LOS PREMIOS: 1930

LOS PREMIOS: 1930

por - Columnas
01 Abr, 2020 11:48 | comentarios
Dos entregas de los Oscar en un mismo año. Además, una de las grandes obras maestras del arte soviético y un cortometraje de una directora fundamental del cine francés.

La ganadora del Oscar es: En 1930 hubo dos entregas de los Premios de la Academia. La primera fue en abril (dedicada a las películas estrenadas entre el 1ro de agosto de 1928 y el 31 de julio de 1929) y la segunda en noviembre (dedicada a las películas estrenadas entre el 1ro de agosto de 1929 y el 31 de julio de 1930). Las ganadoras fueron La melodía de Broadway (Harry Beaumont, 1929)y Sin novedades en el frente (Lewis Milestone, 1930).

Dos hermanas, Hank y Queenie, llegan a Nueva York con la esperanza de convertirse en estrellas del espectáculo. Se ven envueltas en un triángulo amoroso con Eddie, también artista, que las ayuda a ingresar en una obra en la que actúa. Vemos los entretelones de la obra y la formación de otro enredo romántico con la irrupción de Jock Warriner, un ricachón desagradable que comienza una relación con Queenie, para disgusto de Eddie. El final es un happy ending con un regusto involuntariamente agrio, demasiado puritano, no solo desde una escala de valores actual. Por esos mismos años Hollywood producía historias mucho más interesantes, que chocaban con el conservadurismo de gran parte de la sociedad estadounidense (esto va a traer cola: las llamadas películas pre-Code, William Hays y el código de censura van a figurar pronto en esta columna). De cualquier manera, la película se saca de encima la resolución de la historia sin mucho esfuerzo, con un sencillo anticlímax. Toda la trama es bastante básica, tan sólo un pretexto para justificar las escenas de canto y baile. Una vez que El cantante de Jazz abrió la era sonora, la industria se lanzó a incorporar secuencias musicales con la avidez de quien rompe una dieta de harinas y se mete en una pastelería. La melodía de Broadway es resultado de esa glotonería.

En el corazón de la era del jazz, nace una película sin swing. Los intérpretes dicen sus líneas con una entonación forzada y siempre una fracción de segundo a destiempo, sin poder acoplarse al ritmo del nuevo medio sonoro. Los enlaces de un plano a otro también son rebuscados, atrofiados por la falta de pulso y dirección clara. Las escenas dramáticas son solo puentes hechos a las apuradas para llegar a los estribillos, las escenas musicales. Y ahí siguen los problemas, porque las interpretaciones no son particularmente atractivas: canciones deserotizadas e impersonales, coreografías pobres y toscamente ejecutadas, un interludio de tap interminable. La cámara apenas se mantiene a una distancia discreta, atestiguando la debacle. La melodía de Broadway es un caso de estudio para entender las limitaciones técnicas con las que se enfrentaban las primeras películas parlantes.*

No fue fácil hacer La melodía de Broadway, el primer musical enteramente sonoro. Mientras experimentaba con la nueva tecnología, la producción hacía y rehacía las mismas escenas, se reconstruían los sets para adecuarlos a los nuevos estándares técnicos y las jornadas se hacían interminables para los actores. Aun así, es difícil encontrar excusas de esa índole cuando en el mismo año Lubitsch hacía explotar la pantalla con imaginación cinematográfica en otro musical, El desfile del amor. Nada de eso importó al público, que convirtió a La melodía de Broadway en la película más taquillera del ‘29. El gusto por la novedad suele auspiciar buenos negocios y la Academia siempre ha estado dispuesta a premiar esa combinación. La melodía de Broadway es uno de los experimentos fallidos más exitosos de todos los tiempos.

