LA COLECCIÓN INVISIBLE (01): RITA AZEVEDO GOMES Y SUS SAN JERÓNIMOS

LA COLECCIÓN INVISIBLE (01): RITA AZEVEDO GOMES Y SUS SAN JERÓNIMOS

por - Columnas
11 Ago, 2020 11:39 | comentarios
La autora hace todo: introduce su propia columna, la desarrolla y concluye. Nosotros decimos: todo lo que hace lo hace bien, todo. Y para empezar elige a la reina del cine lusitano y examina sus ideas.

La poeta portuguesa Sofía de Melo Breyner Andersen afirmó: decir que la obra de arte forma parte de la cultura es algo escolar y artificial, que la obra de arte es parte de la realidad y por lo tanto es tiempo, realización, salvación y vida. Pienso en esta frase seguido, casi cada vez que veo una película, ya sea una de 1895 o de 2020, objetos que conviven conmigo fugazmente en el espacio, que ocupan el presente tanto como lo ocupo yo y por lo tanto pueden generar en él toda clase de efectos permanentes. Por otro lado, una columna es siempre una colección de objetos. En el cuerpo, una colección de vértebras y en los medios, una colección de cosas que llaman la atención. Hay colecciones más visibles que otras, desde el acervo de un museo hasta las que viven en conversaciones, archivos personales o simplemente en la memoria de los vivos. Las películas tampoco circulan todas igual, hay algunas que están más disponibles que otras. Algunas incluso son imposibles de ver porque se han perdido para siempre. Si las películas permanecen invisibles por mucho tiempo corren el riesgo de esfumarse. Como nadie quiere que eso pase, anotamos. 

En la película de Rita Azevedo Gomes que le da su nombre a esta columna, A colecção invisível, un coleccionista de arte aburrido de lo que hay en su negocio decide revisar viejos registros de clientes para ver si alguien tiene algo interesante para adquirir. En ellos da con un hombre que había olvidado y que había sido cliente no sólo de su padre, sino también de su abuelo. Un giro típico de Stefan Zweig, cuyo cuento se adapta en esta película: una conversación, un encuentro o un objeto materializan algo del pasado en el presente y, dentro de un cuento, se cuenta otro. Ese hombre, encerrado en su casa y olvidado por todos, vuelve a tener contacto con el mundo gracias a su presencia en una agenda. El coleccionista llega a la casa, un edificio en ruinas, y se encuentra con que el hombre ha quedado ciego, pero aun así disfruta de su colección de pinturas y grabados, y está entusiasmado de poder mostrarla a alguien que entienda lo que tiene entre manos. Ahí aparece el inevitable problema de ese encuentro intertemporal: alarmada ante lo que está por suceder, la hija del anciano le confiesa en secreto al coleccionista que la familia está en la ruina y que han tenido que vender, una a una, casi todas las piezas de la colección. Le implora que le siga el juego al padre, quien no sabe nada de esto, reaccionando como si nada sucediera. 

A colecção invisível,

El hombre accede y vuelve esa tarde al encuentro del anciano y una serie de carpetas llenas de hojas en blanco. El ciego pasa los contenidos de la carpeta uno a uno y describe con detalle el grabado que solía estar donde ahora no hay nada. El hombre cada tanto responde usando como recurso a veces la cortesía, contestando generalidades, y a veces su propio conocimiento, ya que él por su oficio también podría recitar de memoria las mismas obras que el ciego. En el momento justo antes de que el proceso se empiece a poner tedioso e insoportable, el ciego le muestra al coleccionista la hoja en blanco que esta en lugar de San Jerónimo en su gabinete, de Alberto Durero, y le pregunta si no dirá nada. El hombre le dice que siempre fue una de sus favoritas, porque el perro que duerme junto al león lo conmueve terriblemente. Que en el sueño del perro quizás se encuentre toda la sutileza de Durero. El ciego le responde que jamás había pensado en eso, pero que su grabado no es la versión que tiene el perro sino la otra, con el león solo, ya que Durero pintó el San Jerónimo por lo menos siete veces, y el perro no está en todas, lo cual es una pena.  De ahí en adelante, el ciego comienza a pensar en voz alta sobre dónde está la sutileza de Durero, pensando en obras que no posee ni cree poseer, obras que habrá visto alguna vez, como las pudo haber visto coleccionista. La pequeña tensión dramática transforma la farsa en una conversación dominada por el conocimiento del ciego, antes subestimado, y sus ideas, aún muy vivas, que salen por primera vez, quizás en años, de las hojas en blanco de su colección. En ese momento aparece en la película una segunda disrupción de la farsa: el plano siguiente comienza con una claqueta que marca el inicio de la escena en la que el ciego anuncia que ahora viene lo mejor. 

El ciego, ¿sabe lo que ha sucedido con su colección? No hay forma de corroborarlo nosotros mismos. El coleccionista se levanta y va hacia la pared donde hay un grabado que si se ha mantenido en la familia. El ciego decide dejarlo solo frente al cuadro, quizás anticipando el trance que está por llegar. Frente al grabado el hombre alucina o sueña con una mujer a la que podrá ver solo en sueños y que aparece misteriosa en un pasillo con una luz brillante al final. Perdido brevemente en un limbo, se niega amablemente a seguir viendo y se va, alegando que volverá pronto. Todos saben que no sucederá. Ido el coleccionista, el hombre ciego se sienta en un sillón bajo un rayo de luz a escuchar música. El plano recorre el cuarto de la casa con las pocas, pero hermosas cosas que tiene: algunas figuras de ángeles y una cortina roja. Para cuando el plano termina un tiempo indefinido ha pasado, el hombre ha muerto y el departamento está vacío y listo para ser desocupado. Contra la pared está la carpeta llena de hojas vacías que su hija se lleva con ella al cerrar la casa.

