
SINNERS
EL CINE-METAMORFOSIS
Sinners de Ryan Coogler existe por el mismo big bang contemporáneo que llevó a Barack Obama a la presidencia, a Beyoncé a tomar el Louvre, a Jordan Peele a releer el terror, a Kendrick Lamar a bailar en el Super Bowl. Acá y allá, todos pertenecen a una historia de las imágenes tanto como a una historia de la política. En ellos se cumple un sueño: los afroamericanos sacan el pecho y levantan la frente, se meten a los empujones en fiestas donde nadie los invitó y reclaman su lugar adentro del mismo escenario que se organizó para (y por) tenerlos afuera. En una vida que se ha vuelto espectáculo, no desconfían del espectáculo. Sólo quieren recibir un poco de su luz.
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Decir que Coogler es un okupa de la maquinaria blanca Hollywoodense es tan atinado como decir que Sinners es el intento de hacer una película. Ninguna crítica que aún confíe en su tarea debería descansar en esa conclusión, sino más bien tomarla como un punto de partida evidente. El film de Coogler, de hecho, se presenta como un objeto cultural que ya ha hecho la tarea por nosotros: es una forma de entretenimiento conceptual, donde la crítica anida en sus propias entrañas. Mezcla los motivos del western, del cine de gánsteres, del musical y del terror gótico como una táctica planificada para establecer imágenes más o menos reconocibles y, desde allí, re-armar el paisaje de los géneros de acuerdo con la experiencia afroamericana. En todo caso, la pregunta es qué tipo de imagen (¿negra?) produce Sinners desde el corazón abarrotado de la industria. Y si hay todavía ahí, en un territorio tan parcelado y vigilanteado, algún horizonte de liberación. Coogler, ¿sin cadenas?
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En Sinners hay al menos dos películas. Dos en una, incluso con dos comienzos y dos tonos y dos colores diferentes.
Coogler erige la primera de estas piezas a imagen y semejanza de un western. Los Moore, un par de hermanos negros recién llegados a Misisipí andan en busca de las personas que quieren contratar para abrir su nuevo bar. Todo se desenvuelve como si fuera un reclutamiento de atracadores profesionales, sólo que, en vez de robar, estos hombres y mujeres se dedican a cantar, vender y beber cerveza. En una de las escenas, el director sigue a los personajes cruzando la calle del pueblo, yendo de un negocio a otro. Que la cámara registre el movimiento sin cortes le permite escanear fácilmente una flora y fauna descendiente del viejo oeste: un tipo molido a balazos, charcos de sangre y todas las señales de que hay hombres nuevos pisando y reclamando la propiedad de este suelo. En Sinners, la violencia brota a borbotones desde un principio. Pero todo sucede en el marco de un universo social delimitado que Coogler conceptualiza con el esmero de un graduado de la Ivy League. Allí muestra a los trabajadores negros que juntan algodón para subsistir, a los presos negros que pican piedras al costado de la ruta, a las señoritas negras que quieren viajar pero no pueden subirse al mismo tren que los blancos. Es a partir de este trazo sociológico que el imaginario cinematográfico del pasado se reordena.
La segunda película que habita adentro de Sinners arriba cuarenta minutos después, pero con todos los ademanes de una persona que llega tarde a la fiesta y grita, se pavonea y exhibe su saco atigrado para que nadie deje de notar su presencia. En este pasaje parteaguas, un gringo se arrastra con la piel humeando bajo el sol y le chupa la sangre a una pareja. Coogler satura la escena de todas las formas posibles. Utiliza golpes sonoros, cuerdas barrocas, guitarras metálicas y coros gregorianos que fuerzan la avenida del terror esotérico. Es como si, preso de su incontinencia, el director tanteara los elementos que tiene a su alcance y los convirtiera en tambores que anuncian las atracciones de su circo. Con ustedes: ¡sangre! ¡muertes! ¡vampiros!
Sinners vuelve a empezar a los tropezones. Sin organicidad ni control en la modulación de todas sus partes, la convivencia se hace difícil. ¿Cuántas películas caben en una sola película?
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Una de las escenas más interesantes de Sinners es también la más torpe. La cámara flota y da vueltas en círculos embriagadores dentro del bar de los hermanos Moore, mientras una voz en off recita: “existen leyendas de personas que hacen música tan verdadera que atraviesa el velo entre la vida y la muerte: conjuran espíritus del pasado y del presente”. Justo en ese momento, al lado de un chico con su guitarra acústica, empiezan a brotar negros de todas las épocas, bailando todos los estilos de música posible: mujeres que parecen esfinges egipcias, hombres de túnica que tocan el tambor como si participaran de un ritual ancestral al calor del fuego, chicas que perrean a un ritmo alzado que sólo se siente en las esquinas sucias de la gran ciudad.
Si la escena llama la atención es porque practica un enrarecimiento repentino. Se trata de un momento que interrumpe el flujo natural de las imágenes, dado que Coogler nos muestra algo que ya no está aconteciendo en el universo de la ficción. Las personas salidas de distintas líneas temporales son una metáfora gráfica que fue plantada por el director. Podría haber cierto grado de desobediencia en este momento, casi como si Coogler estuviera invocando al espíritu autoconsciente y reflexivo del cine moderno para poseer al mainstream, pero no deja de hacerlo de la manera más literal posible: escribe una voz en off y crea imágenes que ilustran esas ideas. Es una declaración de intenciones, donde la película reconoce a los gritos que, aunque la ficción esté situada en los años 20, no son exactamente los del siglo XX. O sí: son los del siglo XX invadidos por el siglo XXI (¿y viceversa?). Son las poblaciones negras que viven, crean y desean desde tiempos inmemoriales, pero también, son sus antagonistas: los fantasmas del Ku Klux Klan y los supremacistas de sangre caliente que hoy gobiernan los Estados Unidos.
