71 FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN: MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL

71 FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN: MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL

por - Festivales
27 Sep, 2023 09:22 | Sin comentarios
Dos películas extrañas. Un cineasta en su momento de máxima vindicación hace una película que no tiene nada que ver con el resto de su carrera. La otra pertenece a una cineasta poco conocida y participa en la competencia oficial. Hamaguchi es el primero; Isabella Eklöf, la segunda.

Debería decir alerta, spoiler, no lea y otros avisos de esa índole destinados a preservar la experiencia virgen del lector-espectador. Misteriosa creencia: se deposita en el final la concentración de todo lo valioso de una obra y su desciframiento. No está de más recordar aquellas antiguas obras literarias en las que se anunciaba todo lo que iba a pasar en cada capítulo sin mayor ocultación. Si se decía todo, ¿en dónde residía el placer del lector?, acaso pregunte alguien hoy.

El film de Isabella Eklöf, basado en un texto autobiográfico de Kim Leine, empieza con una felación en 1984 y termina con un homicidio en los albores de este siglo. De ahí en más pasa de todo: el protagonista abandona Dinamarca y desarrolla su vida en Groenlandia. Es enfermero, tiene una mujer y dos hijos. Ama a su familia. Muchísimo. Pero abiertamente, cada tanto, se acuesta con otras mujeres, algo que no oculta a su esposa. En la película también se aprende que los groenlandeses no estiman a los daneses, que la lengua de ese territorio tiene una sonoridad hermosa y que aprenderlo de grande no es sencillo, como pasa con todos los idiomas. El acopio de sorpresas es permanente; Groenlandia es un mundo poco filmado.

Kalak no deslumbra por sus encuadres ni movimientos de cámara. La geografía hubiera permitido el lucimiento de los responsables de la imagen. No significa que se prescinda de alguna que otra toma vistosa. Hay un incendio filmado con prestancia en una noche cerrada en un pueblo de pescadores. En un momento desgraciado, se prefiere el fuera de campo en vez del dramatismo pueril que prefiere mostrarlo todo. En el inicio, hay una secuencia de una danza ritual resuelta con elegancia, en la que una mujer se pinta la cara de rojo, negro y blanco y adjudica a los colores un sentido específico mientras provoca a sus alumnos en una clase. En otro momento, un personaje mirando a cámara recita lo que escribió en una carta, un desplazamiento narrativo no exento de gracia. Es indesmentible la pericia para sacar provecho de la fotogenia del elenco. Los ojos y las caras de algunas mujeres y algunos hombres groenlandeses son inolvidables. No hay en Kalak conquistas estéticas, pero de ahí no se predica ningún demérito, ninguna falta de ingenio. Ocurre que lo mejor de Kalak es otra cosa.

Kalak

Hay una libertad incómoda y fascinante en Kalak: en un pasaje divertidísimo, el enfermero mantiene un diálogo con un médico que ha desarrollado una teoría y asimismo una práctica de cómo emplear todos los medicamentos que tienen efectos psíquicos para una felicidad química constante y dinámica. El hedonismo vertido en ese diálogo suena a un disparate, pero el razonamiento es atendible, en principio porque cuestiona un resabio metafísico por el que se postula que la auténtica felicidad, nacida del núcleo del ser, debe valerse por sí sola y desechar cualquier auxilio artificial. Lo que pasa después con el enfermero podría ser leído como una especie de refutación de la tesis del médico. Jan abusa de distintas sustancias alojadas en las pastillas que encuentra en el botiquín del hospital y pierde paulatinamente el equilibrio psíquico (una prueba de que sin conocimiento y disciplina ninguna sustancia puede ser empleada con responsabilidad y pertinencia), no por las sustancias, sino por un momento de zozobra relacionado con una situación extrema de salud de su hija pequeña.

El otro gran motivo de libertad es el de la permisividad erótica que goza Jan en la pareja y que presupone una posibilidad para ambos. Es interesantísimo todo el segmento en el que Jan comienza a verse con una compañera groelandesa de trabajo. El hecho de que no se lo oculte a su esposa es en sí un primer momento de perplejidad. Lo más interesante es la reacción de su mujer, que acepta sin abnegación y sin cuestionar nada. Ambos tienen una escena de sexo, inmediatamente posterior a que él regresa de una incursión a la casa de la otra mujer, donde la intensidad sexual no se ve afectada por el fantasma de que él viene de estar con otra. Puede ser inverosímil, pero la naturalidad de esa escena más bien podría verse como la introducción intuitiva a un modo de asociación afectiva en el que persiste el cuidado sin reglamentarse el deseo y sus consecuencias. No se trata de amor libre ni de otras derivaciones conceptuales que amarran el deseo en su presunta fórmula de independencia. El compromiso no se pone en riesgo, no se trata de una cláusula para consumir personas y cuerpos. Es algo distinto.

