VISIONS DU RÉEL: THE SILHOUETTES

VISIONS DU RÉEL: THE SILHOUETTES

por - Festivales
13 Jun, 2020 11:52 | comentarios
The Silhouettes es el primer largometraje de Asfaneh Salari. Obtuvo una mención especial del jurado de la competencia internacional.

LA NOSTALGIA LES PERTENECE

La nostalgia: “Pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”, dice un diccionario.  A esa definición lo suficientemente precisa para extender el sentido de falta y también de ausencia, y a la vez vincular el término a una experiencia ligada a la identidad, se añade otra definición posible: “Tristeza melancólica por el recuerdo de una dicha perdida”.

Lo misterioso de The Silhouettes, de la cineasta iraní Asfaneh Salari, tiene que ver con el hecho de que su personaje principal llegó junto con sus padres unos 35 años atrás desde Kabul a Teherán, cuando tenía un año, y jamás conoció la tierra que tanto extraña. En efecto, la nostalgia de Taghi no puede provenir de una experiencia directa, sí aprendida en la convivencia con sus padres, tíos, hermanos, primos y sobrinos, quienes como él padecen las limitaciones que el gobierno iraní impone a los migrantes. Los afganos pueden hablar farsi como los iraníes, compartir una cultura similar y una religión, pero tales coincidencias son insuficientes para que los afganos puedan ejercer los mismos derechos que tiene un iraní. Nacer en el territorio no confiere siquiera ninguna prerrogativa, como lo atestigua el caso de una hermana menor de Taghi, nacida en Teherán y educada en ese país, pero expulsada de una escuela iraní por el solo hecho de ser afgana.

Si bien a Salari le preocupa explícitamente la condición nómade del sujeto contemporáneo, y en ese sentido el film cumple con su cometido, no es el nomadismo lo que define la amable indagación de su película, sino la doble experiencia enigmática por la cual un Estado define la ciudadanía y una persona se identifica con una nación, eso que comúnmente se denomina patria. Que, tras casi tres décadas y media, los afganos escapando de la invasión soviética a su país no puedan ser iguales entre los iraníes suscita la inquietud de bajo qué criterio de demarcación se establece un sistema de pertenencias y exclusiones. Las diferencias en sí son mínimas, y el acto de nacer y criarse en el mismo país no bastan como condición para devenir iraní. Esto no llega nunca a enunciarse como problema, pero el film sí acopia circunstancias de las que se predica el dilema.

Lo que The Silhouettes expone caleidoscópicamente son las restricciones de todo tipo: tanto para viajar en ómnibus en el interior de la ciudad como para tomarse un avión por 500 dólares a Kabul se necesitan permisos; los graduados universitarios no pueden ejercer, los matrimonios entre afganos e iraníes dependen de las prerrogativas de los últimos y sus arbitrarias decisiones. Nunca podrán ser iguales, porque para los iraníes ellos son “extraños”, y esa condición parece inamovible, como si no existiera permeabilidad alguna para que los “otros” puedan llegar a ser un “nosotros”. En una escena marcadamente didáctica, el padre de Taghi, mirando un programa de televisión, alude a esa condición cuando se informa acerca de las migraciones de las aves que pasan de un lado al otro sin obstáculos migratorios. Ellos también son migrantes, dice, pero agrega también: somos extraños.

A Salari apenas se la escucha en el inicio y detrás de cámara, dando órdenes para una foto que incluye a todo el numeroso grupo familiar que vive en una misma casa de tres pisos, en la que funciona la sastrería que garantiza los víveres para todos. La casa les pertenece, también las máquinas de trabajo, y en ese sentido, el exilio parece haber compensado la sensación de destierro por la posición de ser propietarios. Ese es el límite, porque no hay otro ascenso social posible para los afganos. Los privilegios de una educación completa quedan restringidos a la satisfacción personal, una conquista sin recompensas, pero lo suficientemente digna para que los estudiantes afganos perciban ese momento breve de sus vidas como un relámpago de felicidad. Y así lo registra Salari, presente con su cámara en la defensa de la tesis de Taghi, una secuencia de discreta pero intensa felicidad.

Esa escena condensa una de las virtudes secretas del film. Salari es invisible para el grupo familiar y su dinámica doméstica, como si ella hubiera desaparecido detrás de cámara y esta por sí misma recogiera de lo ordinario las instancias significativas del paso del tiempo. Solamente se distancia de ese registro cuando se detiene para componer hermosos planos generales de la casa en la que viven sus personajes, con lo que suma, en esos pasajes de transición, una dimensión poética y espacial propia de la cultura persa y asimismo en total consonancia con la experiencia de no pertenencia de la familia. Salari presta atención a los árboles en contraste con el cielo, la aparición imperceptible de la luna vista desde una ventana o las hojas amarillas de los árboles del otoño. Esos detalles componen una (no) percepción de Teherán. Solamente se puede observar la gran ciudad iraní en una panorámica, en el claustro universitario el día del examen y en dos o tres planos de la cuadra donde está ubicado el hogar familiar. Este es el mundo de ellos, esa cuadra, esas habitaciones y la eventual fuga vertical del cielo.

Y es por eso que algo extraordinario sucede cuando Taghi viaja finalmente a Kabul. Quien filma ahí es él, y el modo en que el film incorpora las grabaciones con su teléfono son de una gran perspicacia estética. Todo lo que proviene de esa cámara portátil son planos en movimientos y abiertos. Taghi recorre toda la geografía de su país, se siente en casa, transmite un placer de existir indesmentible, recoge testimonios de familiares a los que nunca había visto y se comunica con sus padres para poner en contacto a estos con sus hermanos. Cuando esto último sucede, las caras de los padres de Taghi adquieren en ese momento un semblante jamás visto hasta entonces. Es así como se establece una dialéctica entre lo abierto y lo cerrado, entre el movimiento y la quietud. Así se plasma una diferencia que no tiene síntesis, y ahí el film ancla su propia clarividencia: los personajes habitan una transición sin resolución; están sin estar, siempre vuelven sin ir.

A todo esto, persiste el misterio de la nostalgia de Taghi, quien más parece cultivarla y padecerla entre todos, y el único que decide ir a indagar qué es realmente hoy Afganistán, la patria que anhela. Pero allí comprueba dos cosas: si bien el territorio es casi una extensión de su piel y su cuerpo, la nación, esa experiencia colectiva regida por practicas diversas, políticas y leyes, está signada por la incompetencia gubernamental, el descontento general y el terrorismo ocasional. Es así que, después de un tiempo, entiende que Afganistán tampoco puede ser un destino. La nostalgia persiste, pero ya sin ninguna referencia. Mientras tanto, la propia vida avanza y no hay ningún lugar adonde ir.

Roger Koza / Copyleft 2020