DESDE EL PRADO

DESDE EL PRADO

por - Ensayos
20 Ene, 2008 09:08 | comentarios

(Notas para una discusión sobre cierta tendencia del cine contemporáneo, 2da parte)

Por Nicolás Prividera 

Un nuevo texto de Prividera; lúcido, provocador, austero, agudo, este director (y crítico) no deja de pensar sobre cine y ofrece una tesis potencial para mirar la actualidad del cine sin la cortesía característica de un tiempo de la crítica en donde se canonizan películas menores mientras la pereza o (la estupidez) es la actitud dominante entre quienes discuten. (Roger Koza)

 

1.

Su nombre era Chance (azar) , porque había nacido por casualidad 

(Jerzy Kosinski, Desde el jardín)

Lo primero que hice al llegar a Madrid (habiendo tenido -este año- la suerte de viajar, y sabiendo -siempre- que la miseria del mundo no se acaba si uno la réplica hablando de ella y no de estética, porque toda estética entraña una ética, y viceversa, habiendo tenido chance) fue ir al Prado. Y lo primero que hice fue buscar la serie de cuadros que Boticelli pintara sobre «la historia de Nastagio» (uno de los cuentos del Decamerón, en la que podría ser la primera adaptación de un relato a un soporte pictórico con la clara intención de desarrollar temporalmente la acción: el cine antes del cine) pero sabiendo que no podría evitar las Obras Maestras, aunque mas no fuera por su disposición central en el Museo. (El problema de las Obras Maestras es que impiden descubrir las obras menores: la Historia del Arte puede prescindir de ellas casi sin pena). Y es que, finalmente, toda la historia del arte moderno puede cifrarse en la distancia entre dos cuadros: Las meninas de Velázquez y el Guernica de Picasso. Los dos están en Madrid, los dos ocupan el centro de sus respectivos espacios (el Prado y el Reina Sofía), los dos tienen un inquebrantable cardumen de ávidos ojos devorándolos. Pero entre ambos (o al costado, como su localización en el mismo Museo) tarde o temprano hay que pasar también por las «Pinturas negras» de Goya (aunque los espectadores suelen pasar frente a ellas con apuro, como ante un abismo insondable). Si se hace el ejercicio de dejarlas para el final, el efecto es doblemente extraño: esas pinturas (pintadas originalmente sobre los retirados muros de una quinta y trasplantados a lienzo mucho tiempo después de la muerte de su autor) son no sólo una producción «anómala» en la obra de Goya sino en su propio tiempo (precediendo en cien años al expresionismo), y esa cualidad inasimilable pareciera perdurar en la ubicación lateral de los cuadros: mientras que Velázquez es el centro luminoso del canon, Goya es quien lo inquieta desde su excentricidad. (Velázquez es nuestro maestro, Goya es nuestro contemporáneo.)

El Museo (cualquier museo) puede leerse como metáfora o topografía del canon: un sistema de inclusión / exclusión que va dibujando el gusto de una época. En él se hacen y deshacen glorias: las Obras Maestras son, simplemente, las que sobreviven a los cambios. El resto de las salas las ocupan los artistas que hacen de nexo entre esos Grandes Momentos, o los buenos copistas que logran sostenerlos en el tiempo (los malos quedan relegados a un infierno desconocido o, en el mejor de los casos, al gabinete de lo «bizarro»: así se escribe la Historia del Arte.

La Obra Maestra, para serlo, debe ser única, y a la vez dejar una vasta descendencia. Ese es el gusto moderno: el que es capaz de abrir una época (Goya) más que cerrarla (Velázquez). Aunque el publico prefiera la sutil delicadeza de Velázquez a los disparates de Goya (o la sutil delicadeza de la juventud de Goya a su poco amable final, porque el pintor de las majas reunía en él -parafraseando la sentencia borgeana sobre Quevedo- todas las posibilidades del arte), sabemos que los artistas (al menos los que nuestra época favorece) prefieren la oscuridad (en todo sentido).

 

Una de las menos conocidas y más enigmáticas de las pinturas negras es la llamada Perro semihundido. Se trata de una pintura casi abstracta (dos indeterminadas superficies ocres, una más oscura que la otra, convertidas en espacio solo por la cabeza de un perro que emerge de una de ellas, en la parte inferior de la pintura, sin que sepamos si está efectivamente «hundido» o solo fuera de nuestra vista). El perro parece mirar hacia algún punto indeterminado, sea en esa bruma que lo envuelve o en un «fuera de campo», sea por decisión del artista o de quien la traspaso al lienzo, ya que algunas de las pinturas fueron seccionadas en el traslado… Nunca lo sabremos, pero esa posible incompletud «parece» parte de la obra, y es eso lo que la convierte en absolutamente contemporánea (tanto, que podría colocarse en cualquier exposición actual sin que nadie notara su extemporaneidad). La solitaria cabeza del perro parece espectar o aguardar algo que nunca se produce: y en ese sentido, en esa salvación de y por una mirada (exterior) se juega todo el destino del arte moderno.

2.

Este hombre puede parecer y actuar como un idiota… Pero no se dejen engañar: Es realmente un idiota. 