Lo interesante en Kalak pasa por neutralizar el juicio moral en ciertas situaciones donde de inmediato se emprende el intento de evaluar una conducta. En este sentido, el reencuentro del padre moribundo con su hijo, tras años de distancia, es notable por la aspereza calma del trato. Nada de lo que dice el pedófilo progenitor es justificado, pero sí tiene espacio para que exprese sus razonamientos y en su exposición puede advertirse la razón del repudio. El deseo puede desconocer la moral, pero no la ética: los daños que se infligen a otros no son excusables. En la delicadeza con la que se entreveran tales hilos secretos de la historia emocional de los personajes, Kalak erige su suelo firme como película. No es cinematográficamente extraordinaria, pero sí lo es en pequeños segmentos cuando su libertad resplandece y avanza.

Kalak

Otra película libre. Por casi dos décadas. Ryûsuke Hamaguchi se dedicó a indagar sobre el deseo y la intimidad. Su dominio elegido fue el de la clase media japonesa, con alguna que otra variación menor, y con una preocupación secundaria en torno a la representación como problema en el cine y el teatro. Drive my Car, su película más conocida, no llegaba a ser una parodia de su estilo, pero sí adolecía de una presunta perfección formal y una afectada iconografía japonesa que de inmediato permitieron rotular al film como prestigioso. Entonces, Hamaguchi se consagró en Europa y en Estados Unidos. El riesgo de ser un remedo de sí estaba más que presente y el coro anónimo del consenso ya tenía escrito su papel de acá en más. He aquí un nuevo cineasta japonés. En efecto, Occidente ya no solo tenía a Koreeda, con sus retratos de familia; de ahora en más había un nuevo maestro oriental, un especialista en vínculos entre hombres y mujeres. (Pocos han visto los documentales del cineasta, y los que hizo a propósito de los efectos del tsunami de 2011 en su país tienen, estos sí, la solidez que reclamaba la desgracia: plasman la memoria de una experiencia traumática, fijan testimonios).

La nueva película de Hamaguchi es una legítima rareza. Se ha lanzado a un nuevo territorio, un poco indefinido, pero decidido. Los tres extensos travellings en contrapicado de las copas de los árboles de un bosque de la aldea Mizubiji, no muy lejos de Tokio, interceptados por dos placas con los créditos de la película y acompañados por unas cuerdas de armonías cambiantes de Eiko Ishibashi, son extraños a su poética. En líneas generales, a excepción de su última película, la relación con la naturaleza había sido siempre secundaria. Hamaguchi era hasta ahora un cineasta de ciudades e interiores. La última película transcurre mayormente en exteriores y el dominio de la naturaleza es determinante. He aquí una primera novedad.

The Evil Doesn’t Exist 

La segunda noticia es que la intimidad no juega ningún papel en el relato. El dilema narrativo es tenue, pero compromete a una comunidad pequeña con su medioambiente, asediado por una empresa que pretende inaugurar un complejo para la práctica de glamping. El neologismo es espantoso, lo que refiere aún más: acampar con glamour. Otro atroz desvarío de una civilización que merece perecer.

Dos empleados de la empresa constructora, dos solitarios con vocaciones inadecuadas respecto del negocio inmobiliario, llegan al pueblo para dar explicaciones sobre el emprendimiento a los pobladores. En la exposición surgen dudas sobre la fosa séptica, el destino de las aguas y el límite de visitantes en relación con el impacto ambiental. La reunión entre la empresa y los pobladores es prodigiosa por cómo se traza ahí la idiosincrasia de una nación. Los gestos parsimoniosos, la cabeza gacha para evitar la mirada ante una declaración honesta y la moderación verbal que disimulan la iracundia y la manipulación son rasgos mucho más japoneses que un kimono, un espectáculo de kabuki o la ceremonia del té.

El conflicto evoluciona, pero no en un sentido lineal. No hay protagonistas marcados, aunque la hija del leñador, el leñador mismo y los dos empleados de la empresa tienden a un mayor protagonismo que la comunidad, el jefe y su segundo. Sobre ese eje de confrontación, Hamaguchi añade un enigma de otra índole relacionado con un modo de comprensión del orden natural que desdice el sentido común. En este sentido, es clave lo que sucede con los ciervos que anidan en la región, que conviven a distancia de los pobladores y por esa misma razón no comportan ninguna amenaza.

Los últimos minutos de The Evil Doesn’t Exist son tan misteriosos como ambivalentes. Hay un encuentro de miradas entre la niña y los ciervos de la región que glosa la especulación filosófica que rodea el drama económico-ambiental. Lo que pasa antes y después de ese intercambio visual entre especies administra muy bien lo indecible de la trama. Excesiva en su musicalización, pero escenificada con la suficiente astucia para descolocar a los presurosos hermeneutas, que, de no poder sostenerse en lo indefinible, comenzarán a interpretar desesperadamente proponiendo simbolismos de todo tipo para definir qué es lo que ha sucedido. Lo que sí puede conjeturarse es que en ese intercambio de miradas (y en la acción realizada por el padre) no existe el mal. Acaso el bien tampoco, aunque es previsible que el cineasta piense lo contrario y sea nuestro deber proceder como si existiera.

Roger Koza / Copyleft 2023