BERLINALE (09): DOS POSTURAS DEL CINE LATINOAMERICANO FRENTE A EUROPA

BERLINALE (09): DOS POSTURAS DEL CINE LATINOAMERICANO FRENTE A EUROPA

por - Festivales
16 Mar, 2023 02:38 | Sin comentarios
A propósito de Ramona y O Estranho

Ramona (Victoria Linares Villegas, 2023), exhibida sorprendentemente en Generation –cuando debería tener un espacio más importante en el festival–, comienza con una escena en la que una actriz (la rigurosa y a la vez explosiva Camila Santana) manifiesta frente a la directora su desconcierto al intentar vestir una barriga falsa para interpretar a una joven embarazada. Su cuerpo parece rechazar la barriga, también su conciencia que no se siente a gusto con la tarea de representar a esa tal Ramona, una joven mujer que pertenece a otra clase social. Aunque todo sea, obviamente, ficción –hay plano y contraplano, los diálogos son precisos–, la inquietud de la protagonista será también la de la película, enteramente construida sobre la imposibilidad de narrar esa historia –la de las jóvenes que viven en las orillas de Santo Domingo y quedan embarazadas cuando aún son adolescentes– sin transformar la representación misma en un problema. Ramona toma el toro por los cuernos y enfrenta una de las cuestiones más latentes de nuestro tiempo: ¿quién puede hablar en nombre del otro?

La película avanza desde un guion abandonado, porque no era posible llevar adelante como si nada una ficción naturalista sobre jóvenes pobres interpretadas por actrices oriundas de otro mundo y dirigidas por alguien que tampoco viene del universo que representa. De eso se desprende una aventura conceptual que indaga sobre la representación y la puesta en escena, en un juego constante –a la vez densamente político y sumamente alegre– entre Camila, el equipo y las jóvenes que viven en ese otro mundo. Hay testimonios sobre el embarazo y sobre la vida en el barrio –donde interesa menos el plano que el contraplano, o sea, las reacciones de Victoria y Camila respecto de lo que dicen las muchachas–; hay escenas cotidianas de un equipo que se incorpora gradualmente a la vida de un vecindario –con un meticuloso cuidado de los detalles, como el hecho de que todo el tiempo llamen “rubia” a la protagonista–; hay escenas en un estudio, en donde Camila somete su actuación al escrutinio de las adolescentes, que opinan sobre los diálogos, a los que consideran demasiado falsos, situación que las habilita a guionar y a actuar ellas mismas, en una performance colectiva imparable; y hay escenas dramáticas en donde cada una de las muchachas pasan a ser Ramona: en donde antes solo había un rostro, ahora una multiplicidad lo devela en cientos de caras.

Ramona

El experimento escénico-político hace recordar a La Pyramide Humaine (1959), de Jean Rouch, pero también a toda la tradición del cine latinoamericano que se propuso a abrir la representación de las comunidades con la participación de las propias comunidades, como sucede en Marta Rodríguez/Jorge Silva, en Jorge Sanjinés y el Grupo Ukamau, o más tardíamente en el Grupo Chaski. Pero si en Rouch el abismo racial entre blancos y negros se duplicaba en la relación de desigualdad total entre el cineasta-etnógrafo y los sujetos filmados, todo se vuelve un tanto más complicado en Latinoamérica, en nuestras sociedades mestizas que siguen reproduciendo una desigualdad más compleja, que puede parecer incomprensible para un público europeo (nadie llamaría “rubia” a Camila en Europa). El coraje de Victoria Linares Villegas y de su fabuloso equipo de colaboradoras consiste en asumir la fisura como lugar creativo, multiplicando así las posibilidades del encuentro disonante entre quienes filman y quienes participan. Y además lo hacen con una alegría que se destila en cada plano. Es que la película ostenta una energía irresistible que emana de las actrices y se vuelve contagiosa. Un ensayo, sí, pero uno que se hace bailando. 

