CANNES 2025: ESCENAS DE RAZÓN

CANNES 2025: ESCENAS DE RAZÓN

por - Festivales
21 May, 2025 11:56 | Sin comentarios
Panahi vuelve a la competencia de Cannes. Simón debuta con su tercera película en la selección oficial. Dos películas distintas, dos visiones del cine en mundos inconmensurables.

Diez minutos que parecen de Lucrecia Martel en una película de Jafar Panahi. ¿Se conocen? No tiene importancia. Ella podría haber filmado El círculo; él, La mujer sin cabeza. Son moralistas en un sentido filosófico, también elípticamente políticos, pero por razonas distintas. Un simple accidente comienza en un auto, con un accidente y un perro. 

Único plano. El hombre al volante, la mujer embarazada a su derecha y la hija atrás jugando. La niña es inquieta. Pide música, pide atención. Pocas palabras. Es de noche. El pavimento de la ruta es irregular. El automóvil cada tanto da pequeños saltos. Como en la película aludida de Martel, hay un accidente. En esta ocasión, el perro herido es un perro herido. El padre sale del auto y quiere verificar qué ha sucedido. No se llega a ver al animal, pero sí se escucha el llanto característico de los perros, que es inconfundible. A diferencia de la de Martel, el accidente no es el problema. 

Las palabras en una película de Panahi no vienen dictadas por el azar. La hija emplea para la ocasión un verbo excesivo. Dice ‘matar’, esa acción se introduce en la escena. Un sustantivo de peso puede recorrer un camino en una película. Una palabra es un signo que se siembra. La madre corrige velozmente a la hija señalando que todo lo sucedido fue un accidente. Tiene razón, pero lo que quizás no fue un accidente es el verbo que implica la transgresión por antonomasia en casi todas las religiones. Es un desliz, una intuición. 

Todo lo descripto toma diez minutos. Plano fijo inicial hasta la salida del conductor a verificar a quién tocó con la trompa del automóvil, porque, sin cambiar el plano, la cámara se mueve y acompaña la acción del padre. La luz del automóvil se vuelve solidaria con la visibilidad. A Panahi siempre le ha gustado filmar la noche sin auxilio de luces. El color rojo de las ópticas y luces de guiño son suficientes para iluminar. La preponderancia del rojo, decisiva. El plano está enrojecido, el rojo avanza. En el penúltimo plano de la película, otro que también se sostiene por muchos minutos sin ningún corte, pasará algo parecido. El rojo de otro automóvil bastará para irrumpir en la oscuridad total de las inmediaciones a Teherán. Prefacio y epílogo. Un color en la penumbra. 

Un simple accidente

Lo que viene a continuación es lo que habitualmente se llama la trama. En el taller mecánico, hay dos personas. A la distancia, quien no atiende al cliente reconoce en su voz a un miembro de la inteligencia secreta del gobierno iraní. El padre de familia no mató al perro, pero en su pasado, aparentemente, no tuvo mayor problema en asesinar, torturar y vejar a los disidentes del régimen. De acá en más, comienza paradójicamente una comedia negra, como una indagación lúcida y cómica sobre el entendimiento, la venganza, la justicia, la benevolencia, la Historia en el cuerpo. ¿De qué modo? 

Debido a que la víctima quiere cerciorarse de que ese hombre es quien es busca ayuda para confirmarlo. Entra en escena una fotógrafa, una pareja que está por casarse y otro miembro de la familia. El secuestrado viaja de acá para allá con todas sus víctimas en un pequeño cajón en la parte de atrás de una furgoneta con las manos atadas y un trapo que le impide hablar. La mayoría recuerda su voz, solo uno de los mencionados podría reconocerlo por el tacto. Hay situaciones disparatadas, gags, observaciones aledañas de la sociedad iraní. Los policías, por ejemplo, cobran coima con un posnet. Otra secuencia hilarante tiene lugar en un hospital con el personaje principal repartiendo dulces como estipula la tradición ante ciertos acontecimientos. 

