del miedo de Kathryn Bigelow no se explica sólo por el talento de la directora sino también a que, si bien los hechos referenciados nunca fueron del todo esclarecidos, cuando filma los mecanismos de la violencia policial e institucional, ahora sí, por fin, se nos cuenta algo verídico.

Me gustaría llamar la atención sobre el caso de Clint Eastwood, que en los últimos años se ha enfocado fuertemente en las películas basadas en hechos reales: 8 de sus últimas 10 son b.e.h.r (aunque uno podría argumentar que Jersey Boys es más la adaptación de un musical que una biopic, la reflexiva adaptación de una adaptación).

Hace un tiempo escribí en este sitio una defensa de la película El francotirador, que se basa en la autobiografía de Chris Kyle, un soldado estadounidense considerado un héroe de la guerra de Irak. Viéndola nuevamente solo puedo concluir que estaba equivocado. Tres años después sigo viendo la representación brutal de la guerra y el efecto perturbador de la contienda en su protagonista (lo que abre la posibilidad de cierta ambigüedad, a diferencia de, por ejemplo, The Hurt Locker de Bigelow dónde el soldado representado por Jeremy Renner es decididamente un rockstar). Sin embargo, esas concesiones me impedían ver ciertos procedimientos (ahora evidentes) hacia el interior de la película y hacia afuera, con respecto al contexto de representaciones mediáticas y cinematográficas con el que dialoga, especialmente por estar basada en hechos reales (esa promesa de verdad). Podemos creer en las declaraciones pacifistas de Clint Eastwood (que sostiene que él y su película son anti-guerra), pero no dejan de ser absolutamente contradictorias a lo que filma, a su abusivamente maniquea representación de héroes y villanos, ligados invariablemente a una nacionalidad (un razonamiento podría ser que esta relación no es excluyente, pero la película no abre otra posibilidad), a su glorificación de un personaje tan complejo y controvertido como el Marine Kyle devenido mártir (si queda alguna duda de esto, las imágenes durante los créditos de los homenajes post mortem al soldado funcionan a modo de elegía heroica). En ese esquema, la guerra es desagradable, pero entrar en ella es una opción justificada.

Luego de El francotirador, Eastwood encara otra historia real/proyecto de mito. Sully se concentra en el veterano piloto de línea que ante el desperfecto de su avión, repleto de pasajeros, ameriza en el río Hudson de Nueva York. En Sully, la maestría de Eastwood es evidente en la larguísima secuencia que muestra como el piloto lleva el avión hacia el río (¡!) y evita una catástrofe, pero quizás lo es más en la secuencia del juicio, dónde Sully debe justificar su decisión ante un organismo gubernamental que investiga si no hubo negligencia de su parte. Mezclando una modalidad clásica de narrar con las imágenes de planos de simuladores de vuelo (de aire farockiano), el cineasta toma la típica parábola de la capacidad humana que no puede ser reemplazada por la máquina (la imaginación que triunfa sobre la tecnocracia) y la lleva a un terreno nuevo, o una temperatura nueva: entre la calidez de las imágenes de biopic filmada y las frías imágenes de computadora, que a veces conviven (como durante el aterizaje) y que a veces se niegan mutuamente (como durante el juicio).

Así como en el caso de El francotirador, al volver a Sully me resulta fundamental la secuencia de los créditos. Es común en las b.e.h.r que inmediatamente antes o durante los créditos se proyecten una serie de imágenes de los protagonistas reales: una seguidilla de fotos o incluso filmaciones, una tramposa comprobación empírica de que lo que vimos tiene su contraparte en el mundo fuera de la pantalla. En la película de Eastwood, el piloto y los pasajeros de aquel vuelo se reúnen alrededor de un avión de US Airways para brindar testimonio, lo que funciona en parte como homenaje y en parte como el certificado de aprobación de los verdaderos protagonistas para la película.

En 15:17 Tren a París, el director toma esta operación (protagonistas reales como comprobante de autenticidad) y la estira a su máxima expresión: un elenco de héroes cotidianos que se interpretan a sí mismos en la pantalla, en un docudrama sobre los hechos que los hicieron conocidos. Tres jóvenes americanos, dos de ellos miembros del ejército de EU, que redujeron a un joven marroquí que presuntamente se disponía a cometer un atentado en nombre del terrorismo Islámico en un tren que iba de Amsterdam a París. Con la fusión entre vida y espectáculo como axioma, Eastwood no “descubre la modernidad” como decía al pasar un crítico amigo, sino que es consecuente con los mandatos de la época.

