LA JOVEN FLOR PLATÓNICA

LA JOVEN FLOR PLATÓNICA

por - Ensayos
25 Feb, 2019 04:11 | Sin comentarios
Una lectura sobre La Flor y los próximos pasos de su director a la luz de la tradición a la que pertenece.

La tercera película de Mariano Llinás (que es en sí misma, como sabemos, una vasta red de películas interrelacionadas) define la vocación de su proyecto, construido pacientemente como una obra de largo aliento, a la vez que cada film es lanzado con la urgencia de un manifiesto. Cada nueva película es una intervención que nos obliga a leer un estado del cine argentino, a través de su refracción en el campo de la crítica y los festivales.

Presentada durante el auge del Nuevo Cine Argentino, Balnearios (2000) era un radical llamado a la independencia y la exploración, a la vez que una nostálgica mirada sobre un espacio en decadencia. Esa duplicidad presidia también Historias extraordinarias (2008), pero la costa se derramaba ahora sobre una provincia de Buenos Aires, muy distante del minimalismo para entonces ya agotado del NCA de los noventa. Aplaudida por la crítica local, que se había hartado de su previa canonización del “poquitismo” (palabra con que Daniel Freidemberg se distanció de la poesía de los 90) para sugerir entonces un nuevo modelo, la película se fue a pesar de todo del Bafici sin premios de los jurados internacionales. Diez años después, sin embargo, La Flor finalmente conquistó literalmente a todo el mundo.

¿Por qué esa dilatada y tardía consagración? Acaso porque La Flor juega más abiertamente con matrices genéricas exportables (el terror, el policial, la comedia). Acaso porque la existencia previa de Las mil y una noches (2015) de Miguel Gomes que tanto debe a Historias extraordinarias, hace más digerible una película que juega con la expansión infinita de la narración y que sueña ser la más larga de la historia. O acaso en fin y sumando todo porque ese vital gesto vanguardista desde el sur encuentra su cifra en un centro hace tiempo agotado, que acoge este juego desatado como un espejo mágico que le devuelve, vivificado, un pasado que parecía muerto y enterrado.

La crítica argentina, en cambio, no encontró en ella sino una confirmación de sus viejas certezas, y hasta se permitió un poco de hartazgo al reconocer en la película ese gesto ya celebrado, o sus propias predicciones no cumplidas: el modelo de Llinás no puede contagiarse al resto del cine argentino, y acaso tampoco exportarse, sino ser nada más y nada menos que una constante apelación a la aventura de filmar. En todo caso, lo que La Flor parece agotar (sin que nadie, ni crítica ni cineasta, lo resientan) son las posibilidades del cine como plan de evasión.

1. Tras Historias extraordinarias, la carrera que Llinás se había autoimpuesto parecía tener dos caminos posibles: o bien dar un paso atrás, y reinventar el minimalismo después de agotar (más que extremar) el maximalismo, o bien saltar hacia adelante e ir por más. Previsiblemente, este fue el camino elegido, saltando directamente toda frontera (ya no hay costa ni país) para lanzarse directamente al mundo, como anunciaba el final africano de Historias extraordinarias. Solo persiste la provincia de Buenos Aires, como territorio mitificado convertido en mundo propio, transido por lecturas y visiones, como la historia del cine misma.

A La Flor le interesa el verosímil más que la verdad. Por eso el género le gana siempre al realismo, aunque hay una continuada búsqueda de lo real, como si la película misma no quisiera que la ficción olvide lo que cuesta hacerse realidad, y fuera a la vez un documental de ese proceso. Pero a fin de cuentas, aunque todo deviene en vivificación de una cita pasada (como ese irredento surrealismo que Llinás invoca como parte de su linaje), hay más Hitchcock que Renoir. Y el problema no es tanto que el spellbound se imponga por sobre la partie de campagne, sino que esas formas devengan formalidades, por más libre que sea su relectura: como sucede con buena parte del cine (y la cultura actual, posmodernidad mediante), los cineastas corren el riesgo de convertirse en administradores de museo. Por eso La Flor necesita contrapesar esa nostalgia omnipresente con la vitalidad del viaje, la aventura y la estética del hambre, y ahí encuentra por fin su destino sudamericano. Borges con acento francés.

