DIME QUÉ DESEAS Y TE DIRÉ QUÉ CINE VES

DIME QUÉ DESEAS Y TE DIRÉ QUÉ CINE VES

por - Ensayos
23 Jun, 2009 01:51 | comentarios

En el inicio de Guía de cine para pervertidos (2006), Slavoj Zizek dice: “El problema para nosotros no es: ¿son nuestros deseos satisfechos o no? El problema es: ¿cómo sabemos lo que deseamos?”. Y un poco después, en el prólogo de esta película dirigida por Sophie Fiennes, Zizek afirma sobre la función específica del cine: “No nos da lo que deseamos, sino que nos dice cómo desear”.

¿Cómo saber si lo que uno desea es lo que verdaderamente se desea? Un modo de responder es decir que uno siempre desea el deseo de otro. La cuestión es identificar, en primera medida, cómo se constituyen los deseos en el funcionamiento de la propia economía libidinal. Lo que deseamos es lo que nos mueve. El deseo es un tender hacia algo o un otro, en la medida que se reconoce una falta, una carencia, un hueco a llenar. Un pezón hinchado de leche es la primera inscripción en nuestra psiquis de que lo que se necesita para vivir está siempre mediado por otro. No podemos recordar cómo era aquella experiencia, pero, sin duda, nos constituye.

Del deseo de una teta a la apetencia de poseer a una mujer hay un largo camino. Del deseo de succionar un biberón al de satisfacer la sed con un Chandon hay una larga historia de aprendizaje y un discreto y sistemático disciplinamiento en el que fuerzas simbólicas diversas (la escolarización, los medios de comunicación, la interacción familiar y social, etc.) impactan y modelan nuestra identidad, que se define por lo que se desea.

El cine recolecta y proyecta fantasías colectivas. En la oscuridad de la sala, los otros que miran permanecen neutralizados por unas dos horas mientras una relación íntima se establece entre la imagen y quien mira. Sabemos que hay otros, a los que escuchamos reír, moverse, llorar, susurrar, incluso bostezar, roncar y masticar. Pero hay un pacto subyacente entre los espectadores, que se saben acompañados, y es el que posibilita sustraerse de ser miembro de una audiencia para convertirse en testigo singular de una experiencia sonora y visual.

Se trata de un fenómeno paradójico que revela la posición y la interacción que cualquier sujeto establece entre sí mismo y el orden simbólico, es decir, el conjunto de creencias que organizan la vida social. Sobre ese orden nos constituimos; en ese orden aprendemos a elegir lo que deseamos; sobre ese orden se instauran también los límites del deseo, lo que se entiende como prohibido, de lo que se predican, al mismo tiempo, ciertas posibilidades de desobediencia y transgresión. En efecto, la presencia de otros espectadores es un recordatorio: nunca estamos solos, nuestra soledad está habitada por fantasmas, por otros imaginarios y reales que nos han enseñado a desear. Es que el cine es un gimnasio colectivo en el que vemos cómo opera el orden simbólico pero sin participar directamente de él. Otros sufren, otros se aventuran a cuestionar el orden simbólico, otros ejemplifican esa lucha íntima por la que un hombre o una mujer aprende a ser leal a su deseo, más allá de la ley que impone una demarcación entre lo que se puede y lo que no se puede. O, como bien lo expresa Zizek, una vez más, pero no en la película sino en uno de sus libros, Las metástasis del goce: “Hay una ley que, lejos de oponerse al deseo, es la Ley del deseo mismo, el imperativo que soporta el deseo, que le dice al sujeto que no renuncie a su deseo: la única culpa que esta ley reconoce es la traición del deseo”.

En la recientemente estrenada Loca por las compras (2009), de P. J. Hogan, Isla Fisher es una compradora compulsiva. Joven y ambiciosa, su vida pasa por entrar en la redacción de una revista de modas y comprarse muchísima ropa. No hay duda de que en nuestro tiempo la indumentaria funciona como una metafísica: vestirse, probarse, adornarse no son accesorios y accidentes de la identidad, más bien la constituyen. Es así como Fisher vive su compulsión, como si se tratara de una escasez ontológica que hay que cubrir. No está precisamente desnuda, pero la ropa reviste una ausencia, algo de lo que carece y que pertenece a otro orden de su existencia. Sin duda, comprar la entretiene y la contiene, aunque sus ingresos y egresos estén totalmente desparejos, y su deuda con sus tarjetas de crédito esté en el límite en el que ya no se pueden pagar ni siquiera los intereses. Más por casualidad que por convicción, Fisher consigue un trabajo en una redacción. En un momento, se le comisiona un artículo sobre el vínculo entre el crédito y el consumo. Así, descubre una distinción mágica (y política): un artículo se define por el uso y también por su valor. Es una pieza periodística que cambiará su vida, pues aprenderá, mientras que también se enamora, a distinguir entre el deseo y el consumo.