En el cine de Panahi, la palabra cumple con un rol decisivo. Offside era prodigiosa al respecto, también Esto no es una película. Hay otros títulos. Un simple accidente no es una excepción. Lo extraordinario de los diálogos radica en que son silogismos disfrazados astutamente de conversaciones nacidas del acaso, fluyen en intercambios de distinto calibre. En algo dicho al pasar, en un breve llamado telefónico, en una disputa. En Un simple accidente, si se atiende atentamente a lo que dicen los personajes. las razones que aducen giran en torno a cuestionar o justificar la venganza como una forma de reparación y justicia. Los puntos de vista cambiantes no se enuncian como en un tratado sobre la razón práctica, pero emergen de lo que le dice un personaje a otro en un pasaje no necesariamente delimitado por una discusión. En este sentido, hay algo de las películas de Panahi centradas en la palabra que remite a la inteligencia arquitectónica de los diálogos platónicos. En efecto, cuando la argumentación filosófica se desembaraza de la demostración y se disemina en un habla que imita la conversación, modalidad lúdica del pensamiento en acción, el lector o el espectador se ve llamado a agudizar los enlaces imprevistos entre argumentos, retomándolos a medida que pueda para despejar los desvíos retóricos y las elipsis que exigen seguir la sonoridad del Logos como un todo. En los diálogos del filósofo griego más célebre, hay siempre un pasaje en el que el espesor de todas las razones compadece a una resolución que no se afirma como irreversible, pero que puede alumbrar en donde está la verdad en lo que se ha dicho. En Un simple accidente se debe demostrar que la venganza es una acción que iguala ética y políticamente al herido y el ofendido con quien perpetró un acto de injusticia sobre él o ella. La escena al lado del árbol durante la noche que cierra la película de Panahi es la prueba de rigor que la propia razón asume ante la instancia de decidir qué se puede hacer y qué no se debe hacer. 

En el cine iraní, sobre todo en la tradición de Abbas Kiarostami, quien también transitó un período de indagación filosófica (de Close Up a El viento nos llevará), el fuera de campo es constitutivo de la poética del cine. La dialéctica entre develar y ocultar es intrínseca a la organización de la puesta en escena. Shirin debe ser la quintaesencia en el empleo de ese recurso mayor del cine. En esta película reciente, apenas se ve la espalda del protagonista en el plano final. Un sonido irrumpe lentamente y en el modo en que se hace oír se transmite de menor a mayor la distancia entre quien produce el sonido y el que escucha. El plano está concebido en una suerte de fundido en negro inacabado. En esa visibilidad imposible, en el reino de las penumbras no solo deriva un suspenso absoluto. También compromete la imaginación moral en todas las direcciones. De los personajes, sin duda alguna. Pero también de quienes están sentados en la butaca. Lo que cada cual proyecte sobre ese sonido dice mucho más de quien proyecta que de lo que proyecta en sí en la película. Es un ejemplo lúcido de interacción inusitada, un espejo embrujado para quien mira y todavía cree que se puede mirar una película protegido en la quimera de la neutralidad. No hay lugar para los indiferentes.

Romería

Un poco más. De Irán a España, del presente a 2004.

A las 2.55 de la tarde, subió las escaleras de la alfombra roja y entró al gran Teatro Lumière; se la veía muy emocionada. La cineasta española Carla Simón participa por primera vez en la competencia oficial de Cannes. Es su tercera película. En el vientre lleva a un hijo. No es un dato de color. Romería es una ficción sobre su propia historia de familia. Vale aclararlo: es un trabajo de conjura a través de la ficción de una relación ardua de la directora con su papá. Que sea así no significa que se trate de terapia en imágenes. La película trastoca lo propio en algo de muchos; universaliza un lazo decisivo. Hay verdad en esta película, y la verdad no es de nadie, sino de todos.

Una revisión de las tres películas de Simón da como resultado que la espina dorsal de su obra es la constelación familiar. La invencible institución familiar inviste a los que nacen en su seno de creencias generales, preferencias dietéticas y estéticas, expresiones físicas de cariño. Romería es la historia de una joven de 18 años llamada Marina que viaja a Vigo para conocer a la familia de su padre y terminar un trámite. A su progenitor no lo conoció. Murió demasiado joven. Alfonso, el papá, fue un hijo de la Movida madrileña. Existió en un tiempo de escasa moderación. 

El viaje tiene un primer objetivo legal. Marina necesita estudiar y precisa que exista constancia de que fue hija de su padre, pero la película es en verdad otra cosa: el corazón narrativo radica en la confrontación de una cultura familiar ajena, gente de apellido, abiertamente conservadores, cuyo hijo y su historia fueron una instancia de vergüenza y mutismo. La aparición de Marina remueve el pacto implícito de recordar solo lo que se quiere. Para los familiares, esto se vuelve incomodidad permanente; para Marina, un trabajo de ajuste entre la historia incompleta con la que llega y los nuevos datos que se suman a la reconstrucción de su propia genealogía como persona e hija.

Los diarios de la madre son el contrapunto de lo que se ve. La palabra evoca el pasado, las imágenes del presente —el tiempo del relato es 2004—, su intersección. Después de una escena magnífica donde la hipocresía de clase durante las fiestas llega a su apoteosis, el film toma un impulso de otra índole que deriva en una extensa secuencia onírica que marca un antes y un después para la cineasta. La preparación dramática previa al sueño, la plasmación de lo onírico mismo y la salida de esa elaboración del inconsciente es prueba de que Simón es una cineasta. A los 18 años ella y su personaje querían estudiar cine. Hoy existe Romería.