30 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA 2015 (21): BAJADA DE LÍNEA

30 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA 2015 (21): BAJADA DE LÍNEA

por - Críticas, Festivales
10 Nov, 2015 09:42 | comentarios
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Love & Peace

Por Nicolás Prividera

“Presentar ideas sin que se note” ¿No es esa definición de la ideología, según la tradición marxista? Porque cuando la ideología se transforma en lugar común es más ideológica que nunca. Pero no, no estamos hablando de las próximas elecciones: la frase que inicia esta nota proviene de una crítica de cine. Y nada curiosamente de uno de esos críticos que dice abominar el discurso “ideologizado”, como suele pedir el manual contemporáneo (de la crítica de cine o la campaña política light). Pero antes de terminar revelando esa matriz, hagamos un repaso por algunas de las películas del festival de Mar del Plata, que de un modo u otro prosiguen esa dialéctica…

“Campusano empezó haciendo un cine marginal, anarquista, que se cuidó siempre del panfleto”, dice Quintín en su crónica sobre El arrullo de la araña, tras abandonar ruidosamente la sala en mitad de la proyección cuando uno de los empleados “suelta un discurso que uno ya ha escuchado demasiadas veces: que los europeos explotaron las riquezas latinoamericanas y que ahora nos tratan despectivamente de sudacas. Aunque ahora se les hace todo más difícil porque los gobiernos de la región tienen otro signo y están dispuestos a defender lo suyo”. Ese momento terminó de derribar la habitual templanza de Quintín, quien se levantó de su butaca haciéndonos saber a todos (incluido al director, a pocas cabezas de distancia) que no podía soportarlo. Luego en su crónica adujo que “no tenía ganas de escuchar esas vaguedades populistas”, si bien una línea antes asume que “podría decir que el discurso kirchnerista de su personaje no es necesariamente el del director, que se trata de un lugar común de los que enuncia alguna gente mientras otros prefieren otro lugar común pero de signo contrario.”

Uno de esos lugares comunes es, precisamente, que los personajes no deben expresar sus opiniones, como si estas fueran las del director. Y ciertamente El arrullo de la araña no elude ese riesgo, porque los personajes hablan de todo, con esa verborragia que el cine festivalero tiende a demonizar (salvo si se trata de una retrospectiva de Rohmer, digamos). Pero los arrulladores de Campusano no lo hacen de modo uniforme ni dejan de expresar sus contradicciones, empezando por esos tres empleados que ven claramente las miserias del patrón aunque no puedan escapar de su encierro cotidiano.

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El arrullo de la araña

Y es en esa imposibilidad de salir de ese tiempo suspendido de la alienación (que el último plano muestra casi como un inevitable círculo) lo que despega a la película de Campusano del estigma de “cine de los 80” que le han endilgado apresuradamente algunos críticos: El arrullo de la araña desestima cada una de esas salidas fáciles en el momento en que parece a punto de caer en ellas. No vemos el previsible final, ni la alegoría tranquilizadora, ni los personajes prefabricados. En cambio, Campusano retoma tópicos que parecían ausentes en el cine argentino de ficción desde El habilitado (Cedrón, 1970): en aquella película olvidada también había un grupo de empleados imposibilitados de salir de su encierro, entre la inconciencia de clase y el cinismo. Pero ninguna de esas cosas reaparecen sencillamente en Campusano (hasta el “malo” de la película parece una víctima más del sistema), justamente porque se cuida de hacer panfletos.

Todo lo contrario sucede con Mecánica popular, el retorno de Agresti tras su desconcierto hollywoodense. Veinte años atrás, Agresti volvía por primera vez a la Argentina tras una década en Holanda, desde donde produjo (casi como una boda secreta) aquellas películas que el cine argentino de los ‘80 no sabía ni le dejaba hacer. Por lo que es penoso pero no incomprensible que nos infrinja ahora una de aquellas películas insoportables que el NCA vino a sepultar. Y no se trata sólo de una mera formalidad (de sus diálogos imposibles, de sus personajes prototípicos hasta en sus desvíos de manual) sino de que aquel discurso vomitado, que en El amor es una mujer gorda supo escupir dos o tres verdades incómodas con veleidades wenderianas, vuelve anquilosado como una sarta de improperios que haría avergonzar al Mario Sábato de India Pravile.

Lo digo con pena, porque algunos de sus argumentos no dejan de ser tan pertinentes como entonces (sobre todo en lo que se refiere a su crítica de la nada aséptica liviandad posmoderna), pero al vertirlos en este odre viejo de prejuicios gritados a voz en cuello (donde sólo parece salvarse la oscura “lucidez” del protagonista, evidente remedo del propio Agresti) no hace más que terminar disparándose a sí mismo (en ese sentido, el final podría haber sido una ironía cruel sobre todo lo que la película enuncia con rabia malgastada, pero el acto en cuestión no se produjo: el director parece haber perdido la ironía, aplastada bajo la autoconciencia). Agresti la hace fácil para los que ahora sí, con sobreactuada razón, quieran hablar del cine de los ‘80 como si no hubiera otra opción que un balotaje con el cine de los ‘90…

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Mecánica popular

Hay una tercera posición, y es la de Love & Peace. Sono Sion demuestra una vez más que se puede ser moderno sin ser cínico, y pop sin ser liviano. Frente a un cine encerrado entre la nostalgia del clasicismo y el International Style festivalero, los films de Sono (como el último film de Johnnie To) demuestran que el único cine muerto es el que se abandona.

