EL CINE DE JEAN-LUC GODARD. RUPTURAS Y APERTURAS

EL CINE DE JEAN-LUC GODARD. RUPTURAS Y APERTURAS

por - Libros
09 May, 2024 03:39 | Sin comentarios
Palabras leídas en la presentación del libro: El cine de Jean-Luc Godard. Rupturas y aperturas, Isaac León Frías (compilador), Universidad de Lima, Fondo editorial, 2023. 26 de abril de 2024, 16 hs. 25º Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI).

Durante el proceso de realización de una película, los ensayos ocupan una parte fundamental. Es en el ensayo donde se descubre cómo es realmente y qué es lo que puede la película. Del papel al rodaje, sin ensayo no hay obra. Las pruebas, los hallazgos, las idas y vueltas, los reveses y toda clase de imprevistos se ponen en juego cuando se ensaya. Quiero decir: el cine empieza a cobrar una forma palpable durante los ensayos. Y esa forma se labra cada una de las veces. En un presente continuo. Por eso son piezas inacabadas. En una sesión de ensayos se llegan a percibir los alcances y las limitaciones de una intuición, de una imagen, de un guion. No hay allí errores propiamente dichos: las equivocaciones, los retrocesos y los avances a tientas son parte indispensable de la exploración: como un experimento que no se consuma en una sola función, sino a través de sus infinitas repeticiones. Desde luego, ensayar exige bastante paciencia y una concentración fuera de serie: a fuerza de reiterar tantas veces lo mismo, en busca de un tono, una inflexión, un matiz, lo nuevo puede volverse demasiado mecánico, sobreactuado y calculado. Hay que mover, entonces, la escena en otras direcciones, cambiar el tempo, renovar las indicaciones, seguir probando hasta el desconcierto. 

Jean-Luc Godard hace del cine un ensayo crepuscular. 

La lectura del libro editado por Isaac León Frías me inspiró esta hipótesis. Es que El cine de Jean-Luc Godard. Rupturas y aperturas propone un recorrido prolífico por la obra del cineasta más excéntrico, radical y francamente inabordable. Los veintitrés capítulos comprenden un arco que va de la escritura crítica de Godard, en las revistas Arts y Cahiers du Cinéma, y sus primeras incursiones fílmicas, pasando por el prodigioso cine de los sesenta y los años rojos del Grupo Dziga Vertov, hasta su regreso a la autoría individual, los años ochenta y la última etapa. Seis décadas de ejercicio fílmico, que el libro desanda desde una mirada genealógica. De modo que el encadenamiento de los textos pedagógicamente organizados siguiendo una pauta cronológica habilita lecturas no lineales, sino críticas.

Se podría afirmar que el cine de Godard es ensayo puro, a prueba y error. Una obra que, por eso mismo, resulta tan desafiante. No como ese otro cine rendido a los pies de la interpretación (un cine servido en bandeja para las tendencias de turno, sea del mercado o de la academia). Godard ensaya en cada rodaje. Y no hay nada que descifrar. Sus películas contradicen y desconciertan permanentemente: “es un objetor constante, aunque no vociferante ni estentóreo”, sintetiza Frías en los “Apuntes preliminares”. 

De igual manera, es imposible no sentirse incómoda y contrariada ante la paradoja de estar presentando este libro −un libro sobre un verdadero visionario, un cineasta independiente, rebelde, inconformista, que rompió con todas las convenciones− en este festival, cuando el cine argentino se encuentra paralizado por decisión política del gobierno que encabeza Javier Milei, mientras Carlos Pirovano, un hombre sin ninguna experiencia en el mundo audiovisual pero sí en el de los negocios, actual presidente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, tras despedir a 231 personas, anunció el cierre del organismo. Y hablando de contradicciones: habría que recordarle a este especialista en microeconomía, finanzas y planeamiento estratégico −quien en el intento de destruir el cine argentino es la voz cantante−, que el audiovisual es un sector que genera 700 mil puestos de trabajo directos e indirectos. Esperemos que no sea esta el último Bafici (cuyo logo para la 25ª edición es un recuadro que viene abierto y de golpe se cierra) en el que se pueda estrenar más de una centena de películas argentinas en el Teatro San Martín o en el Cine Gaumont –ahí donde la Policía de la Ciudad montó una represión brutal el pasado 14 de marzo– además de llevar adelante actividades especiales y presentaciones como la de este libro. La libertad creativa de Jean-Luc Godard, capaz de maniobrar sobre la marcha y desacatar todos los patrones, está en las antípodas de las políticas de la crueldad y el establishment de la estupidez que nos pretende gobernar. Y ni hablar de la dilatadamente incumplida promesa de crear una Cinemateca y Archivo de la Imagen Nacional.

