60 COLUMNAS (00): UN POSIBLE PUNTO DE PARTIDA

60 COLUMNAS (00): UN POSIBLE PUNTO DE PARTIDA

por - Columnas
17 Ago, 2017 11:51 | Sin comentarios
En la primera entrega de estas 60 columnas, el joven crítico cordobés puede citar a Rosetta, una no tan conocida de Griffith y prodigarle un análisis a un pasaje de Guardianes de la galaxia 2 sin perder el hilo conductor: demostrar un lúcido concepto de Raúl Ruiz.

Nota del editor:

En varias ocasiones escuché a Ramiro Sonzini decir cosas inusuales y geniales sobre temas poco discutidos en los debates de la crítica.

En una conferencia titulada La secta de Bazin que tuvo lugar en el FICIC, un año y medio atrás, Sonzini conjeturaba una invasión de películas instada por la revolución digital y la concomitante imposibilidad de reunir todas para así pensar a través de ellas qué es el cine. De ahí sacaba conclusiones extraordinarias que ya ni siquiera recuerdo, pero que me llevaban directamente a las hermosas metáforas biológicas y geológicas con las que Bazin explicaba la evolución del cine. Podría dar otros ejemplos, algunos apasionantes, como el concepto de continuidad en el relato y la relación con los sistemas de montaje contemporáneos, un tiempo en que la conciencia ordinaria está habituada a la discontinuidad como funcionamiento y se desentiende de pensar la relación de un plano respecto de otro, y así hasta el infinito.

Las discusiones con Sonzini son siempre estimulantes; es el crítico de su edad al que veo más libre para pensar temas “periféricos” del cine. Es un crítico que siempre luce preocupado por el pasado del cine para interpretar y hendir el presente. Sonzini es capaz de amar a John Ford como nadie y también de entregarse a un cineasta como Apichatpong Weerasethakul con absoluto placer. Creo en él como también en algunos otros de su generación.

El desafío es ver si puede traducir la velocidad de su pensamiento y sus asociaciones libres al “papel”. Es decir, ver si es capaz de detener estéticamente el flujo libre de su pensamiento y trabajar sobre un texto sus ideas, lo cual requiere mayor rigor. Las 60 columnas que empiezan hoy a publicarse aquí tienen para él el reto de pausar por un rato el movimiento libre de sus ideas y encontrar una forma precisa de transmitirlas por escrito. (Roger Koza)

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Lo primero que me pregunto luego de aceptar escribir esta columna es sobre qué voy a escribir. Yo no soy un crítico reconocido como para que mi firma alcance a darle entidad al espacio, así que tengo que encontrar un eje, algo que lo estructure y le dé forma. También está la dificultad de tratar de no repetir algo que ya exista previamente en esta publicación. Pero, además, no solo debería ser algo distinto, sino también algo que se pueda desarrollar en sucesivas entregas, de lo contrario, no sería una columna. Entonces tiene que ser algo singular, novedoso en el marco del sitio, y susceptible de desarrollarse a lo largo del tiempo. Pero ¿qué? Cambio la pregunta: ¿qué creo que tengo yo para decir sobre el cine, que justifique tener una columna? Absolutamente nada. Por lo menos nada nuevo. Pero ¿quién soy yo para decir que “yo no tengo nada para decir sobre cine”? Quizá existan algunas personas a las que sí les interesaría leerme. Es más, ¿quién soy yo para asegurar que es necesario tener algo que decir para tener una columna? El año pasado, en Transcinema, Ignacio Agüero dio un taller en el que les preguntaba a sus alumnos cuándo creían que estaban en condiciones de hacer una película, y luego de que todos contestaran que “cuando se tenía algo que decir” explicaba que, para él el mejor momento era cuando no se tenía absolutamente nada que decir de nada, cuando uno estaba en un estado de porosidad extrema, dispuesto a que el contacto con el mundo lo penetrara y lo dirigiera. No hacer una película para decir algo, sino para explorar el mundo y que este nos enseñe alguno de sus secretos. Hay que hacer películas para aprender, no para enseñar. Una idea hermosa. Podemos, entonces, arriesgar la siguiente hipótesis: hay que hacer crítica aspirando a que, en su ejercicio, aprendamos algo. Esta sería una forma de practicarla completamente distinta a la que predomina en la institución crítica, en la que no se suele hacer mucho más que armar listas de influencia, enrolamientos de cineastas en las filas de los buenos o los malos, y en el mejor de los casos, reconocer marcas de autor para corroborar que las cosas se mantienen más o menos en su lugar.

