LA HERENCIA FEBRIL

LA HERENCIA FEBRIL

por - Ensayos
01 Ago, 2008 07:17 | comentarios

10 AÑOS DEL BAFICI Y LAS TRANSFORMACIONES DE LA CINEFILIA

Por Roger Alan Koza.

¡Qué vocablo inestable, semánticamente recargado, multívoco, en definitiva, poco inocente! Se habla de herencia a la hora de esperar la distribución de la riqueza de alguien que muere y deja sus pertenencias, casi siempre bajo una voluntad cuestionada por quienes la reciben. Herencia tutelada en una escritura con sus herederos forzosos, ansiosos, a veces mezquinos. También se habla de herencia como el conjunto de maldiciones diversas que un gobierno habrá de sobrellevar y superar provenientes de una administración precedente. En otro dominio, se identifica la herencia como la escritura de la materia diminuta sobre el cuerpo: la genética se hereda, decimos. Y está la herencia cultural, ese identificable pero difuso programa general con el que interpretamos el mundo a través de costumbres y prácticas, cuya máximo patrimonio es una lengua. Un idioma es también una herencia.

Justo una imagen, una imagen justa: un cineasta tira una flecha hacia adelante, alguien la toma y la vuelve a arrojar. Un sistema de postas, más bien habría que decir un legado que pasa de mano en mano, de ojo en ojo, y que mueve una idea de cine, una forma de hacerlo y verlo, incluso de discutirlo y de concebir sus fines y aplicaciones. En el cine hay herencias de todo tipo: Griffith despegó hace cien años el plano de la perspectiva de quien mira; Chaplin inventó la comedia política y Tati una comedia metafísica; Godard radicalizó el medio hasta demostrar que el cine es la gran herencia del siglo XX, su materia y su memoria. Los ejemplos son vastos.

Pero lo que importa pensar es cómo, tras más de 100 años, seguimos viendo cine, si existe todavía una filiación entre los espectadores del primer film de los Lumière y nosotros, si permanece y subsiste, bajo el régimen publicitario y la total hegemonía semiótica de Hollywood, alguna experiencia vital que solamente le pertenece al cine, ya no como expresión del show-business sino como un tipo específico de exploración sensible y cognitiva del mundo. Como decía el propio Godard, en un film recientemente visto en el último BAFICI, la cámara permite ver algo que el ojo no ve. Se trata de un cine entendido como un régimen de luz, como una política de lo visible, acaso, una extraña lucha contra el oscurantismo y la superstición: quien ve puede creer con fundamento.

En los últimos 20 años no hay evento más importante, en materia cultural, que el BAFICI, la defectuosa sigla que condensa Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. Denostado por algunos, ninguneado por otros, la verdad es que el BAFICI ha retomado el viejo impulso de la cinefilia de los ’60, una pasión desmedida por el cine y también indirectamente el compromiso de entrenarse a través del cine para estar crítica y activamente en el mundo. El BAFICI, con más películas exhibidas que las que se estrenan comercialmente por año, no solamente ha compensado la pobreza ostensible de una cartelera compuesta de un cine industrial y sin riesgo, sino que ha vivificado una función vital del cine: saber y ver cómo se vive, se ama, se lucha, se resiste, se sufre y se crea en el mundo contemporáneo. Una vuelta al mundo en 12 días.

El BAFICI ya es un festival profesional. Quien haya estado en otros festivales reconoce que todo está muy aceitado, que las grillas son interpretables, que el catálogo no describe sino juzga y propone con sus textos ideas de cine. El actual director artístico, Sergio Wolf, junto a sus programadores, expone, en todas las secciones, lo que piensa. Son diez años que han constituido una tradición y una herencia: cinéfilos, cineastas y críticos programan un cine que constituye una gran pedagogía para miles de espectadores, la mayoría cautivos de los caprichos de las distribuidoras y de la presunta sabiduría cínica del mercado.

Es evidente que en el BAFICI ya no se improvisa; es un festival consolidado y posee una identidad (abierta). Es un festival que también se autoexamina. Quienes hayan visto La mirada febril, del lúcido realizador Rafael Filippelli, película sobre la primera década del festival y sus efectos constatables en el llamado Nuevo Cine Argentino, sabrán que no todo brilla, lo que no significa que el aporte fundamental del festival no persista. La mirada febril insinúa ciertos progresos y retrocesos, o quizás un movimiento dialéctico en el que se superan ciertos obstáculos mientras se hace un aprendizaje y se evoluciona. En efecto, hay un tránsito que va de 1999 al 2008, en el que se ha avanzado, pero se repite, paradójicamente, un fantasma, aquel que el BAFICI identificó como su enemigo: la normalización estilística y conceptual del cine argentino de autor e independiente, ahora protegido por miles de entidades que coproducen y un festival que garantiza una jerarquizada existencia. En otras palabras, la independencia en riesgo, las fuerzas creadoras codificadas por un sistema de redes complejas al que se le llama la industria del cine. Es una tesis que en el film se repite a través de varias voces y que en su desenlace funciona como una sabia advertencia. Es por eso que la apertura y clausura sonora del film de Felippelli ofrece una reconstrucción histórica pero también un diagnóstico del presente. Los acordes de Xenakis transmiten caos, conflicto, sismo, tensión.