Godard hace del ensayo una operación de montaje. Es decir: en sus films, pero también en sus escritos, una imagen solo cobra algún sentido, aun absurdo, cuando es puesta en contacto con otra. Ensayar consiste, justamente, en ir juntando las piezas sin necesidad de respetar ninguna causalidad, sino a partir de la acumulación y la dispersión de repeticiones obsesivas. El ensayo se va armando a través del corte y la unión de fragmentos y juegos de collages: una ars combinatoria (en palabras de David Oubiña) que delinea un territorio inestable con un horizonte que todo el tiempo se desplaza. Lejos de la voluntad de totalidad, en una sesión de ensayos se avanza a través del ensamblado de frases, secuencias, detalles inciertos. El comienzo, el desarrollo y el final no tienen por qué pasarse en ese orden. El ensayo no es un mero artilugio formalista. Siguiendo a Oubiña: “Una imagen repite a la otra, pero −precisamente porque la repite− también la contradice. Y en esa contradicción le hace decir aquello que no quería o no sabía decir” (356). En Godard, el azar y la curiosidad hacen del cine una materia maleable que se va tanteando con ánimo sombrío y combativo. Así como para Godard “dirigir es maquinar, y uno dice de una maquinación que ha sido bien o mal montada” (298), gracias a la flexibilidad de la sustancia sonora la naturaleza del ensayo es siempre variable. Escribe Isaac León Frías:

“Entre todo aquello a lo que se mantuvo fiel y constante a lo largo de su filmografía, el carácter abierto y, en cierto sentido, provisional e incompleto de sus películas es uno de los que mejor define su andadura y su relieve en la historia del cine. (…) nadie como Godard expuso tan radicalmente los límites del relato y del lenguaje cinematográfico tradicional, y nadie como Godard se abrió a un horizonte expresivo en el que la biografía personal, las huellas de la contemporaneidad, la historia toda del cine, la intuición poética y el impulso de renovación constante componen de un modo heterodoxo y ‘disidente’ una filmografía única y totalmente diferenciada. Una filmografía que, en su identidad, amplitud y espíritu transformador, difícilmente podrá encontrar correspondencias en el futuro que se anuncia, al menos por un buen tiempo” (47).

Se podría decir que estamos ante un cine “destilado”, tal como bromeaba el músico Daniel Maza para referirse a su álbum sin un estilo único definido: un arte al margen de la ortodoxia y sin corsés. El ensayo como forma, en el cine de Godard, es lo opuesto a la fórmula. Erudito, audaz, transgresor, apasionado, implacable, insolente. Como en Visages, villages, cuando Godard, eterno aguafiestas, deja plantada a Agnès Varda, con quien ya había participado en la película colectiva Loin du Vietnam, en solidaridad con la revolución liderada por Ho Chi Minh, y décadas antes actuado en un corto pionero para la Nouvelle Vague, La Pointe-Courte, el debut cinematográfico de Varda.

El cine de Godard invita a ensayar un archivo en proceso, una memoria viva de las imágenes.

Y este libro también se puede leer como una intervención en la geopolítica del sistema de citas. Se piensa a Godard desde América Latina. Sin lugar a dudas, “Oubiña, David” integra la bibliografía obligatoria, tal como lo demuestran casi todos los capítulos, en los que sus publicaciones son extensamente referenciadas. Empezando por el ensayo que abre el clásico Filmología, dedicado a Rafael Filippelli, en el que se explora la multidireccionalidad poética de Godard: la incandescencia entre los planos visuales y sonoros, que dispersa cualquier clasificación fija. Siguiendo por el libro en el que Oubiña reúne conferencias de Beatriz Sarlo, Jorge La Ferla, Rafael Filippelli y Eduardo Grüner, alrededor de las Histoire(s) du cinéma. Además del número 9 de la Revista de cine que, en 2022, a pocos días de la muerte de Godard, le rinde homenaje. Oubiña escribe para el libro que estamos presentando: “La conversación infinita (El libro de imagen de Jean-Luc Godard)” y arriesga otra pista clave al conjeturar que el cine de Godard consiste en pensar con las manos. Digamos: como el gesto de un cine prestidigitador: las imágenes, al mostrar, ocultan. “Godard no encuentra, sino que busca”, dice Oubiña (354). Y es ese laboratorio, ese laberinto lleno de vericuetos, el que permite, como en un ensayo de música, experimentar, perseguir un tono, bocetar a mano alzada. En fin: animarse a poner todo en cuestión y empezar de cero cada vez.