2. Piglia solía decir que la literatura argentina se inicia con una frase escrita en un idioma extranjero (On ne tue point les idées”, grabada por Sarmiento al abandonar la patria), que es en verdad una cita equivocada (atribuida a un autor incorrecto). La ironía es que el autor de Facundo principiaba su texto citando a un (y en) francés para no ser comprendido por los bárbaros que lo expulsaban al exilio. Pero ese libro que pugnaba entre “civilización o barbarie” (sin sobreponerse a su fascinación) no se convirtió en la gran obra “nacional”, y su lugar fue tomado –para lamento de Borges– por una gauchesca devenida en oda al perseguido. ¿A quién está dedicada, entonces, esa cita del Martín Fierro en mitad de La Flor, cuando se mentan “las últimas poblaciones” y el no consentir que se mate así a un valiente? (dos versos de Hernández largamente citados por Borges).

Llinás quiere leer la tradición argentina desde el mandato borgeano (“no tenemos una tradición, podemos aspirar a todas”), pero aun los que capten esa cita perderán el contexto (la disputa de Borges era menos con en el nacionalismo que con el peronismo, que era a todas luces su temida y embelesada barbarie). Llinás encuentra su illusion comique en la idea de un “cine nacional”, monstruo de muchas cabezas que la crítica solía invocar bajo los nombres del demonizado cine de los ochenta. Esa década no prodigiosa dio, sin embargo, una película meritoria como Las veredas de Saturno, que sin embargo no se carga a la cuenta de la tradición argentina, acaso por estar hablada en francés (aunque por ella campean la zona de Saer y el fantasma de Cortázar), o acaso porque cierta tradición crítica (de la que es deudora la Revista de cine en que Llinás suele escribir sus apologías y rechazos), prefiere detenerse en Invasión[1], un film aparentemente enfrentado con cualquier atisbo de referencialidad o intencionalidad política. A reinventar esa tradición se(s)gada se dedica literalmente La flor, como si Hugo Santiago no hubiera felizmente defraudado a Borges.

3. En “La flor de Coleridge” Borges plantea que “si es válida la doctrina de que todos los autores son un autor (…) la literatura es lo esencial, no los individuos”. El arte adquiere así “un sentido ecuménico, impersonal”, y “quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia”. Y concluye, con su habitual giro autocrítico: “Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Whitman, fue De Quincey”[2]. Podría decirse que para Mariano Llinás ese hombre fue Renoir, fue Hitchcock, fue más cercanamente, en todo sentido Hugo Santiago.

Pero a diferencia de Invasión, que traicionó a Borges para poder “apartarse de él”, La Flor no se aparta de una lectura equívoca de esa obra inicial de Santiago (esa lectura canónica que entiende la modernidad de Invasión por su aparente desapego hacia la realidad política [3]), y ha procedido a conjurar el presente a la par que se despliega como el borgeano mapa del imperio que era igual al imperio. Pero el proyecto antropofágico de Llinás no puede devorarlo todo, y para comprender sus límites hay que ver que es lo queda afuera de su estética y su hambre.

4. La película argentina más larga de la historia era hasta aquí la Sínfonía del sentimiento (1999) de Favio. Y pese a todas sus diferencias (de hecho podría decirse que La Flor es su imagen invertida), en ambas la ambición parece ser amenazada todo el tiempo por la nostalgia. Favio podría haber seguido montando su Perón como Llinás asegura que “seguiría filmando La flor”, y de hecho lo hizo (de Gatica a Aniceto): su última etapa tiene algo de búsqueda de un origen perdido, en el que por primera vez se enfrentaba a la Historia, eso que tañía silenciosamente en sus películas anteriores, cuando el peronismo era más futuro que pasado.