(La película sí tiene un momento muy bello en la escena en la que Hank convence a Eddie de que tiene que estar con Queenie. Cuando él se va, Hank rompe en lágrimas. Se retoca el cabello mientras llora. Ve una foto de Queenie y una de Eddie. Se ríe repentinamente y después sigue sollozando. La cámara se mantiene atenta al llanto durante un minuto y medio. La película se olvida por un momento del mandato de avanzar la narración, privilegiando el impacto emocional de la escena. Una suspensión narrativa que puede ser imaginada como antecedente del final de Vive l’amour de Tsai Ming-liang, que va a ser parte de esta columna).

Hoy, La melodía de Broadway es una curiosidad histórica, poco más que un hito tecnológico dirigido por un ilustre anónimo. Por su parte, Sin novedades en el frente siempre aparece en los libros de historia del cine y el nombre de Lewis Milestone goza todavía de prestigio, aunque es raro que se revisen sus películas. Sin novedades en el frente merece mayormente su reputación como un clásico de la narrativa antibélica.

Un grupo de jovencitos alemanes se enlista voluntariamente en el ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial. Esperan gloria y aventura, pero se encuentran con los horrores de la guerra. La película puede ser vista como la cara opuesta del optimismo castrense de Wings, la primera ganadora del Oscar: si una se posiciona en la parte más luminosa de la escala cromática, con cielos impolutos que resplandecen en la pantalla lateada cómo fondo de las acrobacias heroicas de los aviadores, la otra se ubica en la zona más oscura, con la infantería que se interna en el barro, la sangre y la noche, iluminada solo por explosiones de bombas y morteros. Milestone se destaca como un gran narrador visual, que puede traducir constantemente sus ideas en imágenes. Un par de botas que pasa de maos (más precisamente, una sucesión de planos detalle de piernas y primeros planos de los soldados) nos muestra con delicadeza la búsqueda de refugio fetichista en medio de la desolación, al mismo tiempo que nos cuenta la sucesiva muerte de los compañeros en armas. Un fonógrafo girando en falso cuando la música ha terminado y la sombra del respaldar de una cama reemplazan la escena de sexo que su época hubiera tachado por inmoral y son el soporte visual para la tierna conversación entre un soldado alemán y una campesina francesa, dos jóvenes que no hablan el mismo idioma, pero pudieron encontrarse fugazmente.

Las escenas de combate son tremendamente realistas y la película sufre por eso. La carnicería humana y las posteriores escenas dónde los soldaditos lamentan las mutilaciones y la muerte de sus amigos son momentos donde la dramaturgia es un acto de banalidad. Responden a una forma de la pedagogía humanista que supone que debemos ser testigos de la barbarie para comprenderla. Más de diez años antes, cuando la guerra aún no había terminado, Chaplin filmó ¡Armas al hombro! imaginando otra forma de representación, otra vía de catarsis colectiva. Sin novedades en el frente elige la vía del espectáculo bélico, pero hacia el final encuentra su propio antídoto. La última escena no gasta más palabras ni dispensa imágenes terroríficas. En el fuera de campo y en el silencio encuentra el golpe de efecto para su alegato pacifista. Un fundido encadenado que dibuja una postal conmovedora nos preserva de llevarnos de las narices hacia el horror.

 Premio no oficial: Tierra. Aleksandr Dovzhenko, 1930.