Pero no se trata solo de films sobre la felicidad de filmar, sino sobre la capacidad del cine de seguir dando cuenta del mundo. La memoria del cine no es en ellos un museo a visitar ni una ruina a saquear, sino una tradición que reinventar amorosa y lúdicamente (como esa tortuga con nombre de bomba atómica devenida en Godzila del deseo). Se trata de films vitales más que vitalistas, que asumen la conciencia del cine moderno (salteándose la fase rosselliniana, ese gran equívoco que condujo a un callejón sin salida). Y no es casual que el grueso de esa energía cinética provenga de Asia, donde acaso esté no solo el futuro del cine.

Mientras tanto, el cine latinoamericano parece no poder salir de su rol de esclavo de la mirada europea: vitalismo, exotismo, pobrismo, y demás etc. (bajo una pátina de “modernismo” formal, en el mejor de los casos). Es decir: la única imagen exitosa que se hace presente en los festivales internacionales, incluidos los latinoamericanos… Basta ver cómo un cine tan variado como el argentino parece no poder escapar (como la política misma) de esa falsa opción entre realismo (mágico o sórdido) y posmodernización (esteticista y reaccionaria). Una vez más, la ya vieja dicotomía entre el (no siempre) viejo cine de los ‘80 y el (ya no tan) nuevo cine de los ‘90.

Un ejemplo notable es El movimiento, ejercicio de estilo producido y exhibido en diversos festivales internacionales antes de ganar la competencia argentina en Mar del Plata. La segunda película de Naishtat continúa el confusionismo ideológico de su opera prima pero lo invierte: si en Historia del miedo las buenas intenciones naufragaban en el malentendido de clase, aquí la bondad esencial troca en maldad que se pierde en los inicios mismos de la nación (como una suerte de Jauja seria y sombría). El movimiento del título nunca enuncia su nombre (como suele suceder en los films que evocan el siglo XIX para hablar del presente), y la violencia política parece confundir su origen partidario (así como el discurso mismo de su protagonista mezcla consignas que podrían atribuirse a unitarios o federales), hasta que la última escena arroja la moraleja que la película se empeña en ocultar hasta el final, con su volver al futuro: el juego de espejos no ficcional muestra a los convidados de piedra (los extras reales, los eternos no actores de la historia) poniendo en palabras el triunfo del amor sobre el odio y la voluntad de “que siga la fiesta” (solo faltó mencionar el “chori”, pero tampoco hace falta para saber por dónde van los tiros). Tras su exigida hora de duración cuidando las formas ambiguas del cine contemporáneo, El movimiento revela en sus minutos finales que no es más que otra vieja película de tesis. El cine de los ‘80 encuentra por fin su destino noventista.

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El movimiento

Posdata: No, no nos inquieta el cine de tesis (salvo cuando es deshonesto o chorongo, claro). Prácticamente todo el cine lo fue, empezando por el hollywoodense, como demuestra sin ir más lejos la última película de Spielberg… Lo curioso es que algunos críticos (esos que odian las tesis pero aman el cine norteamericano) insistan en que “presenta sus ideas sin que se noten”, cuando Puente de espías es de principio a fin una muestra de ese cine “ideologizado” que detestan cuando proviene de cualquier otro origen. “Una película de resistencia política, una resistencia que se liga con la responsabilidad, con el rechazo del cinismo y la conveniencia, con la claridad necesaria para saber que lo mayoritario no es necesariamente lo mismo que lo justo, lo legal, lo que se ajusta a las reglas que definen las bases de un país”, dice Javier Porta Fouz, como si Spielberg fuera argentino. El problema es que esta fábula capriana (no carriotista) sobre el hombre bueno que salva al sistema es poco apta para las ínfulas republicanas (partidariamente hablando): el héroe de Spielberg es un “garantista”. Y está claro que no se trata tanto de una película sobre “el miedo al comunismo” como de un alegato en favor de los derechos civiles, aunque sea un Spielberg menos negro que en Lincoln (del mismo modo en que Munich era una película contra la venganza criminal ejercida como política de Estado).

El director de Sentencia previa abomina, finalmente, de cualquier totalitarismo que se disfraza de bondad para ejercer su dominación. Claro que sus películas portan el problema de todo catártico conservadurismo clásico: cualquiera se puede identificar con el héroe, aunque al salir del cine esté más cerca del juez que prejuzga. Lo demuestra la crítica misma, cuando se iguala con el héroe más que con sus principios: “la posibilidad de que al final la realidad se defina a su favor es nuestra esperanza. (…) Una manera de plantarse aunque se pierdan amistades, relaciones” y “cuando se haga finalmente público el resultado de la perseverancia y de hacer lo correcto, no quedará más remedio que emocionarnos”. Ya estoy llorando. “Son tiempos muy sensibles”, como decía Quintín.

Nicolás Prividera / Copyleft 2015