LA ORILLA QUE SE ABISMA

LA ORILLA QUE SE ABISMA

por - Críticas
13 Sep, 2008 02:28 | comentarios

**** Obra maestra  ***hay que verla  ** Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Alan Koza

LAS PUERTAS DE LA PERCEPCIÓN

 

La orilla que se abisma, Argentina, 2008.

Escrita y dirigida por Gustavo Fontán.

 ***Hay que verla

El árbol fue una película notable y su director parecía un solitario en un ecosistema desentendido de cualquier búsqueda poética en el cine. La orilla que se abisma confirma la belleza de su radical singularidad, y las posibilidades del cine cuando éste va más allá de la dictadura del relato.  

Proscripta de la cotidianidad, depreciada por su carácter antipragmático y no lucrativo, o, todavía más escandaloso, apropiada para exaltar lo kitsch de lo que se codifica como bello en nuestra sociedad del espectáculo, la poesía es un género fantasmal, en vías de extinción, aunque es posible que sin ella nuestro modo de habitar el mundo sería brutalmente indolente, casi inhumano.

La nueva película de Gustavo Fontán es un riguroso ensayo poético sobre la obra del poeta entrerriano Juan Laurentino Ortiz (1896-1978), más conocido como Juanele. No se trata de una evocación atroz como se hiciera en algún momento con Oliveiro Girondo en nuestro cine, o de un cuento ingenuo sobre algún momento en la vida del poeta, como se hizo con Neruda. Fontán elige el camino menos transitado: traducir una experiencia verbal en imágenes, es decir, transfigurar los versos en planos. La aventura estética de Fontán consiste en mostrar lo poético y dejar de nombrarlo. Su película es un viaje perceptivo precedido de la palabra de Ortiz, aunque ésta está prácticamente ausente, excepto por dos placas con fragmentos de poesía y la voz de Juanele recitando un poema en el epílogo.

«Acaso la revolución consista en lo que el hombre por siglos ha estado postergando: la necesidad del verdadero descanso, el que permite ver cómo crecen, día a día, las florcitas salvajes». Éste es el punto de partida, sentencia engañosamente candorosa, y que Fontán habrá de materializar plano tras plano hasta el final. En efecto, se trata de purgar la mirada de la saturación indiscreta de lo audiovisual masivo y publicitario que no permite ver. Así, la cámara de Fontán deviene en un préstamo de ojos, con los que se habrá de ver un mundo, el nuestro, el de Juanele, uno poblado por gatos, hojas, tormentas, lluvias, ríos, cielos, hombres que pescan y navegan con sus botes en la bruma, pero vistos como si éstos estuviesen brotando desde las rimas de Ortiz.

En un contexto en el que el cine narrativo domina y subyuga, la apuesta por un cine concebido como una experiencia sensorial y poética conlleva un gesto de desobediencia bienvenida. No son muchos los partisanos de un cine poético. Kiarostami en Cinco, Sokurov en Madre e hijo han demostrado que el cine puede intentar registrar el acontecimiento, el mundo en su devenir, sin el capricho tan humano de imponer un relato allí en donde sólo hay instantes salvajes despojados del orden del discurso.

Aquí, Fontán opta por un paulatino extrañamiento del registro: planos medios y generales de la naturaleza van perdiendo su nitidez a través de una doble operación formal: primero, el desenfoque: las formas de la naturaleza pierden sus contornos; después, los fundidos encadenados: las imágenes se yuxtaponen, procedimiento que llega a ser sublime cuando el cielo se refleja en el río y la sobreimposición de planos transforma la naturaleza en arte.

El filósofo Oscar del Barco ha sugerido que la poesía de Juanele es una teofanía real, y Fontán así parece percibir el encuentro del lenguaje poético con el mundo. El Litoral es Juanele, el río es él. Nadarlo es casi un imperativo fisiológico.

Copyleft 2000-2008 / Roger Alan Koza

Esta crítica fue publicada durante el mes de septiembre por el diario La Voz del Interior de la provincia de Córdoba.