 Dovzhenko filma una aldea ucraniana como si se tratara de un Edén en blanco y negro, un océano de trigo y manzanos resplandecientes. La llegada del tractor supone el fin de la supremacía económica de los kulaks, los propietarios de la tierra. Vasily intenta convencer a Opanas, su padre, de las bondades del “caballo de acero bolchevique”, pero el hombre sigue trabajando tercamente con su viejo arado manual. Dovzhenko orquesta los ritmos de manera tal que opone los parsimoniosos planos generales de Opanas a un montaje veloz de planos detalle del tractor y primeros planos de Vasily y los campesinos en pleno éxtasis productivo. Las formas antiguas son obsoletas. Al finalizar la jornada, Vasily emprende el camino a casa, mira lo que lo rodea, el resultado del trabajo comunal, y comienza repentinamente a bailar, aunque no parece haber música alrededor. Dovzhenko no se preocupa por la continuidad espacial de los planos. Vasily está bailando en el aire, al ritmo de su propio júbilo. En ese momento de goce, Khoma, el hijo de uno de los kulaks, le dispara y lo mata. Opanas y Natalya, la novia embarazada de Vasily, están devastados. Un cura se acerca a la casa, pero el padre del muchacho no acepta su bendición: “No existe Dios”. Opanas les pide a los compañeros de Vasily que le rindan homenaje de una nueva manera: si Vasily “murió por una vida distinta”, entiérrenlo para que “nuestros jóvenes y nuestras mujeres puedan cantar canciones sobre una vida nueva”. Una multitud despide a Vasily. El cura los maldice. Khoma, a lo lejos, movido por la culpa o por saber que ha terminado su tiempo histórico, admite ser el asesino. Hace una réplica del baile de Vasily, otra vez un musical silente, la misma línea melódica, esta vez al ritmo de una tristeza infinita. Todos lo ignoran. Un compañero del partido toma la palabra en medio del entierro. Dice que el difunto “ha derrotado al ejército de los mil años. ¡La gloria de Vasily recorrerá el mundo entero como nuestro avión bolchevique ahí arriba!”, y apunta al cielo. Mientras sucede esto, Natalya tiene su hijo y se desata una lluvia mítica que riega el paraíso soviético. Lo niegue o no, una fuerza superior parece acompañar al pueblo comunista.

 Dovzhenko da vuelta el orden lógico de un cine de propaganda. Su película no es el resultado de ilustrar consignas políticas con imágenes. En todo caso, de la poética de sus imágenes solo se pueden seguir consignas revolucionarias: la tierra es un tesoro demasiado precioso como para no ser compartido, las fuerzas históricas superan a la voluntad individual y el cambio de época es tan inevitable como el cambio de las estaciones. Pero Dovzhenko además de ser un poeta fue un intelectual crítico (y no supongo que sean términos mutuamente excluyentes). La película adhiere a los mandatos políticos de su contexto, pero va tramando dudas y deja algunas preguntas abiertas sobre el costo humano de la revolución, los conflictos de intereses (la lucha de clases no ha muerto), los abismos generacionales y el lugar de la fe, las tradiciones y las identidades nacionales en un régimen político que gobierna sobre un territorio que equivale a un continente.

La respuesta estalinista no se hará esperar y Dovzhenko la va a sufrir en carne propia (aunque no será precisamente la principal víctima en esa historia). El director ucraniano solo pudo filmar un puñado de largometrajs luego de Tierra y lo hizo bajo estricta supervisión. Su estética no va a encajar con el realismo socialista, no tendrán lugar su búsqueda lírica, su idiosincrasia nacional, su aliento místico, sus preguntas críticas ni su sentido del humor (es fácil ver a Tierra como un tótem cinematográfico, pero no hay que perder de vista sus bromas: el caballo parlante, la llegada del tractor al pueblo propulsado por la meada de los campesinos o el viejo que se despide de sus seres queridos para inmediatamente levantarse de la tumba porque tiene hambre). Sin embargo, ese puñado de obras dejo una huella inmensa: Aleksandr Dovzhenko es uno de los artistas más importantes de la era soviética y merece su lugar en el panteón del cine. Esto no quiere decir que estemos hablando de piezas de museo, a la manera de un viejo artefacto constructivista. Sus películas tienen una vitalidad impresionante y no sólo por la originalidad de su visión. Aunque parezca remoto en tiempos de encierro, el tesoro que Dovzhenko ha filmado sigue ahí afuera.

 Fuera de competencia: Étude cinégraphique sur une arabesque. Germain Dulac, 1929.

“Cuando llegó el sonido, las condiciones de trabajo en la profesión se volvieron muy difíciles para un director como yo. Por razones económicas, no era posible en la era sonora imaginar películas como las que habíamos hecho en la era muda. Uno tenía que censurarseconsiderablemente a sí mismo e incluso, cómo en mi caso, adoptar formas de cine que siempre había despreciado. De repente, nos vimos obligados a hacer obras de teatro enlatadas”. Marcel L’Herbier hablaba por toda una generación de cineastas franceses.