Loca por las compras, un heterodoxo cuento de hadas con moraleja política (que no es una gran película, pero es ideológicamente interesante), se promocionó como si fuera un aviso de Cosmopolitan y una introducción a un mundo plástico en el que el elixir de la existencia pasa por la expansión del guardarropas. Pero la película es exactamente lo opuesto: un estudio pop y humorístico sobre cómo el capitalismo, un estilo de vida naturalizado como esencia de los hombres, decomisa y trastoca el deseo en términos de consumo. La compulsión por adquirir vestuario se ejemplifica en el film como una constante seducción publicitaria en donde hasta los maniquíes cobran vida y cautivan al transeúnte. En suma, Loca por las compras advierte cómo el espacio público ha devenido en publicidad permanente, y el correlato de esto es la identidad de los sujetos como meros consumidores, transformación de la que da cuenta el artículo 42 de nuestra última constitución nacional, en ese pasaje que Ignacio Lewkowicz entendía como la legitimación jurídica de una transición que va del ciudadano al consumidor.

La corporación (2004), la película de Mark Achbar, Jennifer Abbott y Joel Bakan, es un estudio estructural sobre las corporaciones. El documental funciona como una genealogía de esta persona jurídica cuya diagnosis, si es inspeccionada bajo un criterio médico-psiquiátrico, indicaría un comportamiento similar al de un psicópata. Los directores muestran los efectos macro y micropolíticos de esta forma de organización, y hasta sugieren algunos caminos posibles para revertir una tendencia que parece una evolución natural y lógica del capitalismo tardío.

Hay un capítulo clave en la película que sintetiza los procedimientos que homologan el deseo al consumo. Allí se estudia la manipulación sobre los niños para que deseen comprar determinados productos. El pragmatismo semiótico de los sistemas de marketing no conoce límites. Pensemos que una película supuestamente destinada para chicos participa casi siempre de un plus extracinematográfico que sirve para vender mochilas escolares, cartucheras, hamburguesas, gaseosas, figuritas. Es como el chocolate Jack: no importa mucho el chocolate, sino el misterioso valor agregado condensado en un muñequito de dudosa aplicación lúdica. No importa mucho la película, sino la venta vinculada a ésta. Pero el ejemplo que se ve en La corporación es otro: un conjunto de empresas se dedicaron a estudiar el comportamiento de los niños, en especial, una conducta concebida como el fastidio, es decir, la repetición caprichosa con la que un niño insiste hasta el cansancio para que sus padres le compren un determinado producto. Se les pidió a los padres que llevaran un diario para que anotaran cuándo, cómo y dónde sus chicos presentaban estas conductas. Una psicóloga señala: “Este estudio no se hizo para aliviar a los padres del fastidio. Fue para ayudar a las corporaciones a animar a los niños a fastidiar por sus productos”. La conclusión es que sin ese estudio las compras hubieran sido menores en un 20 al 40%. Sin remordimiento, la ejecutiva de una empresa sostiene: “Al consumidor se lo puede manipular para que quiera y compre los productos. Es un juego”. La película plasma una estrategia: la ocupación constante de las marcas en el espacio público, que responden a un estudio sistemático de la conducta de los consumidores. No hay duda de que el dispositivo publicitario tiene su refuerzo cinematográfico: ¿quién no quiere ser millonario?

Repitámoslo: el cine nos dice qué y cómo desear. Así, de tanto ver esos planos patéticos típicos del cine de Hollywood en donde la cámara gira en círculos alrededor de los enamorados, no solamente podemos estar esperando que, en el momento en que besamos a la persona que amamos, ella o él se esté moviendo en círculos junto con uno, sino que sería perfecto, debido a nuestro entrenamiento, que suenen unas cuerdas melosas que ambienten la escena amorosa. O como sucede en los actos escolares, en donde se musicalizan las colaciones con compases de Titanic (1997). O en las noticias, en donde la muerte de un ex presidente argentino se transmite como si fuera un tráiler de un biopic hecho en California. Es por eso que ver otras cinematografías es casi un imperativo: descubrir otra lógica de la imagen es indirectamente descubrir otra lógica del deseo.

*Esta nota fue publicada por la Revista Quid en su número de junio-julio, 2009.

FOTOS: 1) Guía perversa de cine para pervertidos; 2) Loca por las compras; 3) La corporación

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