ENTRE LA RAZÓN Y LA LOCURA / THE PROFESSOR AND THE  MADMAN

ENTRE LA RAZÓN Y LA LOCURA / THE PROFESSOR AND THE MADMAN

por - Críticas
10 May, 2019 08:34 | Sin comentarios
Un tema apasionante, una película mediocre y un actor a la altura de las circunstancias.

LA VIDA DEL LENGUAJE

Suele suceder: una película mediocre, sin ningún momento inspirado, es conjurada parcialmente por la historia que cobija y desmañadamente ilustra. En ciertas ocasiones, prevalece una huella de una experiencia vivida, una reserva de la verdad histórica de la que fueron protagonistas algunos hombres y mujeres, cuya sola invocación y, por consiguiente, escenificación, puede conmover aun bajo recursos estéticos impropios. No es otra cosa lo que sucede en Entre la razón y la locura (The Professor and the Madman), ópera prima de Farhad Safinia. El film padece de todos los convencionalismos que aquejan a las películas con temas importantes; su trama, paradójicamente, intenta cuestionar la salvaguarda de las convenciones; la distancia entre forma y relato no podría ser mayor.

Entre la razón y la locura (The Professor and the Madman), EE.UU.-Irlanda, 2019.

Dirigida por Farhad Safinia. Escrita por. F. Safinia y Todd Komarnicki.

En el film del director nacido en Teherán, protagonizado por Mel Gibson, quien iba a dirigir el film, y Sean Penn, en los papeles del autodidacta filólogo escocés James Murray y William Chester Minor, un cirujano que enloqueció en la Guerra de Secesión, respectivamente, el apasionante tema que los reúne en la redacción de la última versión del diccionario de inglés de Oxford. El apasionado filólogo añoraba escribir un libro en el que todas las aventuras de los términos de la lengua inglesa estuvieran presentes en la redacción. Cada palabra tiene una historia, nacida acaso de una firme o endeble etimología, el puntapié de un uso que varía con el tiempo. Quien se tome el trabajo de seguir el vocablo virtud, por ejemplo, podrá de inmediato constatar las peripecias semánticas de ese sustantivo decisivo para la ética.

La palabra en cuestión en este relato es el término “arte” y las ramificaciones de palabras y usos de un concepto que en el tiempo desmiente un sentido unívoco. Este obstáculo en la reconstrucción de un término es lo que une azarosamente a Murray con Minor, dos obsesivos intensos con historias disimiles que comparten una misma pasión: el fervor por el conocimiento, el que depende de las palabras. Las secuencias más hermosas, aunque no exentas de cursilería para cultos, son aquellas en las que Murray y Minor discuten palabras y trazan genealogías. Es un placer inesperado para ambos, porque de no ser por el aviso inserto en un libro pidiendo ayuda para la redacción del nuevo diccionario jamás se hubieran conocido. Así fue que Internado en una clínica médica en Inglaterra por insania y por ende jurídicamente desculpabilizado por un crimen cometido en plena crisis psicótica, Minor contribuyó con 10.000 entradas para la prestigiosa publicación.

El lenguaje es efectivamente una forma de vida condensada en signos, cuyos usuarios viven en él y por este también encuentran los límites de su propio mundo. El film establece muy bien las posiciones y las consecuencias al respecto. En 1878, la mayoría de los doctores tradicionales de Oxford se sentían más cómodos asumiendo significados invariables para las palabras, una línea de pureza “traicionada” por el enfoque más historicista y abierto de Murray, cuyo correlato inverso en el film recala en la ineficacia y reduccionismo del saber psiquiátrico inglés. El tratamiento sobre Minor es de una ostensible brutalidad, justificada sin duda en un léxico tan sofisticado como inexacto.

Gibson, como director, ha demostrado (no siempre), pericia y sensibilidad para trabajar sobre períodos históricos y a su vez proponerse erigir una forma cinematográfica. En Apocalypto imaginó formas, trabajó sobre los colores y propuso un concepto espacial que neutralizaban algunas controversias en la representación elegida de los Mayas. Haber dejado a uno de los guionistas de aquel film a cargo de la dirección no ha sido una decisión feliz. Aquí, la mayor conquista visual (porque el sonido como entidad estética no existe ni por asomo) se limita a un hermoso plano subjetivo en el que un personaje secundario observa el viento moviendo los árboles en una caminata de transición. Por lo demás, entre flashbacks y movimientos de cámara antojadizos, la fuerza del film se disuelve en una lengua cinematográfica exangüe, y es este casi un esqueleto maquillado, el que podría haber vindicado al cine como lenguaje.

*Esta crítica fue publicada por Revista Ñ en el mes de mayo 2019.

Roger Koza / Copyleft 2019