SOBRE LA MAGIA DEL CINE

SOBRE LA MAGIA DEL CINE

por - Ensayos
02 Feb, 2008 07:27 | comentarios

Por Roger Alan Koza

A continuación del título habría que agregar: desde un punto de vista empírico. Es decir: la magia del cine desde una mirada materialista, física, a contramano de esa aseveración infantil y pasmosamente narcótica respecto de un cine en el que el engaño y la distracción son sinónimos de placer absoluto.

Magia del cine sin Potter y sus medievales adolescentes gozando de un vuelo de escoba, en esa fantasía propia de un paganismo pop en consonancia con nuestra época. Magia del cine sin dinosaurios resucitados y superhéroes voladores. Magia del cine desprovista de ese gesto dominante en el que batallas pretéritas se reviven digitalmente como si la Historia fuera un juego de una PC.

¿Cómo poder reclamar todavía una experiencia mágica del cine? ¿Cómo despegar el vocablo magia de su costado esotérico y mixtificador? Si el cine puede asociarse a la magia habrá de ser por su vocación de mostrar, de hacer visible algo que se ve siempre de una manera para verlo de otro modo. La magia concebida como un procedimiento lúcido en el que se revela, gracias a un refinamiento de la inteligencia y de la sensibilidad, y la asistencia de un arte específico, algún motivo natural pero asombroso del mundo, de un ser vivo, de un evento que había pasado inadvertido. El cine, en este sentido, fue mágico desde su origen. En efecto, todo empezó con la llegada de un tren a una estación. La primera película de los hermanos Lúmiere imponía, naturalmente, otra magia: la reproducción extraordinaria de un evento ordinario.

Quien advirtió ese acontecimiento novedoso para la experiencia humana, un momento decisivo en la historia de la percepción, fue el gran crítico y teórico del cine, André Bazin. Fue él quien pudo vincular la fotografía y luego el cine con una práctica cultural y una técnica antiquísima, propia de los egipcios: el embalsamamiento. Lo denominó, el «complejo» de la momia, y entendía por ello esa pretensión tan humana y desgarradora de querer revertir la finitud de la existencia y la descomposición del cuerpo. «Escapar», decía, «a la inexorabilidad del tiempo». En otras palabras, el primer acto de magia que puede, si se quiere, definir algo así como la esencia del cine, es, precisamente, el intento de atrapar el tiempo en su devenir para poder luego repetirlo, revisarlo, revivirlo. Tiempo condensado en luz, luz que se proyecta y devuelve lo que ya fue en un extraño tiempo presente; una definición tentativa del cine, un arte que va mucho más lejos que su definición canónica contemporánea que lo reduce a un mero ejercicio narrativo.

Recientemente se ha estrenado M, película argentina de Nicolás Prividera sobre el secuestro y desaparición de su madre, Marta Sierra, en el inicio de la última dictadura vivida en nuestra país. Película valiente como pocas, pues interpela un tiempo histórico todavía presente que se resiste a ser pensado con libertad, M, más allá de articular un drama familiar como parte de un contexto nacional, o cómo la historia social atraviesa la intimidad, posee un recurso  conmovedor que remite a la tesis de Bazin, una elección de puesta en escena que alcanza una misteriosa dimensión sublime pero mudamente dolorosa de justicia. Prividera utiliza un conjunto de películas caseras en la que se puede ver a su madre. El modo elegido permite que un fantasma se materialice, que el desaparecido adquiera cierta entidad. El espectador ve una ausencia, y al verla entiende lo impensable.

Se podrían citar tantas otras películas en las que se repite este pasaje mágico por el que la imagen proyectada en la pantalla conlleva algo del mundo representado, aunque transfigurado y transformado. Películas como Tren de sombras, de José Luis Guerín, El árbol, de Gustavo Fontán, El cielo gira, de Mercedes Álvarez, y la magistral El sol del membrillo, de Víctor Érice, son ejemplos excelsos de un cine que capturan el tiempo y postulan una concepción del arte cinematográfico, acaso el por qué de su magia. En el cine, diría Bazin: «la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así como la momificación del cambio».

