
CIUDAD OCULTA
FANTASÍAS CALLEJERAS
Como la mayoría de los espectadores que lograron encontrarla, llegué a Ciudad oculta sin coordenadas precisas. Apenas tenía un dato: había sido creada por Antes Muerto Cine, el colectivo responsable de la filmografía de Tatiana Mazú. Y enseguida, contemplando las imágenes invadidas por el fulgor de luces mohosas y por sus héroes murgueros que ven gente muerta, me carcomió la duda: ¿por qué este film extraño, acaso imperfecto pero vivaz, había permanecido en las sombras? Sin aparecer en ninguno de los grandes festivales de Argentina y apenas con un paso discreto por la Semana de la Crítica de Berlín, quizás el título de la película simplemente había sellado su destino: se autocondenó a la oscuridad. Pero me inclino más bien a pensar que el problema es menos esotérico. Que Ciudad oculta posee un espíritu libre. Que mueve los dedos y explora el mundo con una actitud intuitiva y desentendida, a contracorriente de lo que esperan los paladares dormidos del festivalismo internacional.
Francisco Bouzas, el director, filma desde el sur periférico de la ciudad de Buenos Aires. Allí se comporta como un etnógrafo atento: recolecta los símbolos y los ritos populares que le inyectan vida a ese universo. Hay canchas y fiestas de fútbol. Hay misas a cielo abierto y altares del Gauchito Gil. Hay escuadrones murgueros, uniformes de colores magnéticos y tambores que pueden llamar al amor y a la guerra. En el centro de esa tierra, Jonás y sus jóvenes amigos lloran la muerte de uno de los suyos a manos de la policía. Pero el secreto de Ciudad oculta está en cómo procesa esa angustia. En que no se preocupa por devolverle un retrato fiel, dado que intuye que la vida frágil en los márgenes desborda la sensatez del realismo. Que existe allí una emoción turbada, y que tener los ojos abiertos se asemeja a tenerlos cerrados, estar despierto a estar soñando, y vivir a ser un fantasma.
Una de las escenas memorables de la película revela su encanto por la subversión. Bouzas monta dos situaciones paralelas: la Fiesta de San Juan y la preparación de los protagonistas para llevar a cabo una odisea hacia el inframundo. Por un lado, el barrio baila y juega con fuego. Por el otro, los amigos se disfrazan, empuñan sus armas y juntan aliento para cruzar un portal que los llevará a visitar a sus muertos. Se da entonces un cruce extraño. La fiesta popular desordena la calle, tanto como los géneros populares desordenan el registro de la realidad. Bouzas convierte a la fantasía en un ritual pagano que tuerce momentáneamente las reglas y las simetrías del mundo cotidiano; no por el anhelo de negarlo, sino para encontrarle la forma justa a una experiencia escurridiza, donde la policía y la muerte (que acá son sinónimos), pero también, el amor, desestabilizan las representaciones automáticas. No es en vano que la película esté poseída por el motivo visual de los reflejos. Cada tanto, sus criaturas aparecen duplicadas sobre charcos sucios, como si el barro de la villa fuera un espejo monstruoso que devuelve una imagen soñada, invertida, deformada de la realidad. Literalmente, la imagen de un mundo parado sobre su cabeza.
Las primeras irrupciones de lo extraño en Ciudad oculta se camuflan con el imaginario de Lewis Carroll y Wes Craven. Cada vez que se duerme, Jonás empieza a ver los fantasmas de sus amigos muertos. Los ve divagar por los callejones del barrio y les sigue el paso porque está convencido de que quieren darle un mensaje y llevarlo de la mano hacia el otro lado. Una primera lectura: la inclinación de Bouzas por la fantasía lo ubica de lleno en un momento peculiar de la cultura argentina. Ya no es el tiempo del estudio callejero de Okupas, sino de la catástrofe distópic de El Eternauta. No es tiempo de la sociología descontracturada de Los Lemmings y otros, sino del esoterismo histórico de Para hechizar a un cazador. No es tiempo del agite barrial de Valentin Alsina, sino de la procesión siniestra de Por cesárea; una obra que rompe las baldosas de la cabeza para hurgar profundo y hacer pie en los confines de la muerte y la locura.