En el final, hay un momento en que la película se deja llevar por una creencia, acaso excesiva, como si pudiera superar la fisura aludida, como si fuera posible pulir las aristas y endulzar la relación de violencia fundante del cine y hacer por consiguiente una película erigida entre todas, con poderes de decisión compartidos sobre el resultado final (sabemos muy bien que, a pesar de las buenas intenciones, el corte final nunca es el trabajo de innumerables manos). Hay una larga escena bucólica en la playa, con todas –equipo y participantes– hermanadas en el agua, que llega a sugerir una suerte de mesianismo autocongratulatorio. En los créditos finales incluso se afirma: “Una película de…” y se añaden los nombres de todas las participantes. Por suerte, de manera un tanto clandestina, mientras ya se escuchaban los aplausos en la première, la pantalla negra con el resto de los créditos tenía como banda de sonido una canción divertidísima que recitaba en verso: “Una película de Victoria Linares Villegas”, reponiendo así la ambivalencia fundante de Ramona. Es que la película es siempre más poderosa cuando se sumerge en el abismo y sin ninguna autocomplacencia. Porque nunca nos olvidaremos de que, en medio de tanta celebración, siempre habrá un muchacho que llame “rubia” a Camila, y que seguirá con su vida, muy lejos, probablemente, de las alfombras rojas de Berlín. 

Es muy curioso imaginar, en un ejercicio de ficción especulativa, aunque bastante verosímil, que Ramona podría tener un lugar mucho más noble y destacado en los grandes festivales europeos si el guion original fuera filmado como tal. La película abandonada sería seguramente mucho más atractiva para la mirada europea hegemónica, con su miserabilismo sin aristas, con su naturalismo competente, con su representación autosuficiente, con sus iluminaciones correctas y su puesta en escena controladita. Es por eso que Ramona, la película que ahora sí existe, es una respuesta contundente a esa suerte de algoritmo tácito o de checklistimaginaria que los europeos parecen emplear. La película que existe exige formular, buscar y fomentar entre los artistas de acá un cine a la medida de sus propias ficciones, capaz de preguntarse qué es Latinoamérica. 

Algo radicalmente opuesto pasa con O Estranho (Flora Dias y Juruna Mallon, 2023), exhibida en Forum. La película brasileña empieza con un conjunto de planos que representan un mismo espacio geográfico –el que hoy en día conocemos por el nombre de Guarulhos y que contiene el segundo aeropuerto más grande de América Latina– en distintas épocas con siglos de distancia. No hay orden cronológico en ese calendario. Cada época dura apenas un solo plano. Lo que se busca con ese procedimiento es una suerte de ficción mítica, que prescinde de las variaciones propias de la crónica histórica. El objetivo es la condensación de los mitos, y también señalar en una síntesis cómoda transmitida en una sola imagen las diferentes fases del colonialismo.

O Estranho

No habría ningún problema en esto si lo mítico fuera algo asumido en su integridad ambivalente y compleja. En el inicio, la propuesta de interrogar a través de una ficción ensayística es interesante: en los espacios cotidianos anidan muchos estratos de la historia ancestral. Esa relación del pasado con el presente ha sido soterrada. La dificultad de la película empieza cuando la condensación mítica se transforma en didáctica simplona. Después del prólogo, comienza un relato que tiene como protagonista a una mujer que trabaja en el aeropuerto. Es descendiente de indígenas y mantiene en el presente algunos rituales que remiten a los pueblos sofocados por siglos de colonización que han desaguado en el aeropuerto. Su compañera es una mujer que profesa una religión de matriz africana. Pero las ancestralidades de ambas no son características orgánicas de las figuras dramáticas. Cada personaje es en verdad una tesis ambulante habitada por discursos portables. Cada diálogo y cada situación dramática está concebidos como si fueran la trasposición de un párrafo de un texto antropológico, pero sin asumirlo como tal. Dicho de otro modo: la ficción es una especie de disfraz que nunca tiene vida propia, y está al servicio de un esquema escolar que impregna la evolución narrativa y todas las escenas. Los diálogos ocurren en los pasillos de un aeropuerto y al oído suenan como salidos de una clase de posgrado en antropología; las actuaciones buscan refugio en el naturalismo, pero no parecen haber superado la primera lectura de guion, en la que los intérpretes se familiarizan con la trama. 

A lo largo de la película, los personajes explorarán el territorio como si fueran arqueólogos en busca de las marcas de los antiguos habitantes masacrados por el progreso colonial, pero –nuevamente– el gesto cartográfico/arqueológico nunca es asumido como tal. La ficción se incorpora forzadamente, apelando a un naturalismo fallido, un disfraz para atenuar las intenciones didácticas. En el final, la película incorpora momentos documentales –básicamente, testimonios filmados en una comunidad indígena y asimismo imágenes de un ritual religioso de matriz africana–, pero esta incursión en lo real lejos está de cuestionar la ficción; más bien, la confirma, la justifica y le da legitimidad, como si fuera posible recolectar muestras en la realidad que sirven para corroborar mejor la tesis ficcional o la ficción de una tesis. O como si existiese una continuidad absoluta entre las personas filmadas y sus representantes en la ficción. Uno de los síntomas más evidentes en el cine contemporáneo –y en el mundo– es lo difícil que resulta poder decir nosotros. En Ramona esa afirmación se abraza como fisura y por consiguiente como condición de creación. En O Estranho, se elide simplemente esa escisión. La película dice nosotros con la misma labilidad de un diplomático, como si O Estranho fuera la embajada de los otros y por eso un falso nosotros.