La autoconciencia encorsetada de Sinners no puede sino convertir la herencia rebelde del modernismo en un cachorrito manso. Le impone límites para acorralarlo en un espacio controlable desde el cual pueda ser leído inmediatamente y de una sola forma posible. Pero además, las inclinaciones de Coogler revelan el aspecto decrépito que suele mostrar su película. Que el terror sirva como un lente desquiciado para mirar la realidad no es novedad. Directores como Jacques Tourneur, George Romero o John Carpenter lo hicieron en el pasado, sólo que sus películas encontraban la lectura política a partir del registro de un mundo palpable y concreto, de la captación del rostro y los cuerpos vivaces de sus actores, del movimiento fluido de sus dramas. Coogler (como su compañero de ruta, Jordan Peele) parte de ideas que luego le impone tiránicamente a sus imágenes exhaustas, hasta que las drena de vida. No es más que un vampiro, como sus personajes.
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Sinners escapa a sus peores instintos cuando las imágenes dejan de ser bosquejos y se vuelven de piel y de carne. Es decir, cuando las ideas de Coogler nacen de una base material: la sexualidad de sus criaturas. Esta tiene un lugar protagónico que por momentos lo invade todo. A la cámara, que se preocupa por filmar los cuerpos proteicos y calientes de los actores. Y también a la narración, que pone a los personajes a hablar de sexo (hay clases magistrales sobre cómo lamer vaginas, y recuerdos encendidos de antiguas cogidas que no se olvidan). Aquellas escenas son refrescantes no sólo por el rol activo que Coogler habilita a sus personajes femeninos (a quienes las muestra envueltas en escenas de goce crudo), sino por el lugar que abre a la representación del sexo: sin tapujos ni represiones (morales ni tampoco de ese conservadurismo narrativo que no acepta nada por fuera de sus reglas de ajuste).
Estos momentos se reservan la libertad de perseguir una pulsión que inscribe a los personajes (expulsados, castigados, desposeídos) en una zona vital. Es esa su revancha, así como la de la propia película: escenificar imágenes donde los cuerpos negros tienen margen para una zambullida más allá de la tragedia. Hay una fisicalidad que Coogler atiende con dedicación, reconociendo que el cuerpo es una superficie tectónica, hecha de fuerzas en pugna (muchas veces, que no se diferencian tan claramente). Acaso la escena que mejor lo exponga sea aquella donde el montaje trama situaciones paralelas que ocurren en distintos recovecos del bar. En la pista, la gente zapatea y retuerce sus torsos al ritmo de una música blusera. En la puerta de entrada, los socios de los Moore demuelen a patadas a un presunto intruso. Y en una habitación escondida, dos amantes se unen en un coro de gemidos que empiezan siendo placenteros y terminan siendo mortíferos.
Coogler intuye, en ese momento, que hay una frontera difusa entre bailar y golpear. Sabe que morder suavemente el labio de un amante puede confundirse con comérselo hasta exprimirle toda la sangre. Y esa es, también, parte de la alegoría que va tomando forma. Las criaturas negras no son sólo devoradas por las blancas: son también ellas mismas, las poblaciones vapuleadas, las que pierden consciencia y se terminan comiendo entre ellas.
En sus momentos más viscerales, los excesos de Sinners la acercan al delirio de la clase B. Sus personajes cogen como animalitos, se cagan encima y bailan endemoniadamente. Y entonces ahí, por un momento, Coogler acaricia al cine y a las ideas políticas sin tanto esfuerzo.
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Podríamos hablar de una especie contemporánea: las películas-metamorfosis. Queer de Guadagnino, Anora de Baker, El Jockey de Ortega, O Ornitólogo de Rodrigues, Sol Alegria de Teixeira, Trenque Lauquen de Citarella, Eureka de Alonso. Como si volvieran a metabolizar el aliento anárquico que Godard difundió con Pierrot Le Fou en los años ‘60, estos films despliegan formas en proceso. Algo empieza presentándose de una manera y luego se vuelve otra.
Podríamos decir, también, que las buenas películas-metamorfosis (como las de Rodrigues, Teixeira o Citarella) son aquellas que se apropian de la mutación como un mecanismo poético que cobra sentido hacia su interior. Allí, las piezas disímiles aún establecen relaciones y vasos comunicantes. Sus autores no han llegado por capricho ni accidente a cambiar de piel: lucharon para merecerlo.
Las películas-metamorfosis fallidas (como las de Ortega, Guadagnino o el mismo Coogler) son obras de partes y gestos autónomos. Sus elementos permanecen desperdigados, sueltos, desbordados: apenas la exhibición de un rapto de creatividad dudosa. Cada pieza se reduce entonces a una entidad aislada. Ninguna unidad llega a coexistir armónicamente con las que tiene al lado. Digamos, un cine de fragmentos segregados. Como blancos y negros: respiran el mismo aire, pero no se suben juntos al tren.
Sinners, Estados Unidos, 2025.
Escrita y dirigida por Ryan Coogler.
Iván Zgaib / Copyleft 2025
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