28 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA (21): EL PLACER DE MIRAR

28 FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA (21): EL PLACER DE MIRAR

por - Críticas, Festivales
25 Nov, 2013 08:51 | comentarios
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15 días en la playa

Por Roger Koza

Voy a hablar de dos películas que se inscriben en lo que Bill Nichols denominó hace algún tiempo documental observacional. Por una película de esa naturaleza se entiende –según el autor- aquellas películas cuyo único discurso posible recae estrictamente en la imagen y el sonido. La consigna es económica e ideológica: el plano debe hablar por sí mismo.

Hacer cine político en estas coordenadas formales no es sencillo. Procurar imágenes que den cuenta de una experiencia social determinada sin la intervención de un texto, una voz en off, e intertítulos que expliquen una representación cualquiera en donde se ven hombres y mujeres, requiere precisión y paciencia. Precisión para entender cómo registrar una experiencia social heterogénea en un lugar y en un tiempo dados. Una manifestación callejera, una gesta revolucionaria, una protesta sistemática, aun el mismo ejercicio del poder en una institución requieren de la construcción de una perspectiva para que las imágenes hablen. Paciencia para recolectar la mayor cantidad de información disponible. Filmar es cazar una multiplicad en un evento. De lo contrario, el procedimiento de registro puede agotar el conflicto social, reducirlo a caricatura.

Hacer cine poético, que no es lo mismo que hacer cine de poesía, tampoco es una cuestión menor. Diríase que se trata de una línea de cine menos explorada. El riesgo es identificable de antemano: el kitsch sobrevuela y su amenaza consiste en creer que lo hermoso solamente necesita del reconocimiento del artista. Ver, enfocar y capturar. Allí están la puesta de sol, la lluvia repiqueteando en el asfalto, la nieve cubriendo la montaña, un cerezo en flor, supuestos semblantes y postales de lo bello, figuras preconcebidas que pueblan el menú de los fondos de pantalla de celulares y computadores. En efecto, sustituir el imperativo de narrar por un procedimiento de registro destinado a intensificar las entidades del mundo conjuradas del sentido común es un desafío mayor para un cineasta dispuesto a probar suerte en un cine con pretensión poética.

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At Berkeley

¿Cómo piensan las instituciones? ¿Piensan o son sus sujetos los que asocian y analizan signos y en la suma de la actividad cerebral individual la institución constituye su discurso? Las magníficas cuatro horas de At Berkeley, la película número 38 del genial Frederick Wiseman, le hubieran encantado a la antropóloga británica Mary Douglas: lo que vemos es el pensamiento colectivo de una institución en pleno funcionamiento, institución pública cuyo propósito es enaltecer la presunta actividad distinta de nuestra especie y alcanzar estándares de excelencia. La Universidad de Berkeley, en California, es sin duda un microcosmos singular, pero lo que el film demuestra es universal y aplicable a cualquier institución moderna de conocimiento.

El método de Wiseman consiste en un paciente registro de la vida institucional a lo largo de un tiempo específico, hasta que la presencia de su cámara se naturaliza. Nadie explica, tampoco se interpreta lo que no se explica: se descubre en imágenes. La regla de oro del método es observar todos los órdenes de práctica en una institución: desde varias clases de disciplinas disímiles, pasando por juntas de evaluación de presupuestos y de tormentas de ideas, situaciones de recreación, prácticas deportivas y teatrales, instantes de ocio personal o comunitario, hasta la toma de la biblioteca de la universidad. Todo importa. En cada secuencia se delinea una fina intersección donde la institución habla a través de sus sujetos, del mismo modo que la Historia y la tradición, y también la agenda política del momento, son fuerzas simbólicas que ponen a cada hombre y mujer, sea estudiante, administrativo, profesor o personal, a interactuar e interpretarse de cierto modo. Los planos de Wiseman funcionan como preguntas abiertas, de lo que se predica su intento de incorporar a todos los agentes de la institución y registrar la mayor cantidad de acciones conjuntas. La democracia de la puesta en escena es ostensible, y eso explica la duración, inevitable si se pretende contrarrestar el fuera de campo.

El recorte de fondos públicos para la educación es uno de los ejes del conflicto estructural del film. Wiseman consigue identificar la genealogía de ese fenómeno contemporáneo y los posibles focos de resistencia, incluso cuando la historicidad se revele en todo su esplendor en la articulación simbólica de los estudiantes, cuyos reclamos padecen de inexactitud.

Más allá de la relevancia sociológica de la película, su poder y seducción pasa por transmitir el placer de pensar, la elegancia de argumentar y la aventura existencial de dedicar una vida al conocimiento, como puede constatarse en una clase en la que se discute sobre la pobreza social y la posición personal frente a esa evidencia, o cuando el secretario de trabajo de Bill Clinton, Robert Reich, les cuenta a sus alumnos una anécdota clave para la comprensión del comportamiento colectivo en cualquier institución.

En 15 días en la playa, Flavia de la Fuente no examina una institución sino un ecosistema acotado: una playa, a la que alude el título del film, ubicada en una zona balnearia que se circunscribe a San Clemente, provincia de Buenos Aires, justo en donde empieza la Costa Atlántica de Argentina. El perímetro filmado es casi una extensión espacial del hábitat  cotidiano de la cineasta, cuya vivienda no está muy lejos del “set de filmación”. En este sentido, los 15 días propuestos son involuntariamente falsos. La playa para la cineasta es más que una zona elegida para filmar y un espacio azaroso de recreación personal. La relación del lugar con la percepción de De la Fuente antecede a la película, y es por eso que la sucesión de planos fijos, mayoritarios pero no excluyentes de otro tipo de sintaxis cinematográfica, responden en cierta medida a un guión técnico inconsciente. ¿Son lugares “filmados” con antelación? En cierto sentido sí, y habría que agregar que previo a filmar De la Fuente estudió su medio a través de la fotografía.