También para Llinás la edad de oro parece haber quedado atrás, en las viejas banderas derrotadas de una fraternidad imposible y un cine demudado. No es casual que el centro de su película infinita sea el discurso elegíaco del único personaje que el director asume (ni siquiera el suyo como director se libra de la farsa), o la remake bonaerense de un film inconcluso (el único en que no participan sus omnipresentes actrices). Esta es la única certeza godardiana de Llinás: ese mundo inacabado, irredento, ya no puede ser vivido, aunque sí vuelto a soñar una y otra vez. Por eso La Flor podría seguir eternamente, y por eso podemos hipotetizar esa potencial serialidad: vampir@s taciturn@s, comedias agridulces, westerns de pueblo chico (y toda la gama de tarantinismos locuaces que se puedan imaginar).

5. Todo es posible en La Flor, salvo la realidad. No es que la película no se preocupe por el “realismo” (de hecho puede hacerlo con meticulosidad vonstroheimiana, como en la precisión de sus varios tonos idiomáticos), sino que todos sus detalles y toda su desmesura son impermeables a cualquier atisbo de contemporaneidad (eso que hacía a los “modernos”, incluido Santiago, mirar al futuro más que al pasado). Esa exterioridad se nota aún más cuando en alguna parte asoma una fecha concreta y pasmosa, como en esos vinilos que remiten a plena dictadura, y que la película elude cual escorpiones. Todas las historias terminan aquí, entre nosotros, bajo la cruz del sur, pero La Flor no puede ni quiere salir de su largo sueño. Como en Secuestro y muerte (Filippelli, 2010), donde se aludía al nombre propio sin mencionarlo jamás, aquí el juego puede consistir en acumular todos los juegos verbales con la palabra “gato”, salvo el primero que se nos viene a la cabeza en este momento…

Se dirá, con razón, que La Flor fue filmada a lo largo de diez años, y no podía prever su contexto de recepción, pero no podemos dejar de leer las películas en la fecha que llevan entre paréntesis y entre las asociaciones que cobijan y excluyen, es decir, bajo el signo de su lógica y sus resoluciones. No en vano La Flor avanza hacia atrás: de los años 70 hasta el cine primitivo, para terminar en el siglo XIX. Antes de los largos títulos finales (cuando la “cámara oscura” se desarma y queda a la vista la inversión de la realidad), las protagonistas se separan a la vista de “las primeras poblaciones”, después de haber estado “diez años en el desierto” (de lo irreal, diríamos glosando la Matrix según Žižek).

En cierto modo, podemos ver esa escena de desarme (y el desarme de la escena), como el despertar de un largo sueño. Como en cierto cine de género, o muchas películas que enmascaran su propia alusión a la realidad (de Caligari [Wiene, 1920] a Los miedos [Doria, 1980]), el final podría sugerir que aún no sabemos cómo enfrentarnos a una realidad dolorosa. Por eso la melancolía nos persigue hasta el final, como si la larga secuencia de títulos fuera un último intento de no abandonar ese dilatado plan de evasión. La Flor se entrega gozosamente a la nostalgia, y la cinta podría recomenzar en loop con Balnearios, que también empezaba con una elegía del tiempo perdido.

Estrenada poco después de la crisis de 2001, Balnearios exhibía en filigrana sus alusiones a un mundo en disolución. Pero a diferencia de Las mil y una noches, donde Miguel Gomes jugaba a Scheherazade para conjurar la crisis del presente, La Flor solo choca con la realidad cuando finalmente abandonamos la sala, ya que su estreno coincide con un momento de crisis general cercano a aquel que terminó de fundar el NCA. Pero si allí se engendró un nuevo realismo y una ampliación del campo de lo visible, La Flor termina pareciendo la película del sueño eterno, del escape a un mundo pasado que redima el presente. Todos nos soñamos aventureros antes de despertar: Acaso es hora de que el sueño se encuentre con la realidad.

6. El camino de Mariano se halla ante una nueva encrucijada, que el final de La Flor hace prever: que el viaje hacia el pasado lo lleve directamente a las entrañas del siglo XIX. Hay ahí, por supuesto, una matriz de nuestro presente, en la que se perdieron modernistas como Manuel Antín, con sus glosas de Güiraldes y sus aguas de Rosas, nacidas entre dictaduras. El siglo XIX puede ser una trampa cuando solo se quiere modernizar el pasado sin comprenderlo “tal como relumbra en un instante de peligro”, es decir, sin conectar esa tradición rediviva con los dilemas del presente.