Son varios los aportes de este libro que sintonizan con mis predilecciones: Eduardo A. Russo, en “Godard distópico: disolución y reinvención de la palabra, de Alphaville a Adiós al lenguaje”, detecta cómo la distopía, esa conciencia de un final catastrófico, acecha y hechiza el cine de Godard bajo múltiples máscaras. En “‘El amor trabaja’: el cine colaborativo de Godard y Anne-Marie Miéville”, Antonella Bertocchi y Brunella Bertocchi indagan la relación creativa entre Godard y Anna Karina, Anne Wiazemsky y Anne-Marie Miéville, que trabajó junto a Godard como guionista, montadora, corealizadora, fotógrafa y directora artística. Este capítulo incluye una pintoresca anécdota, contada por Claire Denis:

“Recuerdo que fuimos a una función durante la década del 2000. Jean-Luc Godard estaba introduciendo una película hecha por su pareja Anne-Marie Miéville. … Fue muy raro porque todas las preguntas fueron dirigidas a Jean-Luc y no a Anne-Marie. Él se estaba quejando, ‘No, pregúntenle a ella. Ella es una verdadera artista. Yo no soy nadie’. Era como una película en la que estaba actuando. De pronto, Agnès [Varda] me miró y dijo, ‘No puedo aguantar esto. Tengo que irme. Ven conmigo’” (264).

Claro: hoy por hoy, nos escandalizaría que los aportes de Miéville, tanto en las producciones colaborativas como individuales, hubieran sido atribuidos exclusivamente a su marido. Pero Antonella Bertocchi y Brunella Bertocchi demuestran, precisamente, cómo esta dupla rompe con el modelo jerárquico de creador (implícitamente masculino) y musa (femenina por default).

Entonces recordé un texto de Teresa de Lauretis, titulado “Volver a pensar el cine de mujeres”, en el que detecta, a propósito de Jeanne Dielman, de Chantal Akerman, una conexión con Dos o tres cosas que sé de ella. El retrato de la experiencia del personaje principal se construye abstrayendo la duración, la percepción y los silencios: no es un espejo de la vida sino una elaboración minuciosa del artificio. En este sentido, lo que se suele considerar anterior, intrascendente o lisa y llanamente descartable para el cine, tanto comercial como de autor, toma un cariz estético antes que esteticista y se vuelve capaz de interpelar a les espectadores desde la frialdad del personaje protagónico: una mujer, una prostituta, una actriz, una ciudad.

Podemos seguir algunas huellas de las derivas audibles, afectivas y cromáticas en el escrito de Paula Vázquez Prieto, “Los años ochenta: lo sublime godardiano”, que explora un sentido que en Godard adquiere esplendor: la escucha. Señala Vázquez Prieto: “Además de la disyunción que provoca Godard al ‘desunir’ imagen y sonido, mediante una operación que puede sintetizarse en la pregunta ‘¿De dónde proviene esa música?’ −que bien vale para las irrupciones o suspensiones intempestivas de la banda sonora (…)− Godard instala una reflexión política desde la materia misma del cine, sin discursos intermediarios. Y lo hace descomponiendo ese mundo material en sus pequeños gestos heterogéneas, que pueden dar alguna pista para su reconfiguración revolucionaria” (284).

En efecto, ensayar tiene una cuota de improvisación. Y Godard ejerce el ensayo por negación o por inversión del significado, por exceso o por demasía, por contradicción. El prefijo “des-” es el que mejor ilustra su trabajo descomunal: desenfado, desacuerdos, desbordes, desencuentros, deslindes. Así como el cuerpo de la música se ejecuta en cada interpretación, el del cine se ensaya en cada film de Godard, hecho de asincronías, intersticios, y lazos que unen y separan lo visible y lo sonoro, el original y la reproducción. “Es mejor cerrar los ojos, que abrirlos”, comenta el personaje que Godard encarna en Prénom Carmen, con la oreja pegada al equipo de música, cuando le preguntan si tiene ganas de seguir filmando películas. El ensayo expone el conflicto de los cuerpos desacompasados, su teatralización delirante, el trance, la espontaneidad, la espera y el disfrute subjetivo insondable y a la vez grupal. Por cierto, Godard se consideraba a sí mismo un ensayista: “entre escribir y filmar hay una diferencia cuantitativa, pero no cualitativa”, solía decir (59). Su cine expulsa las consignas, destierra los dogmas, ensaya a partir de cada situación, con los materiales disponibles y la imaginación desatada. El inconformismo tenaz, el humor subterráneo y el misterio de la fabulación hacen que la mayoría de las películas de Godard no versen sobre temas ni quieran instruir sobre determinados tópicos. 

Para insistir por última vez con la idea musical: el ensayo, en Godard, desmonta el espectáculo. El ensayo, literalmente, es des-concierto. Tomarse el tiempo para escuchar, desentrañar una armonía, explorar las intensidades, desarmar la univocidad. Un persistente Da Capo al Fine y viceversa. 

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