La película comienza en el tren antes del ataque, y va haciendo flashbacks que descubren la biografía de los protagonistas. En esa ida y vuelta, los planos del tren que no detiene su marcha se van constituyendo en una metáfora en torno a lo inevitable, a un destino pre ordenado. Las escenas de la infancia de los personajes principales no parecen dignas de un cineasta de la ascendencia de Eastwood. Como señala inteligentemente Diego Lerer, estas escenas tienen un aire de familia con un subgénero típicamente estadounidense, los “afternoon specials”, telefilms didácticos apuntados a jóvenes en edad de escolarización. Esta similitud viene dada por las actuaciones acartonadas de los niños, los diálogos cursis, el estilo explicativo y especialmente la textura de la imagen, con una iluminación demasiado uniforme que remite a la imagen televisiva. A pesar de esto, si uno observa atentamente, el parecido es engañoso porque algunos movimientos de cámara, la fluidez del montaje y la precisión del encuadre (que pone a jugar elementos en el plano que brindan profundidad al mundo que construye) son propios de un cineasta y no de la producción irreflexiva de imágenes que caracteriza a la TV.

Al entrar a la etapa adulta, los jóvenes asumen el papel de ellos mismos. Eastwood tiene un pulso tremendo sobre la narración, que consiste en escenas cortas que siempre van al punto. La película narra entonces los momentos en los que los soldados (con particular atención en Spencer Stone, el más comprometido durante el intento de ataque) terminan de afirmar su vocación y reciben su instrucción militar. En estas escenas se va anunciando algo del fatídico episodio del tren. Una vez concluido este acto, nos embarcamos junto a los protagonistas en el viaje que los lleva de vacaciones a Europa, el momento más desconcertante de la película, ya que encadena escenas sumamente triviales de los amigos paseando por capitales europeas, que ponen demasiado peso en los diálogos de los actores inexpertos, un poco cuadrados, robóticos.

Entre tantas escenas insustanciales hay una que es fundamental y que marca toda la película. En un momento de reflexión, el joven Stone le pregunta a uno de sus amigos: “¿No sentís a veces cómo sí la vida nos estuviera empujando hacia algo?”. Una vez más, nos encontramos con la predestinación. Y así es como llegamos al bendito viaje a París.

La secuencia del tren comienza alternando entre los protagonistas y el aspirante a terrorista árabe. La motivación del crimen no tienen explicación alguna ni mayor contextualización que la que nos ofrece una conversación entre los amigos militares: El ejército Islámico es el nuevo representante del Mal. Un terrorífico primer plano del joven marroquí es combustible para la xenofobia. Una vez que comienza el ataque, Eastwood saca a relucir su talento para dirigir: durante el enfrentamiento la claridad espacial es notable. A pesar de la velocidad del montaje, se puede inferir donde está situado cada personaje y todas las acciones, por más bruscas que sean, son inteligibles. Cuando finalmente logran desactivar el ataque, el tren es evacuado y mientras un servicio médico se lleva al soldado Stone (herido durante la contienda) se escucha en off su voz recitando una plegaria, estableciendo una relación que es acaso un retroceso discursivo a la Era Bush, que entendía la guerra como una misión religiosa. Y significa un retroceso no porque el discurso racional de la administración Obama fuera menos problemático o falso (y no hacía que la invasión fuera menos atroz y desigual), sino porque no se puede discutir la Fe.

El último acto nos muestra a los protagonistas en un acto oficial recibiendo un reconocimiento a manos de François Hollande, por entonces Presidente de Francia, con una mezcla de grabaciones de la televisión de ese momento y de planos filmados para la película, que reconstruyen el evento y mantienen intacta la textura de noticiero. Una sorprendente fusión celebratoria entre cine y Cadena Nacional, que pone a la película en el territorio de la propaganda y el Arte Oficial.

Con sus héroes predestinados, de la mano de la Fe y el Estado, Clint Eastwood lleva al naturalismo y una cierta modalidad de las películas basadas en historias reales a su conclusión más triste: una obra que no tiene filo ni propone tensiones, que no sólo no discute con el discurso dominante sino que más bien se reconforta en su reconocimiento. Una película que no se abre al mundo, que no busca la verdad de los hechos reales, sino que se cierra en la falsedad de la retórica del Poder.

Fotograma: 15 : 17 to Paris (encabezado); 2) Sully; 3) American Sniper

Santiago González Cragnolino / Copyleft 2018