(Groucho Marx, Duck soup)

Nada tranquiliza tanto como un talento dormido a la sombra de los laureles (como esa metáfora muerta). Peter Sellers se hizo demasiado famoso por el Inspector Clouseau de la saga de La pantera rosa, hasta el punto que nadie recordaba su vasta galería de personajes (que no dejaban de tener algo de asumido freak, como los de Lolita o Doctor Insólito, ambas de Stanley Kubrick). Como su compatriota Alec Guiness (que en Ocho sentencias de muerte interpretaba otros tantos personajes distintos), a Sellers le complacía esa idea camaleónica de la actuación (aunque en las antípodas del «método» stanislavkiano adoptado al otro lado del Atlántico) y le molestaba el encasillamiento. Quizás por eso aceptó un papel tan aparentemente alejado de sus dotes histriónicas como el apacible y neutro Chance Gardiner de Desde el Jardín: no en vano el gran merito de su actuación fue hacernos olvidar a Clouseau y cualquier otro de sus personajes anteriores. Su actuación, que dota al personaje de la fuerza centrípeta que parecía imposible traspasar del papel (de la novela original de Jerzy Kosinski), fue la última de su vida, como si hubiera agotado sus fuerzas en el intento de llevar esa performance a un grado cero de la escritura. Porque Chance es (para quien no haya leído el libro o visto la película: un hombre con retraso mental que no conoce más que el jardín que ha cuidado durante toda su vida, y que echado al mundo lo conquista, contra toda esperanza, con la fuerza de su nadería) una pantalla en la que cada cual puede proyectar su propio deseo. Un significante vacío.

 

Civilización o barbarie, el buen salvaje o el Otro absoluto: Chance es el anti-Kaspar (Hauser: ese personaje menos real que inmortalizado por Handke y Herzog), no solo porque el mal idiota fue asesinado («incomprendido») mientras que el buen idiota se convierte en presidente de los Estados Unidos (cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia), sino porque Kaspar es un filósofo nato, alguien que inquiere por el sentido del mundo (y de ahí la molestia que provoca: tiene más preguntas que respuestas), mientras que Chance tiene una respuesta para todo (ya que todo lo que importa parece encontrar una metáfora apropiada en su eterno jardín). Kaspar es activo e incomoda intelectualmente a sus interlocutores, Chance es pasivo y pacifica: repite frases hechas que pueden ser leídas con la profundidad de cualquier gurú contemporáneo (de Osho a Linda Seger). Kaspar y Chance pueden ser leídos, también, como dos versiones del artista (y el arte) moderno: el primero como tragedia, el segundo como farsa.

El lugar común del artista (en la cultura contemporánea) es heredero del Romanticismo: un genio oscuro y atormentado, con un destino de incomprensión y gloria póstuma (Van Gogh es el ejemplo canónico de ese Lust for life). Y si esa visión del artista (y el arte) sigue siendo canónica es porque inevitablemente desplaza los «problemas» estéticos de la política a la psicología (y entonces, viendo Sinfonía inolvidable, sufrimos mas por los desplantes de George Sand que por el amargo destino de Polonia). Podríamos multiplicar los ejemplos «ad infinitum» (dejo a cada lector el suyo), aunque el fondo es el mismo: el artista (y su obra, y el arte todo) es una mónada incognoscible, a contrapelo de su tiempo, que sólo podemos juzgar por lo que la posteridad (la crítica, el canon, los biopics…) dicen de él. Como si al hacer falta tantas mediaciones para emitir un juicio estético, el espectador sólo pudiera asumir su ignorancia (con beneplácito socrático o indignación populista) o rendirse ante la evidencia que le es dada por las instituciones (por la misma inclusión en el Museo, la Guía turística o los top-ten de la Crítica). Su mirada, ávida de sentido y experiencia (estética), desconfía tanto de lo que le es inmediatamente dado como de lo demasiado extremo (si bien la TV basura y el arte de vanguardia pueden encontrarse en la mirada de Chance). Kosinski mismo lo demuestra con la hechura de su novela, en el punto justo entre la mediocridad de su escritura (su metáfora demasiado transparente) y la fuerza de su argumento: el Rey está desnudo.

Algunos lo gritan en la sala a viva voz (como en la presentación de Honor de cavallería en el Festival de Mar del Plata) pero de un modo tan reaccionario como los que salen en defensa de la alta cultura agraviada (demostrando que nada separa a los «populistas» y a los «vanguardistas» cuando se unen en una discusión estéril): es que la política, finalmente, está en las formas. De eso se trata todo: de la forma del decir. Es allí donde uno debería poder ver la diferencia entre La familia de Carlos IV y la interminable lista de retratos debidos a pintores palaciegos mas complacientes y menos talentosos que Goya, o entre la primaria película de Serra y la profundidad inquisitiva de Costa en Juventud en marcha, por ejemplo. «No todo el que vaga está perdido», dice La Biblia. Y ese es el largo y ventoso camino: no es lo mismo vagar que ser vago (en todo sentido), no es lo mismo cercar el vacío que arrojarse mansamente en sus aguas (¿hay que recordar que «errar» también puede significar equivocarse?), no es lo mismo inquietar que impacientar (aunque algunos confundan causas nobles con efectos afectados). También aquí podríamos multiplicar los ejemplos (y también aquí dejo a cada espectador el suyo).

Fotos: 1) autoretrato de Goya; 2) Peter Sellers en Desde el jardín; 3) Perro semihundido de Goya; 4) Fotograma de Gaspar Hauser; 5) Ventura en Juventud em marcha, de Pedro Costa.

 Copyleft 2000-2008 / Nicolás Prividera