24 FRAMES

24 FRAMES

por - Críticas
14 Ago, 2018 11:41 | Sin comentarios
El film póstumo de Kiarostami glosa el principio inicial y final de su poética.

Mentir en nombre de la verdad

Abbas Kiarostami murió el 4 de julio de 2016, una fecha que la mayoría de los cinéfilos, tras tantos años de disfrutar películas estadounidenses, sabe de inmediato que se trata de un día histórico para los ciudadanos de ese país, un dato naturalizado que no deja de ser sorprendente. La mera coincidencia es casi una ironía de la historia. A Kiarostami no le era ajena la fuerza omnipresente de Hollywood, un subsidiario poderoso del imaginario de un pueblo. El mismo final de 24 Frames adquiere un carácter enigmático respecto de esto. Una joven queda dormida frente a una computadora en la que se divisa la última escena de Los mejores años de nuestra vida. Es de noche, y desde la ventana se observan varios árboles que se mueven al compás del viento. ¿Es un homenaje? ¿Una ironía? El plano existe y es, además, el último plano en la obra de Kiarostami.

24 Frames está constituida –como su título lo sugiere– por 24 planos consecutivos, todos sin excepción intervenidos digitalmente, más allá del origen del registro. Puede ser una foto, un plano breve o incluso una pintura de la gran tradición pictórica occidental. Los motivos visuales se repiten, no secuencialmente: hay animales diversos, algunos hombres y mujeres, mucha nieve, zonas de paseos públicos y muchos planos desde el interior de cuartos vacíos en los que se puede sentir la hermosa existencia del viento en su paso gracias al movimiento que provoca en los árboles. El conjunto no da por resultado un sentido holístico, porque no hay ninguna voluntad narrativa que amalgame los 24 planos elegidos; el sentido de todo está en otro lado, lo que no significa que el placer óptico esté ausente y en eso solo radique su justificación estética: la sorpresa de cada encuadre alienta a esperar el siguiente. ¿Qué puede venir después de que en medio de la nieve el conductor de un auto (probablemente el propio Kiarostami) detenga la marcha porque descubre a dos caballos jugando bajo la nieve mientras suena un tango de Canaro?

24 Frames, Irán-Francia, 2017.

Escrita y dirigida por Abbas Kiarostami

El cine de Kiarostami tiene cuatro períodos bien delimitados. El primero está asociado a sus películas educativas para la institución estatal Kanun, circunscriptas a la década de 1970 y mitad de la siguiente. En esos años Kiarostami alcanza a delinear una estética precisa y una profundización temática en El viajero, su ópera prima. Los niños son los protagonistas de la mayoría de estas películas, y las tramas están vinculadas a una modalidad de aprendizaje. Con ¿Dónde está la casa de mi amigo?, a fines de los ’80, se da inicio a la trilogía Koker, nombre de un pueblo en el norte de Irán, y con esta empieza también una nueva fase signada por una notable y lúdica indagación filosófica. Al mismo tiempo también se manifestaba una inquietud paralela sobre la interacción de clases y la asimetría entre quien filma y es filmado. Primer plano, El sabor de las cerezas y El viento nos llevará son las películas más acabadas de ese segundo estadio. A fin de siglo, Kiarostami no sintió ningún resquemor en adoptar la transición del cine analógico al digital, sustitución ontológica de la imagen que le permitió llevar adelante una búsqueda experimental: Five, Ten, Shirin, Los caminos de Kiarostami, incluso ABC África, pertenecen a ese tercer momento en que el cineasta intenta asir el sentido emancipatorio de la revolución digital y trabajar en otras direcciones su compleja poética. Luego, finalmente, vendrían dos películas rodadas en tierras lejanas e idiomas desconocidos: Copia certificada en Italia y Like Someone in Love en Japón; en este ciclo singularizado por ese peculiar giro lingüístico se retomaban viejas cuestiones del período filosófico, pero en otras coordenadas. Los resultados fueron magníficos.

