CRÓNICAS MEJICANAS 7
FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE EN GUADALAJARA 13/03/08
Por Roger Alan Koza
Ayer fue la función de Napoleón, de Abel Gance, la película muda restaurada por Francis Ford Coppola, musicalizada por la camerata filarmónica de Guadalajara. Una periodista y colega del diario La Voz del Interior, Beatriz Molinari, me contaba hoy después de salir de otra decepcionante película en competencia, cuán increíble y prodigiosa había sido la función. No solamente por el imponente teatro Telmex, un auditorio recientemente construido y el más grande de Guadalajara, sino por quedar fascinada ante la inventiva de un cineasta que filmaba hace más de 80 años y sigue siendo contemporáneo. En efecto, Gance concibió, por ejemplo, lo que hoy denominamos un registro de cámara en mano, es decir experimentaba con las formas del cine y con ello establecía nuevas posibilidades para un arte todavía naciente e inexplorado. Lo que también decía Molinari, empero sin decirlo, era cuán poco original y arriesgado es el cine de nuestro tiempo, al menos el que vemos en este festival y todo lo que se estrena jueves tras jueves, las novedades de la semana. (Quizás en un festival imaginario del futuro se proyecten Juventud em marcha, Puerto de Varsovia, Tren de sombras, Tropical malady, Xia Wu, y una descendiente de Molinari, exprese: «¡Qué alucinante eran esos tipos de principio del siglo XXI!»)
Más tarde, mientras tomábamos un café con Robert Koehler, intentábamos analizar ciertas debilidades del festival. Mañana, cuando publique la última entrega de estas crónicas y ya se sepa los nombres de los ganadores, habré de desarrollar algunas ideas al respecto.
Pero hay un tópico excluyente que habrá de ser la matriz de una discusión y una política sobre el devenir de los festivales; será también un eje transversal que definirá la legitimidad de la crítica cinematográfica. Hoy más que nunca hay que pensar y debatir la cuestión formal en el cine, más allá de su índole estética, sino más bien en términos de una problemática estrictamente política.
Un festival como el de Guadalajara, en su presente, está deformado, pues su «todo vale» instituye una democracia de las formas cinematografías que, como acontece hoy en política, suaviza, iguala y contiene todo elemento radical capaz de poner en juego el orden globalizado de la circulación, codificación y consumo de imágenes.
Le toca al cine participar y ser testigo de una proliferación audiovisual de múltiples expresiones, regulada por un concepto del tiempo del plano, por lo cual su duración no debe sobrepasar los cuatro segundos. El montaje veloz es una forma dominante, e impone un régimen perceptivo.
Por eso, la única película de competencia iberoamericana que verdaderamente importa es La rabia, pues al ser consciente de que las decisiones formales definen la materia de una película (sea lo que fuera su tema, su historia, su objetivo comunicacional, su programa perceptivo) causa y demanda una experiencia del espectador. En otras palabras, ese deseo irrefrenable de levantarse e irse (y enojarse) ante un film de Pedro Costa, Jacques Tati, Jia Zhang-ke, Robert Bresson, evidencia el núcleo de este problema político de la imagen.
Fue ayer, mientras asistía a la función de Diario de Sintra, una película de ensayo experimental sobre Glauber Rocha, y dirigida por Paula Gaitán, que de los cincuenta espectadores sentados quedaron tres personas, incluyéndome. ¿Qué aconteció?
De entrada, un fundido en negro de dos minutos inicia la película. El público hablaba, como si se tratase de un error. Luego se divisa un árbol con fotos diversas colgadas sobre sus ramas. Se ven libros que leía Rocha, material de archivo de él con su familia, paisajes diversos de Portugal registrados por el cineasta. En la primera media hora, no hay ningún cartel indicador que oriente cómo hay que mirar. Más bien hay que mirar y en el acto de hacerlo se aprende a mirar y a escuchar una película que evidencia una noción formal que se desmarca del cine en general y del formato canónico actual de documental. A veces se escuchan declaraciones sueltas de Rocha, quien se declara orfeísta y no narcisista, y también anarquista y no monárquico. En algún momento, Gaitán llega a una playa en la que Rocha solía jugar con sus hijos. Un primer plano de una foto de Rocha se la ve hundida en la arena. Por varios minutos, se sostendrá ese plano, hasta que la corriente del mar se lleva la foto por un sendero trazado por el viento. Descripto pierde todo valor, pero es un instante orfeístico, pues quien ve descansa en lo que ve.
En un festival latinoamericano no puede faltar la revisión sobre las dictaduras de los ‘70. Dos películas, una ficción y un documental, exploran, con distintos resultados, los efectos del aparato represivo en Uruguay, y ambas dan a entender que existe un orden de continuidad entre el presente y el pasado.