Sarmiento y Mansilla fueron, también, modernos, pero no pudieron escapar a las determinaciones de la época, y todas sus felices digresiones encuentran un límite que los ata al pasado. Esa es la verdadera medida del escritor o cineasta argentino ante la tradición: como hacerse parte de ella sin sucumbir, del mismo modo en que no debe dejarse llevar por las convenciones de su tiempo. Sarmiento y Mansilla hicieron lo que pudieron, pero nadie podrá decir que eran nostálgicos. Acaso miraron demasiado a Francia, mientras los Mansilla al menos se jactaban de pasearse de igual a igual entre indios y gauchos.

Llinás juega a ser nuestro Mansilla (nuestro último dandy), y acaso llegue alguna vez a hacer su propia versión de Una excursión a los indios ranqueles. Pero su mejor versión sería encontrar su propia excursión a los límites de su época, en vez de ese siglo pasado en el que se siente cómodo. Sin llegar siquiera a mediar con (o a mediados de) nuestro propio siglo pasado, del que deja huellas en las películas de los otros pero no osa decir su nombre, y menos en las propias. Acaso porque para eso debería lidiar con “la segunda tiranía”, como llamaban los contemporáneos de Borges al peronismo (la primera, por supuesto, fue la de Rosas).

He ahí una épica con ribetes tragicómicos, que podría alimentar una saga sobre nuestras propias banderas vencidas, sobre nuestros héroes, antihéroes y villanos… ¿No podrían, por ejemplo, esos personajes de avería “caídos en desgracia” a mediados de los setenta, habitar esa cruel provincia de Buenos Aires esperando su funesto destino (sin ir o venir de América central y la Rusia soviética)? Esa sería la verdadera remake de Invasión.

7. “En la parte 2 de La Flor se mencionan un montón de países y el único que no se nombra es Argentina”, asume Llinás en una entrevista realizada en Chile, cuando le preguntan por qué nunca menciona su país en sus películas. “La palabra Argentina es una palabra difícil si uno es argentino”, dice[4]. “Uno podría decir por pudor, tal vez; o por cuidado, por cierto respeto, por miedo. La palabra Argentina lleva la cosa hacia otros lados, por algún motivo es una palabra que me cuesta pronunciar, tal vez porque las películas que hago no suceden ahí, sino en otro lugar”.

Ciertamente, la palabra Argentina (o, sencillamente, algún modo de referencialidad directa) “lleva la cosa hacia otros lados”, pero ese utópico “otro lugar” que el cineasta quiere encontrar no lo hallará en el cuidado, el respeto o el miedo, sino en el atrevimiento que le es consustancial a su proyecto. Porque si bien no se trata de que el cine pueda (ya) cambiar el mundo, o siquiera que aspire a mejorarlo, no deja de ser acaso por sobre todo un modo de resistencia ante una realidad desoladora, más que resignarse a ser una mera huella de la resistencia de lo real o un bello sueño en el que refugiarse ante la inclemencia de los tiempos.

[1] De hecho en el texto que le dedica a Hugo Santiago en el número 5 de Revista de cine, Llinás se demora laboriosamente en Invasión, pero no menciona Las veredas de Saturno.

[2] Jorge Luis Borges, “La flor de Coleridge”, Otras inquisiciones (1952).

[3] Para una discusión sobre las lecturas de Invasión, ver mi artículo “Crónica de una fuga: de Invasión a Castro”, en El país del cine. Para una historia política del Nuevo Cine Argentino, Los Ríos, 2015.

[4] E insiste (una vez más, olvidando que Aquilea es también un país): “Invasión de Hugo Santiago tuvo que inventar otro lado, sucede en Aquilea y no Buenos Aires”. http://elagentecine.cl/2019/01/25/mariano-llinas-tenemos-que-trabajar-por-fuera-de-los-mecanismos-de-certeza-que-la-industria-brinda/

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