Entonces, mi columna va a intentar estar estructurada por el siguiente eje: textos escritos para intentar aprender algo mientras los escribo, y para compartir esa experiencia de aprendizaje.

A medida que crecemos y vemos más películas, vamos produciendo una serie de ideas sobre lo que está bien y lo que está mal en el cine, lo que hace buena o mala una película, una caja de herramientas conceptuales y morales que va dándole forma a la lista de películas valiosas y desechables que constituyen nuestra biografía. A medida que uno amplía la variedad de películas que ve, esa caja de herramientas se ensancha y se modifica. Películas distintas nos brindan ideas distintas que podemos utilizar con otras películas, o a veces nos hacen cambiar de idea sobre algo que creíamos bueno o malo, y tiramos esa vieja herramienta a la basura y la reemplazamos por la nueva, que nos resulta más útil. Cada vez se vuelve más claro que no todas las herramientas sirven para todas las películas, que casi siempre son más complejas y más amplias que las herramientas que podemos tener para inspeccionarlas. Por eso, debemos tratar de priorizar lo que la película es por sobre lo que la herramienta nos dicta que debería ser. Predisponernos a que las películas moldeen nuestras herramientas morales y no al revés.

Pero al mismo tiempo, casi contradictoriamente, existe el profundo deseo de encontrar una herramienta, la herramienta, que pueda ser utilizada para todas las películas, el grado cero, el no matarás, el travelling de Kapo de Daney o el montaje prohibido de Bazin. Un punto de partida en el que se puedan igualar todas las películas y juzgarlas con la misma vara. Consciente o inconscientemente, todos buscamos ese punto de partida. Creo que nunca se alcanza definitivamente, pero en su búsqueda se pueden ir haciendo hallazgos que nos permitan pensar cosas nuevas. Es decir, nunca se alcanza uno definitivo, pero siempre se debe tener uno provisorio, una base a partir de la cual tomar envión para seguir buscando.

Para mí, esa base reside en que el cine es una forma no productiva de relacionarse con el mundo (una forma lúdica), que en su núcleo alberga la paradoja de capturar el movimiento (que es el cambio de estado de un ente), de eternizar un evento esencialmente fugaz. Un arte paradójico que trata de capturar el movimiento para luego reproducirlo y que de esa reproducción surja un nuevo movimiento, pero en el mundo. En 1895 los hermanos Lumière realizaron la primera proyección de La llegada del tren a la estación de La Ciotat y la gente literalmente salió despavorida de la sala pensando que la locomotora se les venía encima; quizá sea éste el ejemplo más paradigmático de cómo el cine fue capaz desde el momento cero de producir ese nuevo movimiento. Otro: en 1909, Carl Laemmle anunció en la prensa que “la chica de la IMP” (que era reconocida por el público por su participación en muchas películas, pero no se incluía su nombre en los créditos) había muerto en un trágico accidente de auto en Nueva York, y al poco tiempo se la vio aparecer, milagrosamente, en una escena de The Mended Lute de D. W. Griffith, joven y vital como siempre. El efecto de verla “revivir” en la pantalla hizo que la gente se pusiera tan histérica que se arrancaba la ropa. Si bien no era cierto que había sido atropellada (y probablemente tampoco que la gente se haya arrancado la ropa), la ilusión creada por el maquiavélico productor hizo que su nombre quedara en la conciencia pública: Florence Lawrence se convirtió en la primera estrella de la historia del cine. O, saltando noventa años hacia el presente, cuando se estrenó Rosetta de los hermanos Dardenne en el festival de Cannes del 99, provocó un impacto tan fuerte en la conciencia pública sobre el estado de precariedad de las condiciones laborales de los jóvenes de clase baja belga que dio lugar a una modificación en la ley de trabajo adolescente, a la cual se la nombró “ley Rosetta”.

