LA CASA

LA CASA

por - Críticas
01 Dic, 2012 12:38 | 1 comentario

LA ESPESA SELVA DE LO REAL

Sobre La casa de Gustavo Fontán

Unknown

Por Marcela Gamberini

Gustavo Fontán apunta a la pura materialidad cinematográfica: la luz y su densidad, la luz y su contrapartida la sombra, la luz y su fuera de campo. Como destellos, como reflejos, como haces refractarios, los distintos modos de la luz son la materia prima del cine de Fontán. Como la magdalena de Proust, la luz es la que dispara los recuerdos y reconstruye las historias, sugiere, perturba, invade, muestra, oculta. Atraviesa el pasado con el presente y deja entrever el porvenir. El recorrido de la luz y el paso del tiempo (imposible no dispararse hacia El sol del membrillo de Erice). Rescatar momentos fugaces, instantes largos en su duración, alterar la temporalidad. Iluminarlos, ensombrecerlos, vaciarlos de palabras, llenarlos de sentido. Hacer un parate, dejar que la cámara fluya y con ella la memoria, lo visto, lo oído, lo vivido. Justamente en ese parate de la cámara reside la estrategia casi musical de Fontán, precisamente al revés de los que estamos acostumbrados a ver, en este caso la cámara se encuentra con la experiencia, con las cosas, con la gente, con sus fragmentos, con sus fantasmas y las atraviesa. El lento fluir de la cámara sugiere la contemplación estética como uno de los modos de acercarse al mundo, como cierta forma de aprehenderlo que es, en definitiva, la manera privilegiada de alcanzar el conocimiento. Construir un relato dejando que la cámara fluya, que se organice en torno a una percepción. La percepción entendida como un código no lingüístico, como una manera de representar fuera de los cánones habituales, percibir es hacer algo presente a través del cuerpo, de las sensaciones y no de las palabras. Pareciera decir Fontán que lo único que se puede filmar es aquello que se puede percibir, sentir. Su cine, filosóficamente, instaura una sucesión que no es la del tiempo cronológico, sino la de la percepción, entendida como aquello que nos acerca y nos distancia de lo real.

Lo que fue presencia en Elegía de abril o en El árbol, ahora en La casa se vuelve ausencia, el paso del tiempo es implacable y se lleva cuerpos, gestos, sombras, casas y árboles. Los signos de Fontán abren abanicos de lecturas, el sentido siempre es escurridizo y lábil. Todo es posible de ser resignificado. El sentido es la experiencia vital, es el núcleo duro: la casa, la familia; es aquello que la cámara (y nosotros) percibimos muy lejos o muy cerca, y justamente es lo que aparece cuando cesa el lenguaje. Casi no se habla en las películas de Fontán, nadie lo necesita. El lenguaje se acalla, se desarticula y en ese silencio (a medias ocupado por los sonidos de lo cotidiano) aparece el sentido: la experiencia, tal vez aquello de lo que hablábamos mas adelante “lo real”. El movimiento hacia lo real es incesante, la cámara va y va, fluye, refleja, refracta; sin embargo Fontán sabe que, en definitiva, ese real en su totalidad es inaprensible, es cambiante, varia con el tiempo, se modifica, es inasible. Aquello que fue cuerpo ahora es fantasma, aquello que fue casa ahora es demolición, aquello que fue luz ahora es sombra. Este es el movimiento fundante de la esta trilogía, la búsqueda incesante de lo real como motor narrativo que en su recorrido nos deja ver caras, paredes, sombras, reflejos, arboles, fantasmas. Desmenuzando los planos, haciendo refractaria la luz, descomponiendo las imágenes, evidenciando los mecanismos de la percepción, Fontán nos dice que el cine, esa extraña manera del registro, es uno de los modos de relación del hombre con el mundo.

El cine silencioso de Fontán está habitado por varias voces, que hablan al oído, que susurran: la poesía de Calveyra y de Juan L. Ortiz, la narrativa de Saer, de Borges o de Proust, el cine de Víctor Érice, los encuadres de Renoir, la luz de Rembrandt. El Macondo de García Márquez, la Santamaría de Onetti, el Yoknapatawa de Faulkner, el Colastiné de Saer; son los espacios que confluyen en el gran espacio del cine de Fontán: la casa. Todas estas corrientes son los afluentes del gran río que no cesa de las películas de Fontán.

Un cine-poesía que se acerca al espectador como una caricia, dejando la tristeza que emerge de las cosas, la melancolía por aquello que desaparece, la alegría por el porvenir, la solapada fiesta de una conversación en el anochecer, la cotidianeidad de la leche derramada, el asombro ante el libro encontrado. La Trilogía cierra un ciclo y abre otro que esperamos con curiosa ansiedad. Los poemas de Gustavo Fontán aplacan tanta desmesura, tanta rapidez, tanto atolondramiento al que estamos perezosamente acostumbrados.

Marcela Gamberini / Copyleft 2012