Aunque sea tentador leer a Ciudad oculta simplemente como una transmutación de los universos de Caetano, Stagnaro o Perrone, me resulta más productivo abrir otro camino. Una segunda lectura: el film de Bouzas es el contra-peso necesario del “sobrenatural culposo”, una corriente que abrió su paso por el cine argentino en los últimos seis años, con películas como Vendrán lluvias suaves, Matar a la bestia y Chico ventana también quisiera tener un submarino. Ahí, los cineastas se vinculan con las tradiciones del terror y del fantástico de manera distante, apenas como si fuera un disfraz tardío que utilizan sin convicción. Reiteran tics del festivalismo, y se refugian en el cobijo de la contemplación, del embellecimiento gratuito de la imagen y la supresión narrativa. Si el género promueve un exceso vulgar, la respuesta será con las formas del auto(r)-control.
Bouzas brilla porque no le teme a ese desborde: es el camino que eligió y se hace cargo. Se deja tirar por las riendas de la imaginación, convirtiendo a sus personajes en héroes populares. Abraza el exceso, que incluye imágenes de sangre, sables y corridas adolescentes, sin mostrarse preocupado por caer en el ridículo. Y esto no quiere decir que se limite a hacer una fantasía genérica ni nostálgica. De hecho, se permite fugas ensayísticas: incorpora el registro documental de sus protagonistas, donde los vemos pintarse y prepararse para la murga. Pero al mismo tiempo, diseña imágenes con un ADN opuesto. En vez de fingir crudeza, se vale del artificio y llena los planos de colores esplendorosos. Son las dos zonas de Ciudad oculta: del documento, de las personas, de sus anhelos y sus miedos, nace la ficción.
La sensibilidad de Bouzas está en su capacidad para hacer que esas piezas cinematográficas encajen en el universo filmado. No fuerza la forma para convertirla en un espectáculo de exhibicionismo, sino que la toma como un médium para comunicarse con las personas que tiene frente a la cámara. Las luces verdosas que pudren la imagen, por ejemplo, anuncian el más allá que crepita por el barrio y la consciencia de sus habitantes: esos muertos que nadie puede ni quiere olvidar. Y al mismo tiempo, las vestimentas carnavalescas y los cabellos encendidos de los protagonistas escenifican el más acá; uno que se resiste a que la vida quede aplastada por la tragedia. Que hace del resplandor de la imagen una pulsión vital. Y que insiste con mostrar que esta banda de jóvenes malditos va a dar la pelea.
No es que Ciudad oculta esté exenta de problemas. Tiene un antagonista caricaturezco y unidimensional; utiliza un extrañamiento sonoro (hecho de ecos y voces desarmadas) que por momentos resulta estereotipado; y su montaje pierde aliento durante la segunda media hora. Pero aún con esos traspiés, se trata de un noble experimento. Logra una comunión genuina entre las máscaras de los géneros populares y la carne de las personas, porque entiende que sólo así podrá erigir su paisaje emocional. Uno que está hecho de jóvenes asediados por la muerte, a quienes sólo les queda tomarse de las manos para escapar. Y en el proceso, descubrir que sus armas más potentes son las más sencillas: prestarse el hombro y bailar.
Al cine de Bouzas le corresponde un gesto similar. Compartir su mirada. Abrirse al mundo. Creer en las personas y en la imaginación por igual.
Ciudad oculta, Argentina, 2024.
Dirigida por Francisco Bouzas.
Escrita por F. Bouzas y Luciano Salerno.
Iván Zgaib / Copyleft 2025
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