Es impresionante el abismo formal que existe entre O Estranho y el largo anterior de Flora Dias y Juruna Mallon, un road movie minimalista y delicado llamado O Sol nos Meus Olhos (2013). En aquella película, la atención precisa a la densidad de cada gesto y a la actuación protagónica de Rômulo Braga hacía que el drama del personaje se impusiera autónomamente, sin ninguna necesidad de responder a un esquema totalizante. En aquella película, el movimiento de la película se imponía por sí mismo, sin dirigirse hacia ninguna parte, tan solo motivado por la deriva personal e intransferible del protagonista, un hombre que acaba de perder a su esposa. Cada gesto suyo no cargaba con el peso de una tesis sobre el país. La respiración misma de la película fluía con desenvoltura, sin ningún heroísmo autoimpuesto, desprovisto de un discurso mesiánico en el que se enuncia una verdad sobre el pasado, el presente y el futuro de la nación. 

En O Estranho, al contrario, la grandilocuencia es abrumadora. Es como si, para la película, las dos raíces más fuertes de la cultura brasileña –aquellas que Glauber Rocha alguna vez llamó “las únicas fuerzas desarrolladas de este continente”, ya que nuestra burguesía blanca es una caricatura de una Europa decadente– pudieran sintetizarse sin más en dos personajes de una ficción naturalista, portavoces, además, de un programa didáctico. La película nunca titubea acerca de la doble tarea de representar la cultura indígena y la cultura de la diáspora africana, y sacrifica todo –aristas, fisuras, problemas de representación– por una imagen sintética y limpia. Si en Ramona era necesario explotar el nombre propio y la ficción autocontenida en una miríada de posibilidades escénicas, acá nada falla: todo está en su debido lugar, límpido y claro, listo para transmitir información socialmente relevante y políticamente oportuna. 

O Estranho es una película que responde a todo los requerimientos de la checklist imaginaria de los grandes festivales de Europa, cumpliendo con todas las expectativas de lo que se espera del cine latinoamericano: el drama naturalista se impone, como también los personajes subalternos que nunca pueden faltar; suministra información documental abundante, lo suficiente para satisfacer a los espectadores-turistas curiosos y bienintencionados, siempre dispuestos a recibir noticias del sur; tiene el costado ensayístico-analítico que tanto interesa a Forum, y que viene sofocando la capacidad del cine experimental contemporáneo de apostar por las materias del cine y del mundo sin la necesidad imperativa de recurrir a un conceptualización racional y bien delineada por una voz narradora que lo subsume todo; tiene el compromiso político explícito, directo y a la vez comedido, que tampoco puede faltar entre los recursos obligatorios del cineasta de Latinoamérica (quizás los argentinos sean los únicos que hayan conquistado el derecho a la frivolidad); y cumple con los mandatos poéticos y estéticos del presente: un plano nunca dura demasiado ni muy poco, la fotografía debe estar bien controlada, nunca precaria, pero tampoco agresiva; las palabras, además, son siempre bien elegidas, nunca contrarían las normas de pulidez contemporánea, nunca deben desagradar a alguien.

Por casualidad, vi la película con una amiga rusa, y al final de la función charlábamos sobre la experiencia. Estaba encantada con todo y vertía elogios mientras caminábamos hacia el tren. En un momento, detuvo el paso, hizo un silencio y concluyó por su cuenta: “Esperá. Ya sé por qué me gusta tanto. Está hecha para mí”. A pesar de todas las buenas intenciones políticas y estéticas, O Estranho parece una película hecha por un algoritmo diseñado para generar formas cinematográficas capaces de agradar audiencias europeas. 

Mientras todo esto continúe, los europeos seguirán imponiéndose y venciendo, dictando las normas estéticas del presente y del futuro del cine hecho en Latinoamérica. Y tendrán nuestro dócil consentimiento, nuestra colaboración obediente.

Victor Guimarães / Copyleft 2023

BERLINALE 2023

Ramona (Generation)

O Estranho (Forum)