La Primera Guerra había devastado la industria cinematográfica de Francia, que había sido desplazada por Estados Unidos en casi todos los mercados. Aun así, la demanda interna y de las zonas de influencia (Bélgica, Suiza, las colonias en África y el Sudeste Asiático) todavía era considerable y abría la posibilidad de producir películas distintivamente francesas, o que por lo menos ofrecieran algo distinto a las importaciones estadounidenses. Eso permitió un alto grado de libertad expresiva a los llamados impresionistas franceses, un grupo de cineastas-teóricos que en los años ’20 pudieron trabajar en la industria, al tiempo que perseguían su ideal de un cine puro, más interesados en explorar la forma y el tiempo cinematográfico que sus convenciones narrativas, que consideraban un lastre de la tradición teatral y literaria.

Una de las principales cineastas de ese momento fue Germaine Dulac, que en 1928 dirigió El clérigo y la caracola (con guion de Antonin Artaud). Dulac desplaza al cine del facsímil naturalista para llevarlo al terreno del lenguaje de los sueños. Desata su potencia surrealista en un aluvión de imágenes extrañas, sólo conectadas por la lujuria oblicua e intrincada de su personaje protagónico, un cura libidinoso que se la pasa persiguiendo a una muchacha (o la idea de una muchacha, u objetos que encarnan a una muchacha, o una muchacha que encarna objetos, etc.), mientras entra en disputa con otra figura patriarcal (que también va tomando distintas formas: militar/padre/esposo). La película precede a Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930), pero mientras Buñuel daba sus primeros pasos como cineasta, Germaine Dulac daba los últimos. El suyo fue uno de los nombres que quedó en el camino con la llegada del sonoro.

Sus últimos trabajos fueron cortometrajes radicales. Cómo lanzada a la búsqueda definitiva del elusivo cine puro, Dulac abandona las pretensiones narrativas y se dedica al experimento cinematográfico. Si la trama es un estorbo, afuera. Étude cinégraphique sur une arab es que es un montaje rítmico que sigue figuras de luz reflejadas en distintas superficies: en una fuente de agua, en una bola de espejos, en una flor, en el rostro efímero de una mujer. En los años siguientes, Dulac se va a ganar la vida como directora de noticieros para Gaumont, uno de los principales estudios cinematográficos de Francia, y abandonará su posición como autora. Sin embargo, gracias a las películas que había dirigido en la década anterior, Germaine Dulac (una precursora en distintos ámbitos) se ganó su lugar en la historia grande del cine francés.

 *“La primitiva tecnología sonora planteó problemas de estilo para la industria del cine. Los primeros micrófonos eran omnidireccionales y por lo tanto tomaban cualquier ruido en el set. Las cámaras, que zumbaban mientras filmaban, debían ser colocadas en cabinas insonorizadas. Además, inicialmente todos los sonidos de una sola escena se grababan a la vez; no había ninguna «mezcla» de pistas de sonido grabadas por separado. Si se quería escuchar música, los instrumentos debían tocar cerca del set mientras se filmaba la escena. La colocación del micrófono limitaba la acción. A menudo se suspendía sobre el plató con aparejos pesados; un técnico lo movía dentro de un rango limitado, intentando apuntar a los actores…” (David Bordwell y Kristin Thompson, Film History: an Introduction). La lista de problemas sigue. A grandes rasgos las principales repercusiones y los principales escollos eran el uso de una iluminación uniforme, chata, que no permitía jugar con las texturas y las propiedades gráficas de la imagen; la dificultad para encuadrar los planos y la falta de dinamismo desde la cámara y hacia el interior de la escena.

 Fotogramas: 1 y 4) Tierra; 2) La melodía de Broadway; 3) Sin novedades en el frente; 5) El clérigo y la caracola.

 Santiago González Cragnolino / Copyleft 2020

Entregas precedentes

Los premios: 1929 (leer aquí)