 Pero no todo es egipcio. Existen otras dimensiones mágicas del cine. A menudo, el cine devela esa zona de indeterminación en donde la vida es cine y  la ficción se torna indistinguible de lo real. Se trata de la naturaleza documental de la ficción o de cómo la ficción es parte de la naturaleza de lo que denominamos real. Aquí también hay películas excepcionales. ¿Qué decir de los primeros 20 minutos de Hiroshima, mi amor, de Alain Resnais? ¿Cómo pensar el plano de la muerte de Calvero-Chaplin en Candilejas? ¿Qué fue Ladrón de Bicicletas? ¿No es el viaje al «santuario» de Pasolini, el de Moretti en Caro Diario, un arquetipo de este señalamiento? La lista es extensa.

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Sin embargo hay una obra maestra que condensa la quintaesencia de esta acepción de magia. Se trata, efectivamente, de un film no muy conocido: Primer plano, de Abbas Kiarostami. Allí un pobre tipo llamado Hossein Sabzian, un trabajador desocupado (y cinéfilo) decide, repentinamente, convertirse en Moshen Makhmalbaf, el otro gran cineasta de Irán. Mientras viaja en colectivo una mujer lo confunde con el realizador de Kandahar. En su desesperanza, Sabzian intuye que vivir la vida de otro puede ser, al menos por un tiempo, un modo de conjurar su amargura.  La conversación con la mujer termina en un agasajo en su casa. Sus hijos y su esposo lo reciben como un artista consagrado. De pronto, los invita a participar de su próxima película. Y así empiezan a ensayar escenas posibles de un supuesto film. Tras un tiempo la familia sospecha de él. ¿Es Makhmalbaf? Sabzain acaba procesado, hasta que la justicia iraní lo absuelve. Así las cosas, la trama puede resultar interesante, pero en verdad es fantástica, mágica, pues toda la película está basada en un caso real. En efecto, cuando Kiarostami decidió hacer este film el proceso judicial todavía se estaba llevando a cabo, de tal modo que llegó a registrar, entre otras cosas, el momento en el que Sabzian salía de la cárcel, acaso uno de los instantes más mágicos de la toda la historia del cine. Pero más desconcertante aún es saber que no sólo Sabzian se interpreta a sí mismo, sino que todos los actores del film son los mismos involucrados en el caso: la propia familia en cuestión y hasta el verdadero Makhmalbaf, cuya aparición en la película trastoca el límite en donde la pantalla es el linde entre el mundo y el cine.

En una entrevista conducida por Serge Toubiana, Michael Haneke, el realizador de Caché escondido, citando a Adorno decía: «El arte es igual a la magia pero sin la mentira de ser real». Más adelante concluía: «En un tiempo en el que Dios ha dejado de existir, lo que aún permanece es el anhelo de otro mundo, y no me refiero al paraíso sino a otra imagen del mundo». La aseveración de Haneke es precisa: la magia del cine se constituye por una operación compleja en donde la imaginación instaura una posibilidad que está en el mundo pero carece de visibilidad, articulación, enunciado, pues no se trata de imitar a lo real sino alterar las coordenadas que le impone un orden. Un plano mágico en el cine es ese que materializa una promesa.

Entre los 32 cortometrajes que componen Chacun son cinéma, película colectiva producida por Gilles Jacob para la conmemoración de los sesenta años de la existencia del festival de Cannes, se puede ver Oscuridad, de los hermanos Dardenne: un ladrón sigilosamente gatea en un cine en dirección de una cartera mientras un espectador está absorto viendo una película. Cuando la mano esta a punto de llevarse la billetera la dueña la intercepta para que con su mano le acaricie su cara y toque sus lágrimas. Un plano secuencia de tres minutos para creer en el mundo y en nosotros.  La magia del cine.

Fotos: 1) Los hermanos Lumiére; 2) fotograma de M; 3) Fotograma de Primer plano.

Copyleft 2000-2008/Roger Alan Koza

*Este artículo fue publicado con algunas modificaciones en el número de Diciembre-Enero, 2008, de la revista Quid.