La película de Azevedo Gomes imagina un poco más de aire para cada personaje del cuento de Zweig, los barre de melancolía llenándolos de ideas y de furias. Ese aire viene compartido por objetos hechos por otros. El ciego se vuelve un sabio pensando en Durero, no sólo en los pocos dureros que supo tener y que no sabe que perdió sino en toda su obra. Piensa en vivo y por lo tanto vive pensando. El coleccionista saca su aire de su sueño alucinado frente al grabado, que es en realidad una transposición dentro de otra: la escena con la mujer misteriosa del pasillo es un fragmento de Ojos de perro azul, de Gabriel García Márquez, la historia de una pareja que se encuentra solo en sueños. De su perro amado de Durero pasa a otro, hipnotizado, ¿por el hombre? ¿por su casa? ¿por Durero? Quien sabe. La película se mueve de esa manera libre de explicaciones, haciendo convivir en su entorno a una serie de objetos para verlos conversar.

¿Hacen falta las imágenes que guardaba la colección para que la conversación entre el coleccionista y el hombre ciego suceda? Que haya existido es el elemento fundamental que hace que ambos hombres se encuentren, ya que sin el vendedor de arte no hay cliente y viceversa. Pero la conversación existe de todas formas sobre esos objetos, aunque los objetos estén ausentes, perdidos. En la última película de Rita Azevedo Gomes, Danzas macabras, esqueletos y otras fantasías (fotograma de encabezado), codirigida con Pierre León y Jean-Louis Schefer, León le pregunta a Schefer por un asunto sobre el cual suele escribir mucho: si la función de una imagen es parecerse a algo o si es reemplazar algo. La respuesta a la pregunta refiere para Schefer a la definición de lo que es una imagen. ¿Para qué sirven las imágenes? Sirven para algo, las primeras figuras tenían la función imaginable de reemplazar lo que no estaba allí, como los animales que tenían cierto tipo de poderes, no los que se comen o los que andaban por ahí. ¿Es una invocación o una evocación? Y aquí nos metemos en el terreno de los fantasmas. Si es para evocar, pueden hacerse algunos trazos, ¿reemplaza a lo que no está? Puede ser, pero no hace falta que se parezca por completo, se puede empujar el mecanismo de sustitución bastante lejos de la semejanza. El ejemplo final de Schefer es este: una amiga le da una imagen. Esa amiga desaparece del mundo, de la vida, y esa imagen, que no es de ella, que no se parece a ella, para él ocupa su lugar. Las imágenes puras de la colección del ciego, un grupo de pinturas de grabados, han sido materialmente sustituidas por hojas en blanco, que no se les parecen en nada, y esto es una tragedia. Pero esa sustitución no tiene efecto para él, quien al perder la vista las ha reemplazado ya antes por el recuerdo que tiene de ellas. Aunque para el ciego tener en sus manos la colección es fundamental, y poder así mostrarla, su relación con esas imágenes ya no está en el objeto, sino en el recuerdo de ese objeto, y esa relación es indestructible hasta su muerte. Al hacer parte al coleccionista de esa relación, traspasando sus impresiones, el anciano prolonga su propia vida. 

Serge Daney decía que protegemos a las cosas que amamos, y las cosas que amamos nos protegen. Las obras de arte que eran del viejo, hoy ausentes de todo menos de su recuerdo, lo protegen del olvido, y viceversa. Es una relación doble, la de mantenerse mutuamente vivos.  En una escena poco posterior de Danzas macabras… León, Schefer, Rita Azevedo Gomes y Acacio de Almeida (el fotógrafo de la película, y de todas las de Azevedo Gomes, entre muchos otros) están en un museo viendo cuadros y, después de pasar un buen rato de uno sobre San Jerónimo con su león, se dan vuelta hacia donde está la cámara y hablan de algo que está justo detrás de ella, otra representación de San Jerónimo hecha por Durero, muy distinta al grabado del que hablan el ciego y el coleccionista. Este es un cuadro, en color, de un anciano con el dedo puesto en una calavera. Mientras miran el cuadro León Y Schefer se acercan hacia el cuadro (hacia cámara) imitando el gesto del cuadro, inmediatamente después hay un plano breve del cuadro y luego un fragmento de Poussières d’amour de Werner Schroeter, en el que dos mujeres bajan magníficas una escalera cantando opera cuando de repente a una se le cae un cuadro en la cabeza. Un pequeño tableau-slapstick que hace convivir en el presente a Durero, el viejo, la calavera, los dos amigos y las mujeres asediadas por las pinturas voladoras. 

En esta película, A colecção invisível, el hombre ciego es interpretado por un tal Duarte de Almeida, nombre de pantalla para João Bènard da Costa, crítico y programador portugués que dedicó su vida a vivir y revivir la historia del cine. La película fue filmada poco antes de su muerte y él no llegó a verla terminada. 

Lucía Salas / Copyleft 2020

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