La mirada febril es también una declaración de principios. Sin decirlo expresamente, postula que el BAFICI ha sido (y es bueno que así siga siendo), no del todo al inicio, pero sí en su consolidación, un festival concebido por críticos. La presencia de Quintín, uno de sus viejos directores, podrá molestar a muchos, pero es su discurso el que recobra ese gesto radical y libre por un cine en el que la forma, es decir, la puesta en escena, es un posicionamiento político. Después se interpelará al mundo y sus prácticas.

Entre entrevistas pertinentes, citas precisas y fragmentos de películas excepcionales y fundamentales, La mirada febril constituye un discurso colectivo en el que se responde a la pregunta de Bazin sobre qué es el cine al mismo tiempo que se condensa en una hora el aprendizaje de 10 años. Aquí supimos que existía un tal Sokurov, un tal Pedro Costa, revisitamos a Godard, descubrimos a Tsai Ming-liang, Portabella, Raúl Ruiz, vimos (y no escuchamos solamente) a los Straub, hasta llegamos a ver a Sancho Panza y el Quijote como nuestros coetáneos. (Diego Battle, con razón, sugiere en un pasaje que la sección Contracampo, a cargo de Sarquís a fines de los ’90, del festival de Mar del Plata, habría que entenderla como parte de la prehistoria del BAFICI). Es decir, experimentamos lo que Cozarinsky denomina un cierto cosmopolitismo sofisticado, universal y accesible, una alta cultura que le pertenece al mundo y que el cine puede expresar y un festival recolectar en fotogramas.

Los diez años del BAFICI hay que celebrarlos como una década de cinefilia recuperada. Se ha dejado la anticuada y nostálgica prédica de que el verdadero cine era el de los ’60 y ’70, el de los cineclubes y viejas salas de cine-arte. El BAFICI repite el gesto de aquella cinefilia y sus próceres escandinavos, rusos y franceses, pero expande y actualiza el mapa de la cinefilia del siglo XXI. Hoy los Bergman, Tarkovski, Bresson y compañía se pueden llamar Tarr, Haneke, Bartas, Jia Zhang-ke, Weerasethakul. Con ellos, nuevas generaciones de cineastas argentinos se han formado. Y en este BAFICI películas como la gran Historias extraordinarias, de Llinás, la experimental y sofisticada Cómo estar muerto, de Manuel Ferrari, y la última de Lisandro Alonso, su osada Liverpool, demuestran que la herencia del BAFICI está intacta, a pesar de la precisa advertencia de Filippelli.

En una de las películas ganadoras de la competencia argentina, la inteligente y delicada Süden, de Gastón Solnicki, un film sobre el regreso del compositor argentino Mauricio Kagel, tras 40 años de vivir en Alemania, el propio Kagel dice: «La música contemporánea es la música de hoy, como producto del desarrollo del lenguaje musical. Un compositor se sienta a las nueve o diez de la mañana en su mesa de trabajo y está todo el día inventando música. Pero la gente que no hace música lo que desea profundamente es entretenerse. No dejan de estar influenciados por una cierta tendencia a consumir la música, no a repensar la música. Y ese entretenimiento usted no lo puede condenar… Lo que se necesita es ayudar al público, y llevarlo a reflexionar sobre la música. La música del siglo XX trae muchas preguntas. El oyente tiene que trabajar. Pero cuando entra en ciertas zonas espirituales de la música contemporánea, la música también actúa como una droga y la quiere volver a escuchar». Si uno reemplaza música por cine, las palabras de Kagel sintetizan la esencia del BAFICI. El cine contemporáneo también necesita de intercesores. Nosotros tenemos al BAFICI; nuestros cineastas, una herencia que resguardar y transformar.

Fotos: 1) En el Abasto, epicentro del BAFICI; 2) Fotograma de Luces en la ciudad; 3) Fotograma de La mirada febril; 4) Fotograma de Liverpool.

Este texto fue publicado por la Revista Quid de Yenny / El Ateneo, en junio del 2008.