Si bien 24 Frames se inscribe entre sus trabajos característicos del período de descubrimiento de lo digital, la película póstuma de Kiarostami explicita como ninguna otra el paradójico principio poético de su cine, que a menudo formulaba del siguiente modo: a través de la mentira se puede alcanzar la verdad. Este enunciado, que enloquecería a los discípulos de Russell o Quine, alude a la manipulación como principio de construcción poético. Lo falso se emplea para evocar lo verdadero. En Shirin, por ejemplo, las mujeres que ven la película en el cine (que es la película en sí) no están en ningún cine, sino en el living de la casa del cineasta que simula ser una sala. Ni siquiera están viendo algo en una pantalla. Sentadas en las típicas butacas de un cine en la penumbra, dos asistentes trabajan para que el reflejo de las luces parezca el reflejo de la pantalla. Kiarostami las dirige, pidiéndoles ciertas expresiones que deben transmitir emociones específicas. Esta modalidad de trabajo se puede ver en los extras del DVD de Shirin. Cuando se ve el film, el procedimiento es inimaginable. Es decir, de una mentira absoluta se predica una verdad, un efecto de verdad.

En 24 Frames hay una voluntad explícita de exponer la manipulación digital a tal punto que todo lo visto resulte indeterminado. ¿Las vacas que descansan y se pasean en el borde de una playa están realmente ahí? ¿Los leones que se deciden finalmente a aparearse están donde se los ve? La persistente nieve que atraviesa la mayoría de los planos es casi con seguridad un efecto digital, al igual que los varios animales que mueren por un tiro. Lo virtual y lo real se hacen indistinguibles, y es por eso que algunos planos, como el 23, en el que resplandece la luz del sol iluminando un conjunto de leños apilados, uno de los pocos en color, tiene un efecto de contraste radical respecto de todos los precedentes, en tanto que está consustanciado con la estética digital predominante en la que se privilegia la nitidez de lo real. La ironía también anida en ese plano límpido, en tanto que en el hiperbólico realismo digital el exceso supera cualquier textura disponible al ojo orgánico de quien mira. La estética digital no es del todo compatible con la sensibilidad realista.

Si Kiarostami llegó o no a decidir que el film iba a comenzar con la intervención de Los cazadores en la nieve de Peter Brueghel, no tiene importancia. En el inicio sí se esclarece que el deseo de Kiarostami había sido en un principio trabajar con pinturas, aunque finalmente optó por incluir sus fotografías y algunos planos filmados por él. La distinción consciente aquí se circunscribe a diferenciar la relación del tiempo con la naturaleza de una imagen. El antes y el después en la pintura y en la fotografía faltan, lo que constituye una elipsis obligada por el procedimiento de expresión y registro. Al intentar contradecir la imposibilidad correspondiente de cada dispositivo, Kiarostami glosa cuatro episodios de la historia de las imágenes y las yuxtapone lúdicamente. Lo que sucede con el cuadro de Brueghel es ilustrativo. El plano fijo sobre la obra no viene acompañado de ningún sonido. Es el cuadro y también podría ser una fotografía de este. Pero lentamente el cuadro adquiere sonido y con este se introduce el movimiento, propio de la imagen cinematográfica, que transgrede la inmovilidad propia de la pintura (y la fotografía). Los pájaros, los perros y las vacas se desplazan, la nieve no cesa de caer en el pueblo, el humo de las chimeneas transmite la temperatura. En efecto, la representación del movimiento le pertenece al cine, y este juego dinámico en que el cuadro de Brueghel adquiere vida solamente es factible en un tiempo en que la imagen en movimiento se ha disociado del realismo fotográfico.

La misteriosa hermosura y provocación de 24 Frames radica en que nos lleva a asumir, como dijera la joven filósofa cordobesa Malena León, cuán inocentes hemos sido frente al cine y sus imágenes. La última lección de Kiarostami postula el fin de la inocencia de toda imagen y el inicio de un construccionismo estético por el que la naturaleza ya no es una resistencia que riñe contra la voluntad de un artista o un portento al que se le debe un respeto reverencial. Es tan solo un material disponible que puede o no ser empleado como lo hacían los prehistóricos artistas de las cuevas y los primeros cineastas que sintieron el deseo de capturar el movimiento para tan solo reproducirlo. Lo digital es en sí una nueva naturaleza.

*Esta crítica fue publicada por Revista Ñ en el mes de agosto 2018

Roger Koza / Copyleft 2018