Pero no todos los movimientos que el cine produce ocurren fuera de la pantalla; estos son los menos. Hay otros, que aparecen con más fruición, y muchas veces nos perdemos, que son provocaciones a la percepción, eventos que capturan nuestra atención, por su naturaleza desencajada e imprevisible, y la proyectan hacia el mundo real. Algo de la pantalla nos impacta, e intentamos retenerlo, abstraerlo y proyectarlo sobre la realidad, y en ese movimiento que hacemos, de llevar algo de la pantalla al mundo, nuestra perspectiva sufre una ligera modificación. En ese movimiento aprendemos algo, vemos algo de una forma nueva. Muchas veces estos elementos son pequeños detalles insertos en un contexto familiar (como puede ser un género o un tipo de escena arquetípica). Por ejemplo, el extraordinario gag de la bomba en la escena final de Guardianes de la galaxia 2: mientras los guardianes se baten encarnizadamente con el villano, Rocket intenta explicarle a Bebé Groot como llevar un explosivo hasta el núcleo donde se encuentra el alma del malo, ya que es el único que es lo suficientemente pequeño como para entrar por un agujero hasta el lugar. El problema es que la bomba tiene dos botones, uno que hace que explote inmediatamente, y otro que explote en 5 minutos, y Groot no entiende de ninguna forma que si presiona el primero todos morirán. Rocket se cansa de intentar enseñarle y decide anular el botón pegándole un pedazo de cinta; pero se da cuenta de que no tiene cinta. Así que agarra el walkie talkie y les pide a sus compañeros, ¡que están librando La batalla final contra el malo más malo (¡es un semidios!)!, un pedacito de cinta scotch. Increíblemente, todos, mientras resisten como pueden la paliza que les está pegando el malo de Kurt Russel, se ponen a buscar un pedacito de cinta scotch para Rocket. Pero nadie tiene. Finalmente, Rocket decide darle así nomás la bomba a Groot y confiar en la suerte. Toda esta escena que debe durar más de dos minutos está filmada desde el punto de vista de Rocket, es decir, toda la pelea queda en fuera de campo mientras lo que vemos es una acalorada discusión entre un zorro malhumorado y Bebé Groot, que no puede aprender a no apretar un botón. Todo lo cual hace que de golpe este momento tan arquetípico de las películas de superhéroes, y del género de acción (“la pelea final”), sufra una fractura en el tono. El gag de la cinta scotch dilata el timing de la escena de pelea, lo estira y produce que el suspenso y la tensión dramática de la escena cedan lugar a la comedia. Es un chiste que funciona maravillosamente bien, porque tanto el director como los espectadores somos conscientes del código de las películas de superhéroes; sabemos “cómo son todas las peleas finales”. Aquí, sobre lo que se altera la mirada a partir de este pequeño movimiento es sobre la naturaleza arbitraria del género. Aprendemos cómo una pequeña variación en la receta indicada para construir de manera correcta una escena típica amplía y enriquece la escena y ventila la estructura del género. Una autoparodia sobre la dureza de las películas de superhéroes.

Muchos de esos pequeños eventos que producen estos movimientos cinematográficos son fuertemente iconoclastas y tienen una gran fuerza de distinción respecto de lo que los rodea, lo que Ruiz llamó “fuerza centrípeta”. Por eso, tienen una gran capacidad de producir comentarios críticos sobre el contexto en el que se encuentran y una gran capacidad de quedar impresos en nuestra memoria independientemente del contenedor en el que se encuentran.

Releyendo todo esto, pienso que tal vez lo cinematográfico es aquello de las películas que nos traslada a un lugar donde nuestras herramientas para leer el mundo (y el cine) dejan de ser precisas, dejan de servirnos del todo, y nos ponen en la tarea de rediseñarlas o de encontrar otras nuevas.

El cine, por lo tanto, debe ser dinámico, debe tender a producir movimiento, no a paralizarlo.

Un detalle: Florence Lawrence, quien prefiguró inconscientemente el modelo de estrella de cine, además fue inventora, y creó el primer indicador de cambio de dirección para autos: el guiño.

* Fotogramas: Guardianes de la galaxia 2 (encabezado); 

Ramiro Sonzini / Copyleft 2017