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15 días en la playa

El film responde a un ordenamiento preciso. Frente a una panorámica el paisaje parece homogéneo: vegetación nula, pocos animales, algunos pescadores; si la naturaleza y el azar no intervienen la materia nada parece cambiar. El principio de regularidad de la naturaleza se impone. ¿Qué filmar entonces?

El productor de la película, Quintín, el reconocido crítico de cine, ha insistido que el método de trabajo de su mujer no es muy distinto al de los pescadores de la zona. En principio, tiene razón: De la Fuente visita regularmente la playa. Camina, observa, se detiene, encuadra y filma. Es una recolectora de imágenes. Debe quedar claro que su trabajo no se asemeja al de espigar. De la Fuente no recoge lo inútil para dotar la elección de lo desestimado de un nuevo sentido práctico y político, como sucedía en La espigadora y los espigadores, el gran film de Agnès Varda. A diferencia de Varda y Wiseman, De la Fuente, una directora en plena formación, parece haber sistematizado una forma de crónica acerca del espacio (viviente) interviniendo de un modo muy original. ¿Privilegio y suerte de un cineasta amateur? Probablemente sí, pero también la expresión de una sensibilidad compatible con la fotografía y el cine. De la Fuente lleva adelante una operación sensible de desnaturalización de las entidades animadas o inanimadas que pueblan el paisaje que conoce a la perfección. El insistente movimiento de las olas visto en un plano general resulta de una monotonía insuperable, pero si la distancia de observación y la perspectiva para sostener el registro de ese movimiento continúo se desvía de un sistema naturalizado de contemplación la naturaleza en su conjunto, y en este caso las olas, pierde su semblante natural.

Diríase que este procedimiento es de índole poético, si por ello se entiende una organización de la materia en un nuevo orden visible fuera de un modelo de representación cotidiano que suele reproducir una relación secretamente alienada en los modos de ver la naturaleza. La playa es entonces algo más que balneario y un elemento reconocible de un mero ecosistema. Visto a través de una cámara, inventando una mirada, empleando las posibilidades que el cine ofrece en su propio lenguaje, lo que vemos se desprende de un sistema de pertenencia visual. Disyunción de los detalles y los fragmentos respecto de un todo, adquisición de una autonomía de las entidades que quedan libradas de una forma de percepción para que en su nueva visibilidad inciten al asombro y a la sorpresa. Es exactamente lo mismo que sucede en la poesía. El lenguaje abandona su función pragmática y se pliega sobre sí llevado por una búsqueda en donde la palabra y su musicalidad se independizan del valor semántico y comunicacional, al menos por un rato. Es de este modo que el movimiento de las olas y la acumulación de espuma, observados desde un encuadre específico, puede embellecer el campo visual.

Una tesis posible: la propia mirada no puede sostener una contemplación semejante; se necesita la mediación mecánica de la cámara, como si el registro inorgánico restableciera en imágenes una forma de la naturaleza prohibida a la observación natural. Aquí, la cámara pinta, hasta casi inventa sobre los elementos mínimos ya existentes. Esto sucederá con las olas, la espuma, la caída de bloques de arena mojada por la pendiente de un médano pequeño, el seguimiento del soplo del viento sobre la arena en distinta escala de encuadres. La poética intuitiva de De la Fuente se apodera así de una naturaleza despojada de nuestra experiencia espacial que suele organizar lo visto de un modo reiterativo y funcional.

En la playa también están los hombres y los animales. Respecto de los pescadores no hay muchas sorpresas. La sorpresa puede darse solamente en el pique, por eso no hay una especial atención por parte de De la Fuente hacia ellos, lo que no quiere decir que no les dedique un tiempo. Como bien dice su productor, ella sí copia el gesto del pescador y va entonces a la pesca. ¿De qué? De las irregularidades en la playa. Uno de sus hallazgos es alucinante: de pronto, en la misma playa que filma todos los días, divisa un equipo en pleno rodaje de una filmación profesional. Una grúa inmensa acompaña la caminata de una modelo que se desplaza de izquierda a derecha hasta llegar a posicionarse frente al lente de la cámara que la filma. Puede ser un comercial o una película comercial, pero está claro que el sistema de producción es estrictamente el opuesto al que pertenece el cine de De la Fuente. Es un momento maravilloso porque se trata de la confrontación de dos modalidades de registro, que va mucho más allá de la antítesis entre lo profesional y lo amateur. La búsqueda de una toma perfecta es lo que parece leerse en la repetición de la escena que se está rodando en la playa. De la Fuente no repite sino registra, busca, pesca. Su cine se vale de la repetición, pero en otros términos. Ella repite su visita al lugar del registro, pero no produce la repetición sino la encuentra. Su deber es uno solo: prestar atención, esperar y filmar. Esperar por el evento. Y es en esa metodología extraña a los cineastas profesionales en donde 15 días en la playa se desmarca del cine profesional y en donde el film respira y exhibe su vitalismo poético.

La cineasta amateur probablemente tendrá que pensar muchas cosas para sus futuras películas, por ejemplo el sonido, aquí reducido a una existencia mínima porque en esta ocasión no se ha concebido que el sonido es también susceptible de encuadrarse. Son señalamientos que no logran debilitar eventualmente la consistencia de su película.

Extraña paradoja en un festival de cine: un maestro y una aprendiz regalan dos películas hermosas..

Roger Koza / Copyleft 2013