Interesante y honesta, aunque no siempre incisiva y ligeramente complaciente, Siete instantes interroga a un grupo de mujeres pertenecientes a los Tupamaros, primera guerrilla urbana, como dice una de las entrevistadas. Diana Cardozo, su directora, es ordenada y didáctica: su relato arranca en la constitución de la organización hasta su impredecible derrota, cuando el último bastión del movimiento, la «Cárcel del pueblo», es tomada por las fuerzas militares uruguayas en 1972. De eso discurren sus entrevistadas.
Lo distintivo del film de Cardozo es comprobar y exponer una construcción de la subjetividad, en este caso, la del revolucionario, inconmensurable e incomprensible respecto del paradigma vigente. En un momento esencial, una mujer retoma indirectamente la carta de Oscar del Barco conocida como el «No matarás», objeción moral sobre los límites de la acción violenta revolucionaria. La diferencia respecto de otros testimonios similares es la serenidad con que se la ve asunir su responsabilidad, pero en este caso sin arrepentimiento alguno, pues entiende que las coordenadas simbólicas habilitaban dicha acción, hoy objetables, ayer justificables. Lamentablemente, Cardozo, en esta ocasión, no interviene, y pierde con ello avanzar sobre la zona más ríspida de la mentalidad revolucionaria.
Ya en tiempos democráticos, pero con la sombra de un pasado que no es pasado sino presente, Matar a todos es un thriller político de una eficacia nula. La película está resuelta desde que empieza: un científico de Pinochet se refugia en Uruguay y su Estado lo encumbre. Pero una abogada comprometida, hija de una militar de alto rango, investiga y cuestiona. Tarde o temprano, «la verdad que duele pero cura», como dice un personaje, saldrá a la luz. Monocorde, linear, mecánica, algunas piruetas formales de Schroeder distraen más que mejoran o dinamizan un relato extenuado en su gravedad, cuya posición ideológica es incuestionable pero que se autolimita en un tipo de denuncia ya naturalizada y por ende improductiva.
La inmigración es otro tópico recurrente en cualquier festival que exhiba películas de Latinoamérica y África. Si la globalización existe funciona en torno a la libre circulación de objetos y a una restricción y control cada vez más eficiente de la circulación de sujetos. 14 kilómetros, dirigido por el español Gerardo Olivares, es un desert-movie o la historia de cómo dos hombres y una mujer de Nigeria intentan llegar a Marruecos para cruzarse a Europa vía España. Nuevamente, todo aquello que la película muestra es conocido: hay un sistema de corrupción generalizada, una verdadera industria de la inmigración ilegal.
Excesiva en su belleza fotográfica, pues por momentos el desierto es más importante que los sujetos y su obstinada peregrinación a la tierra del bienestar, el fraude ideológico de 14 kilómetros es apelar al humanismo cuando se trata de un problema estrictamente político. Al final, una sentencia de Rosa Montero alude a que ellos seguirán viniendo, porque no se puede dejar de soñar.
Es el inconsciente europeo y su narcisismo civilizatorio en su máxima expresión, porque si los africanos y los sudamericanos emigran es porque la concentración de riquezas tiene una historia, y ella se mancilla con un vocablo innegable, interdicto: colonización. No se trata de ser buenos, sino de ser justos, y entender cómo el financiamiento del bienestar europeo proviene o se ha construido gracias a las aventuras coloniales. 14 kilómetros es un film prototípico de ONG.
También sobre inmigrantes, pero no africanos sino nicaragüenses, El camino, una película imperfecta pero honesta y estéticamente inquieta, sigue el derrotero de dos niños que escapan de su abuelo y van en búsqueda de su madre, quien vive en Costa Rica. Cierta recurrencia al simbolismo distrae en esta nómade incursión neorrealista al flujo de poblaciones en Centroamérica, que alcanza, cada tanto, instantes de lirismo admirables. A diferencia de 14 kilómetros, que es una película europea formal y conceptualmente, El camino se propone un camino, valga la redundancia, para descifrar en sus propios términos, la distopia latinoamericana.
Ver El camino seguido de Mataharis, el último film de la competencia iberoamericana, es verificar la brecha inconmensurable entre ricos y pobres. Una obscenidad intrascendente, Mataharies, también un síntoma de banalidad y gratuidad irredimible: ¿A quién le importa ver un film sobre mujeres espías, vouyers profesionales al servicio de la desconfianza burguesa? Las bellas almas tienen conciencia: «¡No a las corporaciones!», dice a su manera una arrepentida en Mataharis. Hay que tomar partido…
Fotos: 1) fotograma de El camino; 2) fotograma de Diario de Sintra; 3) fotograma de Siete instantes; 4) fotograma de 14 kilómetros.
Copyleft 2000-2008 / Roger Alan Koza
Últimos Comentarios